miércoles, 30 de enero de 2013

El bluesman

En la sede municipal del distrito de Nou Barris corrían rumores... en los lavabos, en la máquina de café, en el siniestro archivo, donde, los funcionarios que se atrevían, se detenían unos minutos y cuchicheaban, a hurtadillas, por entre las largas, polvorientas y solitarias estanterías, mirando a todos lados y bajando sensiblemente la voz... si, si, es como una maldición, otro regidor que hace toda la pinta de estar al borde de la psicosis.
Sostiene que lo persiguen sus huellas...las huellas que el mismo va dejando por ahí. Ese despacho está gafado, maldito.
Unos lo creían a pie juntillas, otros, en cambio, decían que aquello solamente eran paparruchas supersticiosas. Pero, lo que es seguro, es que ninguno le hubiera cambiado el despacho al regidor.
Era allí, según cuentan, donde las energías negativas, medidas una y otra vez, por una funcionaria con fama de vidente, tenían más vitalidad. Las malas vibraciones, tenían en aquél lugar su cuartel general. Parecían fluir a través de la puerta y extenderse por todo el edificio.
Es el regidor de turno quién las proyecta, comentaban. O eran los gritos proferidos, con muy mala leche, por las almas de los perturbados que las habitaron durante largas décadas, y que se vieron abocados, a causa de las necesidades democráticas y descentralizadoras del municipio, a una fúnebre diáspora.
Al parecer, el consistorio necesitaba el edificio más que los ancianos enfermos que tenían allí su hogar postrero, apuntaba algún otro.
Sea como fuere, no había regidor que saliera indemne después de haber ocupado durante un tiempo aquél despacho.
En las noches de luna, según averigüé más tarde, sonaba una armónica enloquecida y genial. Un ritmo, un viejo blues del delta, llenaba las solitarias estancias del edificio durante las mágicas noches, sin que, nunca nadie, hubiera dado con el responsable de los lunáticos conciertos.
Se busco en sótanos, desvanes y altillos. Por más que se investigó, nunca se supo de donde provenía aquel lamento bello y desgarrador que se adueñaba de las estancias municipales durante aquellas nocturnas horas.
Pero mejor será comenzar por el principio. Fue la casualidad, la que dirigió mis pasos hacia aquella vieja y oscura historia.
La tarde de aquel miércoles estuve en la villa Olímpica, en el despacho de Joan, un viejo amigo abogado. Tenia que hacerle una consulta sobre mi raquítica pensión. Era un atardecer de finales de primavera. En cuanto acabó su jornada nos fuimos a tomar unas copas por la zona.
Matías -me dijo, mientras paseábamos por la Av. Icaria- tengo un encargo. Un trabajo para alguien a quién no le importe ir por ahí y hacer unas cuantas preguntas.
Entonces me habló del bluesman. Había recibido instrucciones, un dossier y un generoso cheque. Una familia americana, de Memphis concretamente, buscaba información sobre un tío-abuelo que, según parece, marchó hacia Europa en 1955.
-Como bien sabes –comenzó- hace muchos años estuve implicado en la defensa de los enfermos del mental, que, en los albores de nuestra esquelética y tierna democracia, fueron desposeídos de su hogar y desperdigados sin ton ni son, porque a las flamantes autoridades del consistorio les pareció que aquél lugar sería ideal para instalar la sede municipal de Nou Barris.
Un antiguo celador de la institución mental les sugirió mi nombre cuando vinieron a verlo. Fermín contestó un anuncio de La Vanguardia donde se solicitaba información sobre un tal Zacarías Palop, músico de blues y gran especialista de armónica, a quién daban, debido a su enfermedad, por fallecido o desaparecido.
La familia estuvo dos semanas en Barcelona el último invierno. Tiempo a todas luces insuficiente para averiguar cosa alguna.
No supe nada de este asunto hasta el miércoles pasado, cuando vino Fermín a verme. Traía toda la documentación que la familia del desaparecido había conseguido reunir. Es muy poca, ellos eran niños cuando marchó, y sus mayores nunca hablaban del asunto. Lo desterraron de su memoria cuando desapareció. Ahora, fallecidos los progenitores, sus sobrinos querían saber de su tío, al que creían muerto en Europa.
Me enseñó el talón y, cuando vi la cantidad, cogí el escuálido informe y le dije: De acuerdo, si todo va bien te llevas un veinte por ciento, si va mal no me debes nada.
En cuanto llegué a casa miré el contenido de la carpeta. Era un sobre mediano de color marrón con tres escasos folios: una breve nota escrita de puño y letra, dos viejas fotografías y una hoja fotocopiada de un viejo periódico de Memphis con fecha de 1951.
Puse un CD de Eric Clapton (Me and Mister Jonson), me senté en el destartalado sofá y encendí un cigarrillo mientras el blues lo invadía todo.
En las viejas fotografías se veía a un joven de unos veinte años. En una, solo, sentado en un porche de madera, tocando la armónica con los ojos ligeramente desorbitados. La otra me llamó más la atención. Estaba de pie, junto a un árbol enorme, con una bella chica de color, algo más joven que él, que lo miraba con ojos de luna. En el reverso de esta última, había una nota escrita en inglés con letra femenina, una dedicatoria que, más o menos, venia a decir: Para Zac, con todo mi amor. Nicole
Volví a la primera fotografía, la miré con fijeza. Era vieja, pero con buena resolución. Un trabajo profesional. Mi atención se clavó en el instrumento y, de pronto, sentí un cosquilleo en la coronilla. La vieja armónica del bluesman, pensé.
Atendiendo a mí intuición, la escaneé con toda la resolución que pude. Con la foto ampliada, y mucho más clara, pude fijarme en los detalles. El Gimp hizo el resto. Recorté y volví a ampliar. Ahora tenía un primer plano del pequeño instrumento, donde se podía ver, algo desvaído, pero con meridiana claridad, una inscripción: Zac P.
En la nota manuscrita, sólo un nombre y un número de teléfono con prefijo de Barcelona. Fermín Posadas era el hilo del ovillo a desentrañar. Marqué y esperé... no estaba, no obstante, pude dejar un breve mensaje en el contestador.
Mi atención se detuvo entonces en el documento. Tres folios. Poco es, me dije.
Mi objetivo era estadounidense. Un refugiado de la diáspora republicana de nuestra guerra civil con simpatías anarquistas. Obtuvo la nacionalidad americana gracias a su padre, un reputado médico catalán, a quién el Imperio no puso impedimento alguno cuando decidió solicitar la nacionalización en 1948. Su filiación libertaria no fue un obstáculo, a pesar de los malos vientos que corrían en el país, debidos al fervor anticomunista que se gestaba en la sociedad norteamericana de la época.
Nacido en Barcelona el año 1920. Salvo la primaria, su educación fue norteamericana. Estudios superiores de música. Dominaba con soltura tres lenguas, catalán, castellano e inglés, y se defendía en gabacho, que aprendió de su madre, y practicó en las calles del barrio francés de Nueva Orleáns.
La madre, enfermera, de padre catalán y madre francesa, afincada en Barcelona.
Una familia anarquista de tradición que vino a vivir a Barcelona en 1915 huyendo de la Gran Guerra que asolaba el país vecino y buscando el calor revolucionario que rebullía en la ciudad aquella década.
La juventud, repartida entre nueva Orleáns, donde vivía con su familia, estudiaba y callejeaba por el barrio francés, y en una granja cercana a la ciudad Memphis, de la que era propietaria una hermana de su madre, donde pasaba las largas vacaciones de verano
Allí fue donde conoció a Nicole. Nicole era una bella muchacha en su plenitud. Hija de la cocinera negra a la que su tía hacia trabajar como una esclava seis días a la semana.
El padre de Nicole era medio brujo y cantante de blues. Un tipo misterioso, con fama de conocer las negras artes de los rituales vudú.
Al parecer, su relación con Nicole llegó a ser conocida por todos. Ésa, fue la causa de su desgracia.
En aquellos tiempos no estaban bien vistas ese tipo de relaciones en el Sur. Atrajeron las iras de los grupos racistas locales, y lo pagaron.
El pequeño informe, entonces, me remitía al recorte periodístico. Estaba en inglés, pero en el reverso de la vieja fotocopia había unas notas en castellano.
Hice una pausa, me levanté, busqué un CD de Luther Allison. Mientras sonaba Bad love encendí un cigarrillo y traté de ponerme en el pellejo del bluesman.
Los pillaron “in fraganti” en una vieja granja abandonada cercana a la de sus parientes. A él, lo dejaron tirado en la entrada de la casa de sus tíos y prácticamente muerto a golpes. Con ella se ensañaron. Brutalmente golpeada, quemada con cigarrillos, violada y estrangulada. Abandonaron el cadáver junto a una ciénaga pestilente próxima al lugar de sus encuentros amorosos.
Zacarías tardó un año en recuperase de las heridas físicas, pero las emocionales ya no le abandonaron jamás. Nunca volvió a Memphis. Ni quiso ver a sus tíos. Se perdió en los bajos fondos de Nueva Orleáns.
Alcohol, drogas, blues, y poco después, una canción: Nicole. La única que compuso él, o, al menos, la única de la se guarda constancia, lo enloquecieron.
Me levanté del sofá pensando: si sigue vivo debe estar en las últimas. Tendría una edad muy avanzada en caso de no haber muerto. Algo bastante probable, dadas las circunstancias que rodeaban la vida del músico. Menudo culebrón.
Busqué en el ordenador algo de blues. Seleccióne Chill Out, de John Lee Hooker, y lo dejé sonar. Aquél cd me remitía a mis propios sentimientos de desesperanza. Quería estar, en la medida de lo posible, en el pellejo del bluesman.
Nicole... –susurré. 
El bluesman, pasó su año recuperación en Nort Little Rock, Arkansas, junto al río del mismo nombre, justo en la frontera entre el estado de Mississippi, y el del propio Arkansas, muy cerca, pero, a la vez, muy lejos, de los paisajes de su tragedia, como si el bluesman, inconscientemente, quisiera olvidar, y, al mismo tiempo, seguir teniendo cerca, las emociones, los sentimientos, la luz de los ojos de su Nicole.
Así se sentía el convaleciente bluesman en el 52. Sentado en una mecedora algo tronada, debajo de un porche de madera con su querida armónica al lado, oyendo, viendo, entre canción y canción, el incansable fluir del río Arkansas camino del delta, del mar Caribe.
Nueva Orleáns, el barrio francés... suspiré, fue entonces cuando supe cómo se encontraba el bluesman, cuál era el ánimo del músico aquel triste año. Sintiendo cómo el recuerdo de su tragedia perdía intensidad y, no obstante, a la vez que apaciguaba su dolor, fijaba por siempre en su corazón, en su memoria, la luz de los ojos de su Nicole.
Junto al río, lo atrapó la canción, su única canción conocida.
Sonreí como un niño pillado en una travesura. Quién no tiene, o ha tenido, los ojos de una Nicole clavados en la memoria. El tema Well Meet Again era para mí un equivalente de su canción. Ese sentimiento era un punto seguro para partir en busca del viejo bluesman.




                                                      AL


Dos días después de leer el informe, tenía localizado a Fermín, y una cita pendiente con él, al día siguiente, en una plaza del barrio Porta.
Desde que leí los documentos mi curiosidad fue en aumento. Los numerosos interrogantes danzaban, como huríes de ojos oscuros, ante mis ojos. Azúcar moreno bailando a mi alrededor.
Antes de acostarme, revisé las notas que había tomado sobre Zac. Esbozos, indicios, más o menos claros, de su personalidad. Un montón de conjeturas, nada sólido todavía. Pero eso puede cambiar mañana -musité delante del espejo, justo antes de apagar la luz.
Dando vueltas, no podía dormir pensando en el Fermín de marras. Un antiguo celador que, luego, mediante unas oposiciones internas, pasó a trabajar en el departamento de administración, lejos de mi, más que probable, objetivo.
La cita con Fermín no tuvo historia. Apenas diez minutos sentados en una plaza.
Mientras daba de comer a las palomas, me fue contando lo poco que sabia del bluesman. Apenas nada, nunca leyó su expediente, pero, recalcó varias veces: “El director odiaba a Zac sin razón aparente”. Hubo rumores de un lío de faldas con una de las monjas, rumores malintencionados -aseguró. Nada se pudo probar, y la monja, según él, estaba fuera de toda sospecha.
Al despedirnos, me dio un número de teléfono y un nombre: Alfonso Corrales, celador del hospital.
Nada mas llegar hice la llamada. Quedamos en su casa al día siguiente. Vivía al final de la carretera que une Horta y Cerdanyola, cerca de un antiguo merendero. Una casa en la montaña con un pequeño jardín mirando al Valles.
Di con la casita a la primera. Toqué al timbre y esperé unos minutos. Quizá sea un poco sordo, pensé, al no obtener respuesta. Volví a insistir... nada, ni flores. Siguiendo el alto seto fui dando la vuelta al pequeño chalet hasta llegar a la parte trasera. Allí el cercado era menos denso, pero seguía sin ver nada. Habíamos quedado por teléfono, así que no debía andar muy lejos.
-Don Alfonso –grité voz en cuello.
-Si, si, le oigo –contestó una enérgica voz-. Ya le abro.
Desandé mis pasos hasta la puerta. Cuando abrió, me encontré con un anciano de rostro curtido, pero que, a pesar de los años, desprendía una gran vitalidad.
Pase, le esperaba –dijo, abriendo la alta verja.
Mientras unos penetrantes y astutos ojos verdes me examinaban como si fuera un caballo, me fijé en el cuidado jardín delantero, donde, un bello jazmín y un cerezo, adornaban el cuidado césped
Venga por aquí, y tenga cuidado con los rosales –me previno, caminado ligero hacía la parte de atrás de la casa.
No vi ningún rosal, en cambio, unas cuidadas y frondosas plantas de marihuana, en fila india a lo largo del breve sendero, me acompañaron hasta el jardín trasero.
-Este es el lugar más preciado para mí. Este porche, es el bálsamo de los días postreros. Una buena razón para seguir viviendo –me largó, al sentarse en el cómodo sofá de madera lleno de coloridos cojines que, amplio, luminoso, acogedor, ocupaba una esquina de la fresca estancia.
El tipo, a todas luces, sabía lo que se pescaba. Los ojos inquietos, curiosos y ágiles, así lo aseguraban.
Siéntese –dijo, señalándome el sillón de color oscuro con un ademán.
Usted dirá –continuó.
-Don Alfon...
-Llámeme Al –atajó-, como Capone, es más de mi cuerda. ¿No le importará que yo lo llame Matt? –preguntó.
-En absoluto, Al. –contesté, siguiéndole la beta.
-Fermín me puso al tanto por teléfono –dijo, guiñándome un ojo-. No suelo tener demasiadas visitas Matt. Usted me cae simpático, inspira confianza. Se nota que sabe lo que es pasarlas moradas.
En este asunto es mejor no dar nombres –aseguró, mirando a todas partes-. A este lado del jardín no llegan las miradas indiscretas, ni los oídos curiosos       -recalcó, entornando los ojos.
Llegó al mental con lo puesto y hecho un guiñapo. Lleno de moratones y en estado de shock. Una vieja armónica era todo lo que llevaba encima, su única posesión material.
Tardó meses en recuperarse físicamente, entonces comenzó a tocar, sobre todo las noches de luna. Era un maestro con ese pequeño instrumento. Nos entretuvo durante años.
Pasado un tiempo llegó la monja. A partir de ahí, su razón mejoró a ojos vistas. Se le veía contento. Comenzó a tocar el órgano que teníamos en la capilla, algo, que le costó mucho conseguir.
Al director no le caía bien aquél músico que hablaba la lengua del imperio con un extraño acento. Bastaba que Zac solicitara algo para que el otro le diera largas sin motivo alguno.
Cuando llevaba unos años internado comencé a sospechar que era un simulador, pero las razones que pudiera tener para seguir en un sitio tan deprimente se me escapaban.
Ese sombrero que ve ahí –continuó, cambiando de conversación- es una copia legítima del de John Lee Hooker.
Miré el sombrero.
-Tiene usted razón –contesté-. Parece recién birlado de la cabeza de Hooker.
-Le prevengo que no sé gran cosa del asunto. Zacarías no hablaba mucho, y los empleados que tenían acceso a su expediente padecían un mutismo congénito en lo referente a su persona.
Lo poco que llegué a saber lo fui descubriendo con el paso de los años. Retazos de conversaciones atrapadas al vuelo durante mis idas y venidas por los pasillos, y lo poco que él contaba en las escasas ocasiones en que estaba comunicativo. ¡En fin! poca cosa.
Era un amante del blues, de la música negra en general. Lo creíamos nacido, por alguna extraña casualidad, en el sur de Estados Unidos, donde, eso es seguro, recibió educación musical.
Camarillo, repetía con la mirada perdida. A veces creía estar en el hospital de California donde estuvo Charlie Parker. Entonces tocaba su canción preferida: Nicole. Una gran canción, a todos nos gustaba oírsela cantar. Allí, sentado debajo de las palmeras cercanas a la entrada principal, todos supimos, al oírlo tocar la armónica, que Zac era músico de blues sin ningún genero de duda.
Alguna vez lo sorprendí mirando con ojos tiernos a Lucy, la monja mulata con la que soñábamos todos, enfermos y empleados.
¿Qué le parece mi jardín? –preguntó, cambiando de onda.
Me cae usted bien Matt -aseguró, sin darme tiempo a decir nada.
Lo escuchaba observándolo todo a mí alrededor: tomateras, judías, pimientos, algunas cebollas y hierba por un tubo.
Un invernadero enorme al fondo, en un talud del que, desde allí, sólo se podía atisbar el transparente techo.
-¿Le gusta mi jardín Matt? –inquirió, al ver mi actitud.
-Desde luego Al –respondí-. Está usted preparado para el Apocalipsis.
-Mucha hierba le parece –observó, al notar mi estupor-. Quizá tenga usted razón, pero mi magra pensión y mis aficiones se han unido de forma inquebrantable en este asunto.
¡Qué quiere que le diga! Saco cinco kilos limpios de hierba durante la temporada de verano. En invierno, apenas kilo y medio. Uno me lo apalanco para mí. Lo mejor, no le quepa duda. El resto lo vende un antiguo camarada de la legión que trabaja aquí cerca. Es vigilante nocturno en el cementerio de Collserola. Todo un muermo. Si no hiciera algún trapicheo de vez en cuando su vida no tendría sentido.
No siempre fui celador Matt –continuó, sonriendo pícaramente-. Dejé el seminario unos meses antes de tomar los hábitos y me alisté en la legión. Ya ve los vuelcos que nos hace dar la vida.
Con esto tengo una economía desahogada, pero sin despilfarros. Una llamadita al puticlub de aquí al lado de vez en cuando. Un viaje a Ceuta cada año y poco más, la edad ya no da para excesivos dispendios físicos.
Zacarías –dijo, alzando bruscamente la voz- tenía un expediente que nunca vi. El director lo guardaba aparte, lejos de miradas indiscretas.
Sor Lucy era un encanto, jovencita y bien parecida. Nunca comprendí que clase de desengaño pudo llevarla tan lejos de su tierra. Cuál fue la causa que la empujó a acabar en aquél sórdido lugar.
Una Big-Band de instrumentos desafinados, decía Zac. Fue por eso. Se hartó de tanto desafine generalizado a su alrededor. Me parece que fue por eso. Debió ser por eso que, el bluesman, después de once años, cogió el tren de medianoche.
Se organizó un gran revuelo. Se llevó su expediente del despacho del director. Dejó la cabeza y plumas de un gallo en la mesa, y la sangre del ave salpicada por suelo y paredes. Una nota encima del sillón del despacho. Vudú, era todo lo que había escrito en la misiva. Esas palabras trastornaron al director. Ya no volvió a ser el mismo. Se convirtió en un excéntrico y, dos años más tarde, se colgó de una de las palmeras, junto a la verja de la puerta principal.
Qué se joda. Era un facha, un déspota hijodeputa, merecía estar muerto.
Sor Lucy nos dejó. La vi marchitarse lentamente tras la fuga de Zac. Colgó los hábitos al poco de morir el director. No la volví a ver hasta diez años más tarde, en las Ramblas, paseando con una amiga. Me la tropecé y nos reconocimos. Después de un café y una corta charla, intercambiamos teléfonos, noticias sobre este o el otro. La vi contenta. Satisfecha. Me alegré por ella.
Para Lucy todo aquello fue muy doloroso, y quizá recordar... Tenga cuidado, trátela con mucho tacto cuando la vea. Si es que ella desea verlo, cosa que no tengo clara. No la atosigue, ni la presione. Vaya despacio, déjela hablar… y ni se le ocurra ir con esa pinta de jevi metal chungo que me trae usted hoy.
Vamos dentro –dijo, levantándose-. Hago un poco de té y nos fumamos unos canutos a cuenta de la salud del bluesman.
Sentados en la cocina, lo observé con atención. Parecía sincero pero algo paranoico. Quizá fume demasiada hierba, me digo. Se movía con agilidad a pesar de los años y sabía apañárselas solo, de eso no hay duda, corroboré, mirando a mi alrededor: Una cocina limpia, bien abastecida y luminosa daba fe de ello.
-Al loro con Cleopatra -me advirtió-. Es una gata con mucho carácter. Hay días que está intratable. Pero tranquilo, usted le gusta y hoy parece de buen humor, si no ya le habría saltado encima. Supongo que le deben ir los jevis.
A los curas, testigos de Jehová, y demás fauna religiosa les tiene declarada una guerra sin cuartel. Por eso me hace compañía, es atea y no está para hostias, como yo.
Nos vamos a tomar, si no le importa, un té psicodélico. Cada semana me preparo una garrafita de dos litros y me la reparto a discreción.
Me cae usted bien –afirmó, mientras preparaba la pócima-. Le voy a regalar, sin que sirva de precedente, unos cogollitos de mi reserva especial. Lo veo algo empanado con eso de andar por ahí preguntando. Cuando necesite desconectar se me fuma un petardito de esta joya de la naturaleza.
-Si –aseguré-, mientras dure este asunto me vendrá bien un porrito de tanto en tanto. A veces, lo mejor, en caso de duda, es recurrir a la madre naturaleza.
Al –continué, después de unas caladitas-, son los interrogantes los que me desorientan. En cuanto cierro uno, ese mismo acto abre otros. Tiro de un ovillo enmarañado, de recuerdos lejanos, que la memoria con el tiempo reinterpreta. Todavía no tengo claro, con la información de que dispongo, qué testimonio es fiable y cuál no, qué partes intentar verificar antes de seguir adelante, qué descartar.
Quince minutos más tarde yacía semiinconsciente en un sofá. Postrado como una rata envenenada. Al abrir bruscamente los ojos me encontré en una salita neohippy, y sonaba, lejana, una canción de John Mayall.
Bliss, remember bliss, tarareaba mi anfitrión desde la cocina. El viejo legía parecía inofensivo, pero de eso nada, el muy cabrón sabe más de lo que cuenta. Está poniendo señuelos, mareando la perdiz, porque desconfía de mis intenciones.
En cuanto me despejé volví a la cocina, me senté, y le dije sonriendo: Al, dejémonos de cuentos, saque la reserva especial. Tenemos que conocernos a fondo. La noche acaba de empezar…, y será muy larga.
Hizo una llamada, y después comentó: Matt, hoy remataremos la noche con unas vecinas muy complacientes…
El legía seguía inconsciente después de que casi le diera un pasmo. A las tres de la mañana se quedó clavado con Rosita encima.
-Fue una falsa alarma, sólo un desmayo debido a la edad, o a la grifa -aseguró el facultativo-. No es la primera vez que le atiendo. Tiene que dosificarse. Las mujeres a su edad pueden ser mortales. Se lo tengo dicho, pero no escarmienta.
Que duerma todo lo que pueda y como nuevo. Aquí, como lo ve ahora, medio pajarito, tiene el corazón mejor que usted y yo.
Cuando el médico se marchó, las dos chicas me cogieron por su cuenta.
Querían quitarle el mal sabor de boca a un guapo cliente nuevo, dijeron entre risas. La noche estaba pagada, y tenían que ganárselo.
-Somos muy puntillosas. Profesionales de pies a cabeza –aseguraron a dúo, al tiempo que se iban desnudado, lenta, maravillosamente.
Entrada la mañana, mientras despedía a Rosa y Sofía, los dos pimpollos del vecino puticlub, palpé la nota que llevaba en el bolsillo.
Sonreí al cerrar la verja. Por fin tenía en mis manos una pista verdadera. La dirección y el teléfono de Lucy. Era ella, sin ninguna duda, la clave de aquel misterio.
Mientras desayunaba tomé unos apuntes vigilando de reojo a Cleopatra, que parecía mirarme con recelo ahora que no estaba su dueño. Esperaba que Al volviera al mundo de los vivos, pero fue imposible.
Se me hacía tarde. Recogí su obsequio, la caja de puros llena de su mejor elixir, y le dejé una nota de agradecimiento en la mesa de la cocina.
Cuando cerraba la puerta de la calle, me dije sonriendo: A veces se encuentra un oasis en la ruta.
Sentado en el autobús repasé mis notas. No me cabía duda, Zac era el tipo que buscaba. Pero necesitaba algo más que convicciones. Alguna prueba que convenciera a sus parientes de que mi Zac era el que buscaban.
Observaba con ojos chispeantes el frondoso paisaje a través de las ventanillas del destartalado autobús, que parecía ahogarse durante el sinuoso recorrido, serpenteando agonizante montaña arriba, camino del barrio de Horta.
Por la tarde ordené mis apuntes. Tenía que redactar un informe para Joan. Un informe lleno de conjeturas. No hubo manera. Decidí cambiar de táctica, encendí el ordenador, puse algo de blues y esperé...
Siguiendo un impulso di rienda suelta a las palabras, me levantaba, fumaba, y me volvía a sentar. Hice, deshice, enredé, desenredé, rehice. Mis ideas se iban clarificando a medida que el texto avanzaba, retrocedía…, y saltaba de nuevo, ahora si, hacia delante. De pronto, supe qué coño pintaba el vudú en aquella historia.
Tras finalizar el papeleo descolgué el teléfono y saqué la nota que llevaba en el bolsillo, respiré hondo y marqué un número local. Fue más fácil de lo que esperaba. En unos minutos concreté una cita con Lucy, la persona que, posiblemente, sabía más sobre el músico.



                                                   LUCY


Vera usted –comenzó-, Zacarías, era, a su manera, un simulador. Un poco tocado estaba, pero no más que cualquier otro que haya pasado por experiencias aterradoras. Un hombre guapo, según mi parecer. Aunque la mayoría fuéramos monjas, a todas nos gustaba. Alto, de pelo negro, ojos claros, de un dulce mirar que, a veces, se trasformaba en duro, indomable. No. No era violento, simplemente, en esos momentos, no se le podía engañar.
Su penetrante azul se te clavaba como una daga, entonces te sentías culpable por no ser sincera, y él, te miraba condescendiente, con aquella mirada que te hacía sentir culpable y bastante tonta.
Cuando quería, o podía, nunca lo supe, asomaba su cara de luna, el fugaz rostro de un romántico impenitente.
Al llegar al mental, yo era una monja jovencísima y bastante ñoña, que se creyó todos los rollos que le habían largado los jesuitas. Así lo conocí, a los 19 años, con su trastorno alejándose poco a poco de la memoria. Me gustó a las primeras de cambio, así que procuré evitarlo durante un tiempo.
Acabamos liados igualmente, sólo que tardamos más. Ya ve usted que gracia, era capaz de meterme mano y tocar la armónica al mismo tiempo, eso sí, ayudado por un artilugio que el mismo se fabricó.
Zac no era como los demás, su expediente tenía lagunas, no constaba absolutamente nada sobre su identidad, apenas cuatro conjeturas de su pasado, el resto, ficha médica.
Su expediente completo lo guardaba el director en su despacho. Un despacho siempre cerrado a cal y canto.
Hasta donde sé –continuó-, marcho al exilio a finales del 38 con toda su familia, justo al cumplir los 18. Del porqué no se alistó, me contó en una ocasión, la culpa la tuvo el amor. Enamorado de una miliciana diez años mayor que él, y que lo puso, como él solía decir, al corriente, apasionadamente, en los misterios de amor.
Al morir ésta en el frente de Aragón, en la primavera del, para él, maldito año 38, se hundió en una profunda depresión que le impidió alistarse y combatir. Morir por una causa que valía la pena.
La música –decía-, siempre lo rescató. Era su talismán.
Hizo una pausa, levantó la cabeza y me miró.
Aquellos ojos eran de una Nicole. Como los de su Nicole, seguro, me dije.
Lucinda, a pesar de sus años, era una mujer de buen ver, de mediana estatura y sonrisa dulce, pero con la ancestral sabiduría de su caribe natal. Una mulata de rompe y rasga.
Pensé: De joven debía ser una fiera de cuidado. Al final, el músico encontró lo que buscaba.
Llegó a Paris en el 56, creo –prosiguió-. Tocaba en los clubs de Paris. En otras ciudades francesas, en Bélgica, en la costa italiana y francesa. Alternando el trabajo de músico con el de profesor de piano, se ganaba la vida en la ciudad de la luz.
Y, según creo, alguien debió recocerlo, algún refugiado catalán, un antiguo correligionario, un compañero de ateneo, no sé. Unos meses después de aquello, durante un mes al año, y al abrigo de su pasaporte norteamericano, comenzó a tocar en el hotel Manila de Barcelona.
Siempre sospeché que hizo de correo en sus idas y venidas a la ciudad. Se lo pregunté pasados unos años y en diferentes ocasiones, entonces me miraba con ojos de luna y sonreía, y a continuación, agarraba su vieja armónica y tocaba, para mí en exclusiva, la canción de Nicole. Ésa, era su respuesta.
Siempre que tocaba en el Manila había un inspector de la Social, me contó. Sentado en la barra, lo observaba tocar, tomando una copa detrás de otra, siempre a cargo del presupuesto.
Zacarías tenía un compañero en el Hotel, un cargo de responsabilidad, que lo previno, y lo ayudaba a sortearlo, cuando quería vagar por la ciudad, persiguiendo, creo, el eco de sus pasos.
La noche fatal, Zacarías, siempre según un testigo de confianza, comenzó a temblar  mientras tocaba, a tener convulsiones, hasta que cayó desplomado. Se recupera en urgencias, en el Clínico. Dos horas más tarde, sale por su propio pie, tranquilo y orientado, según consta en el informe que se hizo de su desaparición.
Según me contó, al salir del Clínico lo esperaba un coche gris con tres tipos dentro. La Social se lo llevó aquella noche. Estuvo retenido en algún lugar. Una casita de Collserola, o, al menos, dada la corta carrera del vehículo y el escaso ruido urbano del lugar de su reclusión, eso creía él.
Los primeros días fueron golpes, después inyecciones. A partir de ahí no recuerda nada más. Su conciencia despertó de nuevo en el mental.
Oficialmente, esa noche, no se sabe por qué, Zacarías se esfumó como por arte de magia. Su equipaje desapareció o fue robado esa misma noche.
El consulado americano se creyó, o hizo como si se creyera, aquella endeble historia plagada de lagunas que no debía convencer ni a sus autores.
Un mes después de la desaparición, ingresó Zac en el mental. Sin filiación alguna, un auténtico paria, olvidado para el resto del mundo, lleno de cardenales y con un brazo en cabestrillo. Corría el año 58 o 59, y Barcelona era una ciudad gris, una sombra putrefacta de lo que fue.
A esas alturas de la conversación sus ojos se cerraron, su rostro tembló, y rompió a llorar desconsoladamente. Le acerqué un pañuelo, que agradeció entre lágrimas.
-Todos moriremos Lucy, es nuestro destino, -le dije, con voz suave y cálida-. Él tuvo una larga vida. Fue feliz a su lado. Algo que, usted y yo, sabemos merecía.
De pronto levantó la cabeza sacudiéndose el pelo, y sus ojos volvieron a brillar como relámpagos negros.
Trabajó en la panadería -continuó con voz serena-. A unos pocos metros de la Plaza Llujmajor, en un extremo del enorme edificio, que, entonces, iba desde aquella plaza, hasta las casas baratas de Turó de la Peira. Una alta valla de piedra lo rodeaba a lo largo del Pº Verdún hasta, siguiendo el Pº Urrutia, dar la vuelta por detrás del mercado de la Guineueta, para, desde allí, continuando paralela al Pº Valldaura, llegar de nuevo a Llujmajor.
Como le decía, la panadería, la armónica y yo, eran sus aficiones, y, créaselo, nos costó dios y ayuda ocultar lo nuestro. Rodeados de monjas, y con el buitre del director, que solía visitarlo a primera hora de la mañana casi todos los días. Siempre cerca, como una hiena.
Estoy convencida de que la única razón que tenía aquel buitre para tanta visita era regodearse en su infortunio. Sin amigos en Barcelona que lo visitasen, lejos de su familia, y con una oscura historia detrás, Zac tenía todos los números para no salir vivo de allí.
El director era un psiquiatra mediocre y un fanático ultraderechista. Haber participado durante su juventud en la campaña rusa de la División Azul le reportó la dirección de la institución, que dirigía con mano de hierro. Un tipo desconfiado, inflexible y aprensivo. Dueño de una mirada fría, distante, calvo y con dos hilos de acero por labios, que, cuando intentaba sonreír, sólo eran un remedo, una burda mueca.
Cómo resistió aquello hasta el 69, fecha en que se dio, como el mismo decía, el piro, es difícil de entender para el que no haya vivido aquellos años. Quizá, sólo se quedó más tiempo por mí. Me amaba profundamente, y yo, naturalmente, le correspondía, eso, y su vieja armónica, que siempre llevaba encima y tocaba a todas horas, fueron su luz en la oscuridad de la noche, en aquella noche de diez años. Sinceramente, estoy convencida, esperaba algo.
Tuvo un amigo en aquél siniestro lugar del que una servidora no supo nada hasta años después, cuando, ya lejos de aquella pesadilla, conversábamos paseando, cogidos de la mano como dos quinceañeros.
Un viejo celador, antiguo militante confederal, fue su hilo de Ariadna. Una carta de puño y letra de Zac, llegó, merced a este compañero, adonde tenía que llegar. Corría el año 68, y las cosas parecían moverse en Francia, y, muy tímidamente, también en Barcelona.
A finales de ese año tuvo su primera y única visita. Un hombre negro, un músico norteamericano, según supe después, vino a verlo. Le trajo, aparentemente, sólo algo de ropa, pero, en realidad, traía también documentos y un oscuro muñeco hecho de madera. Vudú, me dijo, cuando lo encontré, mientras lo esperaba en la vieja sala de calderas, un lugar olvidado de todos, donde teníamos nuestro nidito de amor.
Si le apetece –corté, algo cansado-. Hacemos una pausa y tomamos un café mientras cambio la cinta.
Ahora se la veía altiva y orgullosa, bella, a pesar de su edad.
Mientras yo prepara el café, puso en el viejo tocadiscos un LP de Miles Davis.
Al oír el Time After Time me estremecí, aquella canción me remitía a otros tiempos, donde yo, sólo y perdido, buscaba una luz en la oscuridad, el brillo fugaz de unos ojos, los ojos de mi Nicole.
Fue entonces cuando sentí que algo no cuadraba, mentía o no decía toda la verdad.
-¿Qué pasó después de su fuga? –pregunté, cambiando de tema.
-Marchó a Paris –contestó-. Se estableció allí, y con ayuda de unos compañeros montó una academia de música, donde daba clases de piano y solfeo.
Un año después, recibí, como habíamos quedado, una carta suya explicándome sus proyectos.
-Hay algo que no me cuenta –aseguré-. No me cuadra lo del vudú con la educación racionalista de Zac, ¿sabe que hay quién oye todavía la vieja armónica en lo que queda del edificio? ¿qué el despacho del regidor está gafado? ¿qué no hay político que salga indemne de aquél despacho?
Creo que fue cosa suya lo del ritual vudú, que Zac no sabía nada de aquello. Ya no tiene sentido ocultarlo.
-Tiene usted razón –reconoció, algo avergonzada-. El muñeco era mío. Fue un regalo de mi familia. Cuando me fui de Haití mi padre me lo regaló. Estaba tallado a mano por el poderoso brujo de la aldea de mi abuela. Podía usarse contra cualquier persona, con la sola condición de ponerlo en contacto con alguna prenda de la victima, y hacer, posteriormente el ritual del gallo.
Lo escondí en el despacho del director con la esperanza de que aquél cabrón fanático lo tocara. Aproveché la noche que Zac se marchó. Maté al gallo en su despacho, le corté la cabeza encima de la mesa.
Al cabo de un año, sor Angustias, mi compañera de celda, encontró el muñeco en una papelera, justo al lado del despacho de aquella alimaña. Recordé todo el daño que aquel cabrito le hizo a Zac, cómo le confiscaba la armónica durante meses, por puro capricho, por verlo abatido, por hundirlo en la locura.
Entonces realicé un sortilegio haitiano que tenía como fin enloquecer a la victima. Maldecir su hogar para siempre. La noche de la fuga de Zac, durante un oscuro ritual, le clavé una aguja de acero al muñeco en la cabeza.
Por lo visto funciona todavía –dijo, sonriendo-. Cuando yo muera, dejará de ser eficaz por falta de energía vital.
-Salvo que me lo deje a mí en su testamento –insinué-. Así seguiríamos jodiendo al cantamañanas de turno indefinidamente.
Reímos como niños traviesos.
Cuando mi venganza hubo concluido, colgué los hábitos y me fui a Paris.
Vivimos felices en un pequeño apartamento del barrio latino hasta el 77, año en que regresamos a Barcelona.
Una vez aquí, alquilamos una planta baja en el barrio de Sants, y entonces Zac abrió una pequeña academia de música y se dedicó a escribir canciones. Blues naturalmente. No podía ser de otra manera.
-Lucy –inquirí-, necesito una prueba, algo tangible que disipe las dudas que la familia pudiera tener acerca de Zac.
Se levantó del sillón sonriendo dulcemente. Avanzó con energía, perdiéndose a lo largo de un estrecho pasillo. En ese instante comenzó a sonar una armónica. Di un respingo, me levanté impulsado por un resorte y fui tras sus pasos hasta llegar a un pequeño patio interior. Allí, sentado en una mecedora, tocando una vieja armónica que yo ya conocía, estaba el bluesman.