martes, 30 de agosto de 2011

Calores

Estrella, ando tan caliente que, el otro día, cuando fui al Valle Hebrón para hacerme unos análisis, por poco me ingresan en la unidad de quemados.
Son las cuatro y media de la tarde y suena la Velvet Underground. El joven tono de voz del Lou de finales de los sesenta se expande y se lleva un poco del bochorno asfixiante. Ventanas abiertas, puertas abiertas. Calores y ausencias son un mal negocio, Estrella.
Huele a marihuana. Era mi último petardo, así que a partir de ahora no sé qué será de mí. Con un poco de hierba las ausencias son menos, pero la imaginación y los calores más.
“No existen ni la felicidad ni la paz”, me comentaba uno de mis personajes. Es un tío espabilado, por lo que supongo que debe tener razón. Aunque la felicidad es algo muy subjetivo. Cada uno ve la fiesta según le va, y ese pobre desgraciado lo tiene realmente chungo. Acaba de nacer y ya se está quejando, por lo que me temo que será un personaje muy humano.
El problema con los personajes es que van creciendo, mostrándose, hasta que un buen día tienen vida propia, y los hueles, y casi los puedes tocar. Así me asomo a tus ojos, a tus pechos, y hasta suena tu voz (puro asento del sur) mientras recorro tu piel con los labios al tiempo que te voy quitando la poca ropa que llevas; toda menos la corta faldita tejana, ésa te la arremango buscando tus bragas. Me pienso comer hasta la etiqueta, Estrella.
Desnuda quedas muy bien junto al mar, aunque en mi sofá azul no desentonarías. Toda una maja desnuda –con faldita arremangada- de Nou Barris para mi solito. De frente, de espaldas.
Escribo mirando de reojo hacía el sofá, un vistazo corto a tus curvas y al teclado de nuevo. Sé que sientes el calor de mi mirada cada vez que giro un poco la cabeza hacia la izquierda y, echada en el diván, lánguida y coqueta, te contemplo por un instante.
Acabo de hacer una pausa. He abierto la puerta del congelador y he metido la cabeza dentro. Es una vieja técnica para enfriar el pensamiento, aunque dudo mucho que esta vez de algún resultado.
Cuando vuelvo a asomar la mirada te recorres los pechos con un cubito de hielo. Te frotas los pezones con él, hasta que despiertan plenos y altivos. Entonces, bajando por el ombligo, despacio, muy despacio, llega al pubis, donde juega como un niño revoltoso hasta que, después de un gemido sureño, se pierde entre tus pliegues más femeninos y profundos. Sexo mojado, muslos mojados, todo un refresco. No es mala muerte para un cubito, es el mejor horno que conozco, y además completamente biológico.
Por cierto: ¿A ti cómo te va? ¿Qué tal la brisa? ¿Se te ha llevado un mal aíre?
Siento no haberte preguntado antes. A veces soy un maleducado, morena de bote.