viernes, 13 de agosto de 2010

La caverna

En una oscura calleja de la zona norte de la ciudad, tras unas puertas de madera que te pueden partir la boca si no andas con tiento, tiene su sede una indefinible y oscura asociación cultural. Para la policía, fue allí donde se gestaron, donde, según algunos poco fiables indicios, se tramó la estrategia que, durante las celebradas fiestas anuales, que acabaron como el rosario de la aurora, dio pie a un estallido de violencia sin precedentes.
Después de detener a ciento treinta vecinos, con cuarenta y tantos de éstos puestos a disposición judicial, y otros cien atendidos de urgencia en el hospital del Valle Hebrón, a raíz de los enfrentamientos callejeros habidos aquella interminable y funesta noche; e interrogados todos los testigos imaginables, y tras tres días de intensas diligencias, el magistrado, expresándolo de modo coloquial, salió de esa línea de investigación con los pies fríos y la cabeza caliente, y con la población de la zona, en el mejor de los casos, tratándolo de imbécil integral.
Severino Formal, el desdichado juez que tuvo que lidiar con el caso, atrapado en un laberinto de versiones surrealistas y contradictorias, y un fiscal tonto del culo (por no suponerle oscuros intereses en el asunto) dio carpetazo a la cuestión y, por falta de pruebas, liberó a los vecinos detenidos. 
La fiscalía, según su portavoz (el fiscal Romerales Camarassa, azote de anarquistas, rojillos, alternativos, marginados, y demás fauna contestataria de aquel montaraz y cerril distrito) a pesar de estar convencida de que autores e instigadores eran nativos de la zona, a instancias del magistrado, baraja otras hipótesis.
Que la subestación de Telefónica ardiera por los cuatro costados a una velocidad de vértigo durante el viernes de fiestas, mientras un centenar de vecinos, en su mayoría jóvenes, al calor del incendio, y, al parecer, intoxicados con un potente alucinógeno, bailaban, a modo de regodeo o conjuro, una danza india en una plaza contigua al edificio en llamas, fue lo que despertó las iras y sospechas policiales y desencadenó el rosario de arbitrarias y violentas detenciones que sublevaron a los vecinos, y que, tras tres días de batalla callejera, dejaron un rastro interminable de barricadas y mobiliario urbano hecho escombros. 
Una imagen ampliamente difundida por los periódicos catalanes que perdurará para siempre en los anales de historia de la ciudad.
Por una vez, tuve suerte. Cuando, dos horas después de sofocado el incendio, una veintena de enfurecidos antidisturbios entraron a saco en La Caverna, me pillaron a punto de darle matarile a mi último cogollito de maría. Me lo zampé a toda pastilla y les regalé mi mejor sonrisa. Lo que no me libró de, junto a otros muchos socios, terminar la noche en la comisaría de Aiguablava.
Larga noche aquella. Noche en la que, en pequeñas oleadas, se fueron llenando los calabozos de vecinos despistados y medio pedo que no sabían qué coño pintaban allí.
El sábado a mediodía pude comprobar los profundos cambios que, debido al traspaso de competencias de seguridad ciudadana a los mossos d'esquadra, se habían producido en la comisaría:
En lugar del bocata de pan reseco con trasparentes lonchas de chopped de ínfima calidad, me dieron el mismo bocata de chopped pero salpicado de briznas de una sustancia roja que resultó ser tomate de lata. 
¡Visça Catalunya! –exclamé alborozado después de tragarme el primer bocado.
Los calabozos rebullían de gente, que, gracias al arresto masivo y el consiguiente trabajo extra para los agentes, habían conseguido conservar, en los poco concienzudos registros efectuados por los desbordados funcionarios, algunos colocantes lejos de los mossos. Era una fiesta por lo bajini.
Aniceto, un tipo grande de pelo corto y rizado, fue el único camarero de La Caverna detenido, pues los otros dos, gracias a su velocidad y menor volumen físico, consiguieron escaquearse por la estrecha puerta que daba al vestíbulo de la portería contigua.  
A las seis de la tarde, puesto que no encontraron ningún marrón que encalomarme, y trabajo no les faltaba, después de aconsejarme que me mantuviera alejado de la Plaza de Ángel Pestaña, me dieron bola.
Mientras el olor a zotal de los chabolos desaparecía bajo la ducha, me preguntaba qué habría sido del resto de socios de La Caverna.
Hice algunas llamadas…
Pasamontañas, guantes, zapatillas deportivas y ropa poco llamativa, me repetía mientras buscaba unas reliquias de los tiempos de la transición. 
Tres magníficos tirachinas y cuatro kilos de tuercas y bolas de cojinete, venerables recuerdos de una lejana guerra perdida en unos olvidados astilleros de Euskadi, fueron a parar a un viejo macuto negro…
Por desgracia, a causa de la edad no podía estar en primera línea, pero, al menos, armamento, munición y algo de experiencia si podía aportar.
Ya disponíamos de una lista de correo desde donde poder articular la resistencia y la ayuda material.
Prosperitat, sitiada por un perímetro policial, y otro formado por idiotas ávidos de titulares -sólo faltó “El Follonero”, fue lo suficientemente listo como para no asomar el morro un día de los que hay follón de verdad-, atardecía roja e inquietante…
Pero no hace falta seguir derroteros conocidos por todos. Los grandes medios de “comunicación” ya se encargaron de eso.
El caso, es que “La Caverna”, y la oscura asociación que la gestionaba, desde entonces, y gracias a los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, son conocidas y admiradas en los foros radicales de Internet. 
El garito se convirtió en un lugar de culto de la Barcelona Rebelde, y comenzó a salir en las guías internacionales con la etiqueta de ambiente radical y barriobajero. Jóvenes contestatarios, anarcos, alternativos y rojillos…son, según estas guías, los clientes habituales de La Caverna.
Nada de eso, pura exageración, en realidad, es un oscuro oasis donde pululan almas de artista, frikis y medio pirados, de los que, no sé por qué, nuestro distrito anda tan bien surtido. 
Músicos, escritores, diseñadores gráficos, palmeros, idealist@s sin remedio, y largo etcétera de canábicos militantes, que, una noche a la semana pueblan las escasas y deslucidas mesas, y se confunden con los parroquianos habituales en una creciente marea de conversaciones, viajando, como polizones, entretejidas en la humeante y radical atmósfera.
Un largo y estrecho túnel que limita al fondo con una pequeña barra, donde, en una esquina, sentado como una esfinge en una alta silla y apoyando la espalda contra la pared por si acaso, hay siempre un tipo gordito y con gafas jugando a los dados, eso es La Caverna.
Matador, otro de los camareros: sonriente, pequeño, amojamado y con patillas y greñas jevi metal, alterna su trabajo en el local con los fraseos de guitarra y cierta devoción por The Allman Brothers Band, que suenan todas las tardes de domingo mientras, escribiendo en una mesa solitaria, dejo trascurrir indolentes mis vespertinas horas dominicales. 
A su favor hay que decir que, aunque primera vista no lo parece, cuando se cabrea tiene bastante mala leche…
Los Inmortales, una conocida peña de heterogéneos rockeros jevis, tiene su sede en el local. En realidad, sólo están activos cuando llegan las fiestas. 
Su “Morcilla Rock”, una jevi y anticapitalista cena-concierto que organizan el lunes de fiestas es casi la única manifestación de su existencia.
Dado que, consecuentemente con el nombre, ningún inmortal ha palmado nunca, estuve a punto de solicitar la admisión. Pero cuando me enteré de que si alguno de los socios se ponía chungo de verdad lo dan de baja pasé de todo. Así cualquiera.
“Cefe”: bajito, con patillas y greñas jevi, coleta, gorra y color de piel de ave nocturna, es el camarero que menos se ve por La Caverna. Rockero con un toque siniestro y aficionado a las películas gore, viste siempre de negro.
Y si algún día, siguiendo el consejo de alguna de esas estúpidas guías, das con La Caverna, y te atreves a cruzar sus batientes y negras puertas, no te extrañe si los socios presentes te miran con desdén y el camarero de turno te manda a tomar por el culo sin contemplaciones.