miércoles, 23 de mayo de 2018

Wish here were 3

Me paré en seco en cuanto transcribí la primera nota. La borré inmediatamente, no era cuestión de ir anotando por orden cronológico -aunque la secuencia temporal pudiera tener algún significado no era el momento de tenerlo en cuenta-, así sólo obtendría una copia de las notas pero en formato xxxl.
Me eché la libreta en un bolsillo de la bata, y utilizando una de las sillas en plan taca-taca me acerqué hasta el escritorio, me senté, abrí el primer cajón y saqué una libreta nueva.
Adjudicarles un número y, en la medida de lo posible, anotarlas fielmente, me llevó tres largas y complicadas horas. Por fin estaban legibles y ordenadas, era el momento de pasar a otra fase del proceso; pero había perdido fuelle y el dolor continuo -sin ser severo- ya no me dejaba ver con claridad la finalidad de la tarea. Abatido, me dio por pensar que quizá no servirían de mucho. Un trabajo tedioso y de dudosa utilidad, me dije.
Fue entonces cuando una máxima de Sun-Tzu me atravesó: “No libres batallas que no puedas ganar. Este es un extraño fenómeno al que ya estoy acostumbrado, otra cosa era saber a cuento de qué venía la frase. ¿A cuento de Ámbar?, ¿de la historia?, ¿de las notas?, ¿de la grifa?

-Que lo dejes por hoy. Eso quiere decir. Y en cuanto a la historia: Déjate de circunloquios y busca a la mujer, cojones. ¿Una jovencita fetén rondando por aquí y no tenemos nada que decir?
-¿Más, Grillo?
-Mejor, tío. Has escrito buenas páginas en condiciones infrahumanas. En este caso, sin la perspectiva de una muerte inminente debería estar chupado. Tampoco has dicho nada del puto móvil.
-Pensaba pasar de ese trasto. Me ha recordado tanto a Ruido de Fondo... Y un toque de la muerte a veces ayuda...
-Hace diez meses que dejaste de mirar sus fotografías. Esas imágenes guardadas tan celosamente en el disco duro externo... El mismo tiempo sin atreverte a abrir el cajón donde guardas sus bragas y asumir que sólo son un recuerdo.
-Lo he intentado varias veces, Grillo; pero es como profanar el sarcófago de Nefertiti. O puede que el tiempo las haya convertido en una ominosa metáfora de sí misma, siempre en un cajón... Aunque, para mí, la imagen que mejor la representaría sería la de una mujer atrapada dentro de una burbuja luchando por ver más allá de su propio reflejo.

jueves, 17 de mayo de 2018

Wish you were here 2

Si ahora estuvieras aquí, encontrarías a un hombre abrumado por las circunstancias pero lleno de coraje.
Si ahora estuvieras aquí, lo verías programar este complicado y largo día asaltado por las dudas pero sin lamentos. 
Te sorprenderías al verlo sacar trabajosamente su pizarra, consultar una y otra vez su gastada libreta y -como un lunático- disponerse a transcribir -con una cuidada y diminuta caligrafía- aquel desmesurado tropel de breves y enigmáticas notas en el encerado. Lo sabrías resuelto ante la adversidad, si ahora estuvieras aquí.



lunes, 14 de mayo de 2018

Wish you were here 1

Al abrir los ojos vi las luces del alba asomar tímidamente por el ventanal de la cocina, había pasado la noche en el sofá. Me incorporé bruscamente para mirar la hora y la novela de Le Carré salió disparada hasta aterrizar -con bastante fortuna para ella- sobre la mesita, pero llevándose por delante la taza del té; que se hizo añicos al estrellarse contra el suelo. Eran la seis y diez.
Cogí el espray de Reflex del estante, me quité el calcetín izquierdo y le di unas cuantas aplicaciones al tobillo. Ahora sólo era cuestión de esperar unos minutos... Entonces sentí una fuerte arcada, me levanté a toda pastilla y, a pesar del tobillo y sorteando los restos de la taza, conseguí llegar al váter justo a tiempo. 
-Hoy va a ser un gran día -me susurré irónicamente en cuanto pude respirar-. Pero no seré yo quien le ponga mala cara. Qué se joda el destino.
Mientras escribía Ruido de Fondo aprendí a barrer sentado. Te sientas, das unos escobazos y haces un montoncito, arrastras un poco más allá la silla llevándote en montoncito con la escoba y así sucesivamente. Tardé diez minutos en recoger los restos de la taza. Y, por enésima vez, me pregunté por qué coño no había comprado todavía una silla de despacho con ruedas; ahora me iría de fábula.
Desplazarse por un piso a la pata coja es como tocar instrumento, un arte en el que sólo la práctica acabará determinando el grado de pericia del pringado de turno. Moverse lo justo, aprovechar bien todos los viajes, tener siempre lo más imprescindible al alcance de la mano y no ponerse demasiado pijotero pueden servir como pautas generales para los novatos atrapados en esta circunstancial y paralizante disciplina.
Pero las cosas no están tan chupadas si vives solo. La soledad en estas condiciones puede convertir cualquier actividad cotidiana en una caótica aventura de imprevisibles consecuencias. Lo más importante es la planificación -hasta la tarea más nimia la requiere-. No es cuestión de ir dando saltitos sin ton ni son a cada momento, en dos días la otra pierna comenzará a quejarse y podrías sufrir unos calambres que te harán olvidar que lo que tienes jodido es el tobillo del otro pie. 
Para evitarlo, una vez establecido el sofá como campo base, hay que ir colocando puntos de apoyo móviles -en este caso sillas- en los trayectos más frecuentes donde no los haya. Una disposición estratégica combinada: Con cuatro sillas plegables, un taburete de baño, otro de bar y el escaso mobiliario -cuarenta metros cuadrados no dan para mucho- debía diseñar una metodología que me permitiera desplazarme apoyando el peso del cuerpo en los dos brazos la mayor parte del recorrido, fuera el que fuera. En mi caso los estrictamente necesarios giraban en torno al eje sofá-baño-ordenador-cocina. Por suerte, hace unos meses -un lunes de trastos viejos- me tropecé con el taburete de bar unos portales más allá del mio, ahora me irá genial para “cocinar” y fregar platos. 
El cenizo del Enano estaba fuera de juego, si no fuera por ese cabroncete hubiera podido eliminar uno de los recorridos; pero el muy manta me tiene tomada la medida y siempre que se huele algo de curro le da un chungo. ¿Se le ha atragantado esta historia o sólo es una víctima más de la obsolescencia programada?
Eran las siete, y fuera llovía y llovía...
Ya tenía mi teatro de operaciones...

miércoles, 2 de mayo de 2018

Wish you were here

Entré en casa intelectualmente embalado pero absolutamente deslomado. Vacié la mochila, tiré el descalabrado paraguas a la basura, me quité toda la ropa, la metí en la lavadora, encendí el radiador, lo llevé hasta el lavabo y cerré la puerta. Desandé mis renqueantes pasos, me puse mi vieja bata azul, cogí un pijama limpio y lo dejé sobre el brazo del sofá. Fui hasta el cajón de la mesita donde guardo los condones y algunos medicamentos y pillé un rula de paracetamol y otra de diclofenaco, me las tragué a palo seco y me tendí sobre la cama con la esperanza de que, al menos, las punzadas más dolorosas amainaran en unos minutos.
Un buen momento para dar un repaso a las tareas que tenía por delante, y la primera y más importante era de tipo emocional. No soy rencoroso, pero cuando me molesto de verdad me suele durar lo suyo; y estaba francamente dolido ¿Cómo se le ocurre soltarme que me estoy riendo de ella? ¿Por qué clase de tipejo me habrá tomado? 

- Recuerda sus atenuantes, son de peso.
- Ya lo sé, Grillo.
- Pues deja atrás esos resquemores, no deben interferir en nuestro trabajo; y a estas alturas son una estupidez carente de utilidad, no nos hacen más feliz ni más fuerte; son un lastre inútil.
- Tienes razón. ¿Por qué te acabo dando la razón tantas veces, enteradillo?
- Soy el encargado de la empatía, de ponerme el lugar de los demás. Vamos a estar sin poder salir unos cuantos días y hay un montón de trabajo pendiente, así que menos humos y al tajo. Para narrar este embrollo sólo necesitamos dos cosas: Sinceridad y eficiencia.
- Lo primero una ducha bien caliente, después nos pondremos todo lo cómodos que podamos y le echaremos un buen vistazo a las notas de hoy. Hay un cacao de miedo.
- Esa es la onda, tío. Somos un buen tipo, que piense lo que más le convenga.
 

Treinta minutos más tarde estaba enfrascado delante de Vagabundo buscando una canción. La seleccioné, le di al play y en unos saltitos estaba en el sofá con un té bien caliente. Cuando comenzó a sonar “Wish you here were” -un tema cargado de interrogantes- abrí la libreta sonriente y me zambullí en aquel intrincado archipiélago.

El archipiélago era un guirigay de cojones... 
-!Mierda! -exclamé consternado-. Ésto va a ser un curro de chinos.
Era un caos. Salvo las notas que había tomado en el bar, más o menos sujetas a una secuencia temporal, bien articuladas y bastante concisas; el resto era un extenso catálogo de imágenes sin conexión alguna entre sí, al menos a primera vista. No me iba a quedar otra que tratar de sistematizarlas. En fin, debería categorizarlas y establecer algún tipo de patrón jerárquico. Y de postre intentar atribuirles alguna significación simbólica o emocional a todas ellas. 
-Joder Ámbar, el trabajo que me estás dando -musité aturdido-. Como no pille la onda pronto me puede llevar meses salir de aquí. Habrá que tirar de pizarra si quiero ver resultados a medio plazo.

(Lo más interesante de esta experiencia está siendo la interacción entre musa/lectora y relato, y, desde luego, a través de éste, conmigo. Estás inesperadas contribuciones están dando lugar a miradas nuevas.
La última ayer mismo: Al conectarme al feis después de un par de días sin hacerlo tenía dos peticiones de amistad pendientes. Cuando traté de echar un vistazo a los perfiles ya disfrutaban del cartelito de “no accesible”. Pero por la tarde ya había otra esperando. Esta vez era un tipo de Dubai que ofrecía servicios financieros, y en su portada, aparte de una indescifrable jeta de hindú calvito y medio devorado por los años, abajo, a la derecha -en minúsculas y entre paréntesis-, se podía leer: (babygirl).
A los dos minutos de aceptar su solicitud, en el chat apareció el aviso de llamada -un servicio del que sabe que no dispongo en el lugar donde me suelo conectar por las tardes-. Una, dos, tres veces en cinco minutos. Cerré la ventanita y sonreí, ya ha leído Ruido de Fondo. Tres o cuatro días atrás había colgado el fragmento nueve de  “Maldita sea mi estampa”, donde, a propósito de Ámbar, el protagonista le hace una confidencia a Alberti: “Está en otra frecuencia pero en la misma onda, Rafael”. 
A veces se hace querer...
Ámbar es una jovencita muy observadora y con bastante tiempo libre, aunque no muy dada a relacionarse; además, está francamente molesta -con razón o sin ella- con un servidor. No lo considero una ofensa, dada su particular manera de ser sólo era cuestión de tiempo que intentase trasformar una -al menos para mí- estimulante y seductora relación epistolar en una especie de disputa en la que yo no estaba dispuesto a participar. No tengo ningún interés en herir a nadie ni en que me hieran. “No me interesan las relaciones de dolor”, le dije.
Y desde luego tampoco me seduce la afición por ganar conversaciones ni la de competir con nadie. Las personas inseguras tienden por naturaleza a rivalizar por cualquier motivo, como los niños. En aquel momento no creo que fuera consciente de algunas de las cosas que hacía o decía, y no era saludable para mí quedarme a verlo. 
Ésto último quizá no lo ha entendido aún.)

Una vez establecida a grandes rasgos la magnitud de la tarea que me esperaba me dio un bajón del quince. Cerré la libreta abrumado. Pillé la novela de espías que tenía entre manos, me tumbé en el sofá, me tapé con una mantita y me dispuse a dejar atrás aquella sombría y descorazonadora jornada con los inquietantes agentes del astuto y viejo Smiley.

miércoles, 25 de abril de 2018

maldita sea mi estampa 9

Durante la animada conversación tuve un lapsus y acabé por perderme en mis pensamientos. Oscar se dio cuenta enseguida y me dejó estar. Sus voces se apagaron como si de repente me hubiera sumergido en un océano. Entonces, maldita sea, una voz de ultratumba -creo que la de Alberti- se coló en mi cabeza: -¿El final de tu novelita está a la vuelta de la esquina y dudas sobre el tono apropiado para el último capitulo, verdad? Recuerda..., tú y yo nunca fuimos a Granada.

No había pasado ni un minuto cuando solté una estridente carcajada y, acto seguido, pensando en voz alta, dije: -Con la rienda corta y el galope largo.
-¿Cómo? -preguntó Neus, sorprendida.
-No es nada. Acabo de tener una conversación más allá de la conciencia. Ando metido en una historia y a veces me ausento sin más. Quizá haya resuelto un problema, o puede que vaya más fumado de la cuenta; nunca se sabe.

-Has acertado, Ámbar es mi Granada. Está en otra onda pero en la misma frecuencia, Rafael.
Nunca llegaré a Granada... Pero... ¿Sabes?, con el polvo del camino voy escribiendo una historia.


-¿Postre o café? -preguntó Oscar, desbaratando mi ensoñación.
-No me cabe un postre. Descafeinado sin azúcar. Y un chupito de orujo de hierbas, así la jodo del todo por hoy; total, mañana será un mal día, con o sin chupito.

Salí a la calle a echar un cigarro. Seguía lloviendo, ahora de costado; el viento soplaba con fuerza calle arriba haciendo inútiles los paraguas. Pasaban unos minutos de las cuatro y el tráfico rodado comenzaba a desperezarse después de la tregua de mediodía.
Preocupadas por llegar tarde a la salida de los colegios, las mamás salían presurosas de los portales, y, desafiando al mal tiempo, abrían sus paraguas, apretaban el paso y se perdían rápidamente Bilbao abajo; y todo era gris, terrible, horriblemente gris, como una funesta y deslavazada metáfora de aquella desoladora mañana.
Regresé a mi mesa y saqué la libreta con un doloroso gesto de condenación, de pérdida y olvido. Me bebí el café, alcé el chupito y brindé simbólicamente con Oscar, que andaba tras la barra: -¡Por los corazones tristes! Salud, colega.
-¿Te pido un taxi?
-Ponme otro de éstos y dame diez o quince minutos. He de tomar unas notas antes de que las palabras se me amontonen. Las muy cabronas están vivas, y las mías concretamente no paran quietas y a veces he de meterlas en vereda, porque si se me desmandan ésto empieza a bascular entre la indignada cola de un peaje en hora punta y el indescifrable barullo de una olla de grillos.

lunes, 9 de abril de 2018

Maldita sea mi estampa 8

Pasaban unos minutos de las tres cuando crucé la puerta del bar de los Castellers. A esas horas estaba prácticamente desierto, un parroquiano jugando en la tragaperras y otro sentado junto a la barra con un vermú negro delante eran los únicos clientes, me acerqué renqueando hasta la esquina donde fregaba unas tazas la camarera y le dije: -Buenas tardes. 
-Buenas tardes.
-¿Está Oscar por ahí?
-Está en la cocina, ahora lo aviso. ¿Quién le digo que pregunta por él?
-Mario, un viejo amigo.

Di una rápida ojeada al local, y, tras quitarme el tres cuartos y colgarlo sobre el respaldo de la silla más próxima al radiador, acabé sentado en una mesa desde donde, a través de una gran cristalera, podía ver el amplio y profundo espacio -a medio camino entre el gimnasio y el local de ensayo- ahora desierto; donde palpita, varias veces por semana, el bravo corazón de los Castellers...

-¿Cerveza o menta poleo?
-Mejor cerveza. A tomar por culo, hoy me salto la cuota.
-Joder, tío ¿Qué te ha pasado? Eres la viva imagen de la derrota. Por mi madre que haces una pinta de haberte fugado esta mañana de un campo de refugiados sirios que te cagas. 
El tipo que se encarga de la documentación falsa suele llegar sobre las cuatro. Mientras lo espera estaría bien que se adecentara un poco en el lavabo, dará menos el cante. Y luego, si no tiene inconveniente, lo invito a comer...
-Eso, cabrón, tú ríete.

Le hice caso, y a la vuelta del aseo unos minutos después la mesa ya estaba dispuesta. Me dejé caer sobre la silla y, dando un profundo suspiro, me lancé sobre la cerveza y las gambas saladas como si llevara sin jamar bien toda la vida.

-¿Libritos o pollo a la plancha con pimientos? -preguntó Oscar desde la puerta de la cocina.
-Libritos va a ser que no. Paso de segundo literario, ya he tenido bastante por hoy. Sí es pechuga mejor, tío.

La camarera trajo un tapa de anchoas, una botella de vino tinto y una canastita de pan integral. Era una vieja amiga de Oscar. Una treintañera morena, alta y bien parecida que solía llevar, tiempo atrás, un peinado a lo batasuno; la conocí hace unos años en el Rock&Trini durante un concierto de hardcore que organizaba la radio. Ella quizá no me recordara, pero yo sí; aunque tardé un poco en desempolvar su nombre, sin duda alguna, esos espectaculares ojos verdes sólo podían ser los de Neus.

-Ha tenido que ser muslo, pechuga no quedaba.
-Ya. Hoy por aquí la única pechuga comestible es la de Neus. No hay más que verla.
-De primero tenemos arroz con setas y gambitas -dijo Oscar, dejando sobre la mesa la bandeja con el primer plato-. Te he traído una taza de caldo bien caliente, a ver si te quita la pinta de moribundo que arrastras.
-No sé qué hago en su barrio. No ha sido una buena idea, estaba cantado que me iba a poner chorreando. Mientras no pille una pulmonía...
-¿En el barrio de quién? -preguntó intrigado mientras se levantaba en busca de la botellita de gaseosa que había olvidado en la barra.
-De Ámbar. Estoy escribiendo una historia y la musa vive por aquí. De hecho, lo único que he sacado en limpio es eso. Ha sido una pesadilla, Oscar, una pesadilla. Primero han intentado sirlarme en el parque, luego he tenido un accidente y el paraguas y un tobillo han pagado las consecuencias, después, nada más salir de aquella maldita encerrona verde, mientras esperaba en un semáforo un coche me ha puesto chorreando...  Encima ha llovido casi todo el tiempo. 
Venía lleno de entusiasmo y me iré hecho una mierda. Si no fuera porque la he visto fugazmente, he podido certificar su pertenencia a este barrio y quemado de paso un montón de karma chungo, me cagaría en todo.
-Joder, tío, qué mala suerte.
-En el fondo, Oscar, creo que el cuento ese del karma muchas veces sólo es la mejor coartada disponible para orientalistas de pastel incapaces de hacer el más mínimo esfuerzo por cambiar un ápice sus vidas. En fin, es lo mismo. ¿Cómo va por la radio?
-Regular. No termina de arrancar después del último parón. Así que una musa, eh -concluyó dibujando una sonrisa maliciosa.
-No hay caso, es fruta prohibida.
-¿Casada? -preguntó, volviendo a dejar sobre la mesa la botella de vino después de llenar generosamente tres vasos-. ¿Un poco de gaseosa?
Asentí con la cabeza y contesté: -Eso como mucho sería fruta reservada, no prohibida. Es fruta delicada y absolutamente joven colgando de una rama muy alta y frágil, y mi menda hace mucho que, a pesar de soñarla, no la espera; aunque, eso sí, me sigue poniendo un montón.
-Ya me imagino...

En ese momento, Neus, trayendo un pequeño mortero de alioli se incorporó a la mesa y aparcamos la conversación. Se sentó junto a Oscar, y, mientras se servía el primer plato y probaba el vino, fue haciéndome preguntas hasta que recordó dónde y cómo nos habíamos conocido. ¿Punk-rock acelerado o hardcore melódico? ¿Te acuerdas de aquella noche? ¿De aquél peñazo de grupo?

martes, 3 de abril de 2018

Maldita sea mi estampa 7

Subía por Soler i Rovirosa a buscar Clot cuando me acordé de Oscar -un viejo compañero de la radio-, trabajaba de cocinero en el pequeño bar-restaurante del local de los Castellers. La calle Bilbao no estaba lejos y hacía siglos que no nos veíamos. Era una buena opción. 
Apoyándome en el paraguas y a paso de tortuga giré en Clot dirección Sagrera mientras mis ojos iban de una acera a otra buscando un cajero. El tráfico rodado había caído en picado, y a pesar de las molestas e inesperadas rachas de viento, la gente volvía a transitar presurosa por la calle; el sol asomó el morro tímidamente un par de veces, pero viendo el percal, supongo que decidió largarse definitivamente. 
El viento por fin cesó, y un gris brumoso y húmedo, metido en el deslucido papel de piadoso, pero amortajante manto, comenzó ha instalarse cómodamente sobre la compacta y cenicienta pátina de aceras y edificios; entonces el palpitante olor del asfalto mojado se apoderó finalmente de mi paisaje...

-Para una vez que me la encuentro menudo papelón, se va a reír toda la vida.
-Joder, tío. Deja que se ría a gusto. Si la cosa le ha alegrado un poco el día ya nos vale. Seguramente no tiene nada más divertido que hacer a estas horas. 
-En realidad me preocupan más las notas.
-Un galimatías, como siempre.
-Como siempre, Grillo; como siempre.

Fue nada más salir del cajero cuando nos cruzamos. Lo cierto es que no la vi venir, estaba cansado, tenía frío y andaba perdido en cavilaciones. Esta vez no le dio tiempo a cambiarse de acera y tampoco se cubrió con la capucha de la trenka. Sin pararme, le dediqué un convencional, y creo que sonriente “Hasta luego”, al que ella respondió con un “Hola” o un “Adiós”; no estoy muy seguro. Su voz se me enredó con la desbordante y desenfadada cháchara que invadía aquel tramo de calle desde de una tienda de frutas y verduras cercana cuyas coloridas cajas invadían parte de la acera. 
Habría sido un momento ideal para intercambiar unas frases, pero me contuve y acabé por no hacerlo; la inapelable imagen -nada más verme- de un rostro angustiado con la mirada febril y cargada de temor, y ella apretando el paso a la desesperada hasta desaparecer instantes después, como un fugitivo, entre la anónima multitud de un concierto de verano en el patio de Can Basté aún se deja caer de vez en cuando por mi memoria. 
Por otro lado, las probabilidades de tropezarse con alguien teniendo sólo el referente de su instituto, y a pesar de haber evitado expresamente dicho lugar y sus alrededores, son muy, muy remotas; además durante la única mañana que ando por aquí, y dos veces nada menos. Aunque también hay que tener en cuenta su gusto por los paseos bajo la lluvia, que las aumentaban...
Con la tontería creí haberme pasado de calle y no hubo más remedio que preguntar en un bar. Pedí un cortado, pegué una de las meadas más largas de mi vida y tuve la oportunidad de mirarme a los ojos en un espejo. Penoso, fue penoso. Eran los de un vagabundo, de sí mismo, desde luego; pero vagabundo al fin y al cabo. 

lunes, 26 de marzo de 2018

maldita sea mi estampa 6

Llovía profusamente, pero a rachas. La gente había desaparecido de las calles, era un bello espectáculo: El vigoroso y poco frecuente vacío de una bulliciosa ciudad mediterránea barrida sin piedad por la lluvia y el viento. Una imagen espectral de un mediodía inhóspito y malcarado. 
Pensé en todas esas almas solitarias que adivinaba tras los cristales y los balcones vacíos, ese acomodaticio enjambre de hombres y mujeres atrapados sin remedio en hipnóticas y superficiales tormentas de imágenes, soportando un inagotable cascada de productos y servicios inútiles día tras día. Miles y miles de cuerpos confinados por la rutina y el desasosiego que nunca sienten la necesidad de asomarse al mundo que los envuelve; ni los arrastra jamás el imparable impulso animal de sentir y respirar el fresco y salvaje olor de una tormenta. 
Deshabitados y vencidos tras robarles la capacidad -entre otras muchas- de admirar o dejarse llevar por la implacable y áspera belleza de una gran ciudad a merced de los elementos, dormitan y malbaratan gran parte de sus vidas en sus “seguros” cubículos; recordando únicamente la postrera imagen servida por una pequeña pantalla donde no hay lugar para sus sueños.
Como un autómata, salí de mi espejismo en cuanto escampó; gratamente sorprendido por la asombrosa capacidad de maravillarse que aún conservan mis ojos de perro viejo.
Miré el reloj, las dos y media. Desvariaba, estaba a punto de pillar una pulmonía y tenía un hambre de lobo.

sábado, 24 de marzo de 2018

maldita sea mi estampa 5

Salí por Escultors Claperós y giré a la derecha para ir a buscar Flandes de nuevo. Después de caminar un trecho comprendí que alguna cosa no iba bien y me paré junto a un semáforo para orientarme, pero con el pedo que llevaba, más que orientarme me quedé clavado en el sitio incapaz de tomar una decisión. 
Y la lluvia comenzó de nuevo, esta vez sin contemplaciones. Abrí el paraguas a toda prisa, pero no me sirvió de mucho, el agua entraba a sus anchas por aquella tela llena de agujeros. Me miré apenado, parecía un indigente a merced de los elementos intentando recordar dónde está la esquina de su cajero; cuando levanté la cabeza miré hacia atrás convencido de que me había equivocado de mano al salir del parque y Flandes estaba en dirección contraria; entonces la vi bajo un paraguas amarillo, la reconocí sin ninguna duda, aquellos pasos largos y decididos tan suyos son inconfundibles. Llevaba el pelo suelto, un pantalón oscuro, una trenka gris perla que le sentaba divinamente y unas botas negras de media caña.
Me quedé petrificado, caminaba en mi dirección por la otra acera y no tardaría ni veinte segundos en pasar por delante de mis narices. Y yo allí, como un gilipollas, rezumando agua debajo de un paraguas tronado -tal vez improvisando sin querer una patética representación de ducha callejera de corte surrealista, o quizá desplegando una abochornante escena del colmo del desamparo pasado por agua-; sin tener dónde meterme ni tiempo para reaccionar.
- Vaya tela, menudo embolado; solo me falta el cartón de tinto Don Simón -me dije entre dientes.
Estaba tan absorto que no vi venir el coche, iba bastante rápido y atravesó de lleno el charco muy cerca de la acera; levantando a su paso una espesa cortina de agua que, cómo no, me dio de lleno. Chorreando y abochornado volví a mirar a la acera de enfrente, ella acababa pasar justo por delante del semáforo; y juraría que la tía se iba riendo. 
No era para menos, fue un espectáculo tan desolador que en aquel momento me habría pegado un tiro. Hacer un Larra hubiera sido una salida airosa de aquella infernal y acuática mañana. A primera vista puede parecer una contradicción, pero créanme, el averno hidrológico existe; vaya si existe.  
Crucé la calle, y, sin subsanar mi error, avancé sufridamente en la misma dirección unos cincuenta metros más, entonces encontré refugio bajo el voladizo de un edificio contiguo a la esquina con Soler i Rovirosa, cerré con un suspiro de alivio el paraguas y me dispuse a esperar el final del chaparrón dándole matarile mi último porrito.

jueves, 22 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa 4

En los cinco o seis segundos que tardé en reaccionar había dejado de llover como por ensalmo. Una falsa alarma, si no hubiera tenido tanta prisa en ponerme a cubierto ahora estaría sentado cómodamente junto al lago. Me di la vuelta y traté de mover con cuidado los dedos del pie izquierdo. Bien, en principio no tenía nada roto. Me incorporé apoyándome en el brazo izquierdo -el codo derecho había absorbido casi todo el impacto de la caída y no era cuestión de ponerlo a prueba en aquel momento-, me puse de rodillas, y descargando casi todo el peso en la pierna derecha me levanté; después di un tímido primer paso, desensarté el paraguas -estaba clavado en el arbusto como un Cristo de pacotilla-, y, apoyándome en él, caminé lentamente hasta el banco más cercano pensando en lo poco que había faltado para que el ensartado fuera yo.
El tres cuartos chorreando, lo mismo que el pantalón rodillas abajo, la gorra estaba bastante seca, aunque lucía un pegote de hierba en la visera. De mi salvador paraguas sólo puedo decir que palmó en una valerosa acción suicida, como los héroes; pero acabó hecho un colador. La pequeña mochila impermeable junto con su contenido fue lo único que salió indemne de aquel desafortunado accidente. Lo más importante estaba intacto.
Visto el percal, lo más conveniente, si quería salir entero de aquel maquiavélico y verde microcosmos, era planificar con cuidado mis próximos movimientos, así que abrí de nuevo la mochila, saqué un paracetamol, una cocacolita y un petardo y me dispuse a valorar seriamente la situación.
A estas alturas no cabía duda alguna de que mis pretensiones narrativas se habían ido a tomar por culo nada más entrar en el parque, pero el único responsable era yo mismo. No se me había perdido nada en aquel barrio, sólo perseguía un sueño; aunque vaya mojado, cojo, dolorido y bastante pedo y me parezca tan real, Ámbar seguramente ya no existe; quizá nunca existió, sólo fue un sueño.

-¡Uf, no seas gilipollas, claro que existe! Y tiene un abrir y cerrar de ojos que parece un abrir y cerrar de paraguas. No como ese colador que llevas ahora, sino uno nuevo y espléndido. La mañanita te ha dejado hecho polvo ¿Y qué? Anímicamente estás jodido y no ves las cosas claridad; no es el momento de evaluar nada, sino el de salir enteros de esta siniestra emboscada urbana en que nos has metido, julandrón.
-Tienes razón, Grillo. Lo primero es salir de este puto parque antes de que nos parta un rayo. 

lunes, 19 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa 3

No había ido hasta el Clot para despotricar sobre la excéntrica cofradía de la pluma -bastante tenemos cada uno con lo nuestro-, sino para evocar una ausencia; pero la insólita irrupción del tontolaba fumeta me había descolocado. Es una de las servidumbres, o puestos a ser más precisos -ya que estamos en Catalunya-, de los peajes que has de apoquinar si quieres escribir pegado al territorio como una lapa.
Entonces me dije en voz baja: -Un bucólico paisaje con jovencita de uñas al fondo.
Así debería ser esta romántica incursión por los inexplorados caminos de su parnaso, pero, por si alguien todavía no lo sabe, no somos dueños de nuestro destino. Aunque todavía estoy a tiempo de enmendarle un poco la plana.
Y me eché a reír como un poseso...
El origen primigenio de mis deseos insatisfechos menos confesables vivía por allí cerca. Y gracias a nuestros chateos sabía que frecuentaba asiduamente aquel parque, pero nunca por las mañanas -eran sus horas de estudio-. Además, el Donut está tope de lejos. Ningún estudiante asoma el morro por aquí durante la hora de patio. No quería que mi presencia pudiera incomodarla. A saber cómo lo interpretaría.
Busqué con ahínco la luz de su mirada en sus lugares preferidos, los más recónditos del parque; pero fue su tímida y sosegada voz entonando una conocida balada lo que creí oír junto al lago. Aquella cálida y distante melodía sonó tan voluptuosa como el irresistible y fantasmagórico canto de una sirena, y se desvaneció en unos segundos...; sólo fue una resonancia emocional, el eco de su voz orbitando en mi cabeza...
Entonces empezaron a caer unas gotas enormes. ¡Mierda!, señal de chaparrón inminente. Recogí mis cosas rápidamente, abrí el paraguas y, por acortar camino, me dispuse a cruzar a toda prisa por donde no debía; fue una pésima idea. Tropecé con el pequeño bordillo del parterre, sentí un dolor agudo en el tobillo izquierdo y trastabillando me fui directo contra un arbusto espinoso, interpuse el paraguas, me escoré a la derecha y caí de bruces sobre la  hierba.

viernes, 16 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa 2

Volví a la libreta, aunque en vano, pues la sentí lejana y amenazante; en estos casos, ya que mi energía parecía haberse esfumado tan veloz como el brodel, lo mejor es dejarla enfriar. 
Está más que demostrado que birras y canutos se potencian mutuamente, y doy por sentado que escribir en esas condiciones suele requerir espacios reducidos o un clima más apacible. 
Porque en este gremio, como demuestra la historia, los hay que son capaces de escribir en condiciones realmente trágicas; los románticos del diecinueve -por poner sólo un ejemplo- suspiraban por una tuberculosis que los matara lo más lentamente posible, y los supongo imbuidos del noble propósito de disponer de tiempo suficiente para ponerse hasta el culo de opio y/o absenta y de paso escribir una obra lo más extensa y desamparada posible.
Pero los tiempos han cambiado mucho, ahora podemos observar: A un lado la palabra vana y/o servil -vigorosamente empujada por los intereses de la industria-, un insulso y paniaguado rebaño de oportunistas, lameculos y soplapollas más o menos mediáticos; al otro un ejército de jóvenes y refinados filólogos, una hermética y torturada pandilla de sobrados empastillados trabajándose sus sofisticados y tormentosos universos lo mejor que saben. 
Estos últimos se caracterizan -salvo honrosas excepciones- por tratar a los no filólogos como intrusos, meros sin papeles en el exigente mundo de la palabra. Un selecto cosmos donde sólo ellos, la élite facultada por la autoridad académica competente, debería tener derecho a campar a sus anchas. 
Y en tierra de nadie un páramo desolado, donde una ingente y sufrida pléyade de almas insatisfechas persigue, con más voluntad que fortuna, quimeras y adjetivos; escupiendo versos o palabras se van dejando la vida, y, desgraciadamente, en los tiempos que corren, algunos también la libertad; ahí están los rebeldes, los poetas, los raperos y un montón de soñadores como yo.

miércoles, 14 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa 1

Miré la hora, ¡mierda! las once y cuarto pasadas. Terminé de repostar en cuatro ávidos tragos y un par de rotundas caladas y me puse en marcha rumbo al Parque Central del Clot. Si la musa pasa de venir, mi menda, aunque sólo sea simbólicamente, irá hasta ella; y el verde paisaje de aquel parque durante una mañana gris de chubascos mortecinos e intermitentes es la mejor metáfora que me he podido agenciar para intentar recrear el urbano y melancólico parnaso de mi perdida Ámbar. Aunque tiene una pega, está demasiado cerca del Donut -su instituto-. -Pero nada es perfecto. Lo de siempre, habrá que apañárselas con lo que hay -murmuré como si conversara con alguien. 
Volví sobre mis pasos hasta el cruce con Clot y continué por ella bastante achispado, como demostraba el ritmo alegre y decidido de mi caminar mientras sonaba en mi cabeza el “Riders in the storm”. A ratos me dejaba llevar por ella y tarareaba el estribillo por lo bajini para sorpresa del resto de peatones, sobre todo cuando coincidía con alguno en las frecuentes e inevitables esperas semafóricas. En la esquina con Flandes giré a la izquierda, y al instante, un par de calles más abajo, vi asomar el apacible verde del parque anunciando el inminente fin de mi caminata. 

Estaba valorando la utilidad o no de contar un desafortunado incidente que me tocó presenciar justo antes de entrar en el parque, cuando tuve una repentina falta de aire, luego, durante unas décimas de segundo, la profunda oscuridad de la nada seguida por un doloroso flashback que me retrotrajo a la noche más larga y angustiante de mi vida. La ominosa y escalofriante noche en que mi yo acabó estallando en mil pedazos. Después un plácido torrente de bucólicas representaciones mentales secuenciales se puso en marcha, hasta que, súbitamente, los grandes ojos azules de mi desaparecida hermana se solaparon fugazmente con los radiantes ojos castaños de mi perdida musa. Fue un golpe devastador, mis manos comenzaron a temblar incontroladamente y un vértigo espeluznante se apoderó de mí, me levanté con cuidado, y caminado como un zombi me acerqué al parterre más próximo y vomité las entrañas. 
La herida acababa de sangrar, y a partir de ese momento, raudas e implacables, las imágenes se fueron sucediendo vorazmente una tras otra sin darme tiempo material para retenerlas o anotarlas. Escribía todo lo rápido que podía procurando, en la medida de lo posible, no dejarme nada importante en el tintero y que el resultado fuera legible a posteriori sin demasiados esfuerzos.
Aquel simbólico y lúcido torrente de emociones me trasportó durante unos minutos más allá de mi mismo, dando paso a una suerte de extraño desdoblamiento desde el que pude acceder sin ningún temor a una peligrosa e insondable fuente de energía psíquica de la que no supe nada hasta que la experimenté por primera vez con los cuarenta y siete cumplidos. Un lugar tenebroso, deslumbrante, inhóspito, mágico, maravilloso y aterrador; desencadenando una atropellada y febril actividad que no perdió ni gota de pastilla hasta cuarenta minutos después.
Mola un montón si no te quedas unos díitas penchado, pero te deja hecho polvo. Abrí la segunda garimba y le di candela al cuarto garibolo pensando en que, a no tardar mucho, habría que plantearse el plegar velas y papear alguna cosa.
A sabiendas de que en entre ellas -si llegaba a descifrarlas correctamente- casi siempre se enmascara un poquito de oro puro, estaba echándole un atento vistazo a las frenéticas notas que había tomado cuando una voz intempestiva me hizo perder la concentración:  

-Muy buenos días ¿Sería tan amable de invitarme a eso tan rico que fuma, brodel?
Levanté la vista un instante y volví a lo mio como si tal cosa.
- Usted no sabe con quién esta hablando. Haría bien en entregarme la hierba que lleve encima.
- Yo no soy tu brodel, tío primo.
-¿No lo va a hacer? ¡Aténgase a las consecuencias, pues!
Aquello fue demasiado. Definitivamente, no era un buen día para el brodel. Me levanté, y con mucha parsimonia me quité el tres cuartos y lo dejé sobre el banco, abrí el macuto, saqué mi vieja navaja, me la eché ostensiblemente en el bolsillo, salí de detrás de la mesa, dí unos pasos hasta él, y, a la vez que lo invitaba con un enérgico gesto del brazo, le dije en tono animoso: - Venga conmigo, brodel. Vamos a matarnos detrás de esos arbustos.
El brodel desapareció tan rápida y furtivamente como había llegado.

De las cerca de treinta mil personas que viven en el barrio del Clot, tuvo que ser un friquimangui fumeta el primero en abordarme. Éstos imprescindibles lunáticos montapollos patrullan sin descanso por todos los espacios verdes de la ciudad, supongo que huyendo a su manera de la turba de convecinos que lo persigue día y noche; de vez en cuando los ves pasar con un ojo morado o un brazo en cabestrillo, un llamativo efecto secundario que parecen sobrellevar como si fuera consustancial a la ineludible resaca de su última salida de copas.

sábado, 10 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa (final)

Mientras el taxi tomaba la Meridiana rumbo a Concepción Arenal, Pº Valldaura y Artesanía, pensaba en los penosos días que me esperaban, esos interminables días de dolor, sin poder dar un paso sin sentir aquel punzante latigazo que subía como un relámpago desde el tobillo hasta la cadera. ¿Cuántos serían esta vez?
Conforme el taxi me acercaba a casa, el menda comenzó a plantearse su futuro más inmediato, y me felicité porque ahora al menos lo más esencial lo tengo a cien metros de casa: Una farmacia, un bar con máquina de tabaco y conexión a Internet y una panadería donde además puedes comprar cerveza y refrescos. De lo demás estaba surtido, desde hace tiempo soy precavido con estas cosas, el hecho de vivir solo con un tobillo como el mío te hace tener el congelador bastante lleno, incluso procuro tener siempre en palanca unos pocos gramos de hierba para estas paralizantes emergencias; pero si la cosa se alargaba más de siete u ocho días...
El taxi giró y tomó Valldaura arriba, entonces, no sé por qué, temí haberme dejado la libreta en el local de los Castellers, y asaltado por un profundo desasosiego abrí la mochila a toda prisa para comprobar si estaba allí, pero no la encontré y le dije al taxista que parase un momento; que era posible que tuviéramos que volver porque me había dejado una cosa importante. Miré en vano los dos bolsillos grandes del tres cuartos, y cuando ya estaba a punto de decirle que teníamos que regresar a la calle Bilbao recordé el bolsillo interior de la mochila donde siempre guardo los porritos, lo abrí y al instante suspiré aliviado, estaba allí. Aquellas inconexas y prolijas notas eran lo único que tenía en el mundo. 
Me dejó en la esquina con Vía Favencia, andé lastimosamente unos poco metros calle abajo, entré en la farmacia y le pedí a Ramón el espray de siempre, lo guardé en la mochila y salí para meterme inmediatamente en el comercio de al lado, donde compré dos grandes bolsas de pan de molde, después volví sobre mis pasos y al llegar a la esquina entré en el bar a sacar tabaco.
Recorría penosamente el tramo del bar hasta casa cuando comenzó a llover de nuevo, exasperado abrí lo que quedaba del maltrecho paraguas y miré la hora; eran las cinco y media de la tarde. Mierda, menudo día, ese puto barrio está gafado; o quizá no sea cosa del barrio, también cabe la posibilidad de que me estén haciendo vudú o haya meigas en el ajo. 
Tarareando de nuevo el Riders in the storm, calado hasta los huesos, cojeando y medio beodo entré en el portal y encaré los siete escalones que me separaban de mi rellano sin saber a ciencia cierta qué me esperaba ni cuánto tardaría en poder salir de allí. 

miércoles, 7 de marzo de 2018

Apunte

Quizá estaba avergonzada por haberse acostado conmigo. No era para tanto, no es tan raro como parece a primera vista. Todavía conservo en la memoria el recuerdo de una fascinante experiencia veraniega en Blanes cuando tenía diecisiete:
Aquel mes de julio, por primera vez, pude pasar unos días de vacaciones con un amigo. Pascual y yo trabajábamos en el mismo taller de impresión desde que un servidor había entrado en Bruguera un par de años atrás. Y recuerdo, casi como si fuese ayer, cómo se nos ocurrió pegarnos unas vacaciones juntos en lo que entonces era un paraíso estival lleno de extranjeras.
Estábamos limpiando las barcas -unas largas, estrechas y acanaladas bandejas metálicas rematadas por una cuchilla exterior recubierta de caucho que iba de un extremo a otro de la pieza. Se usaban para recoger los restos de tinta y disolventes cuando lavábamos las baterías- uno frente a otro, era uno de los mejores momentos para charlar y fue allí donde, creo que fue él, sacó a colación el tema de escaquearnos de la familia y pasar unos días de marcha en un camping de Blanes.
Bien, playas llenas de tías, mucho sol y noches interminables. De hecho sólo usábamos el camping para dormir y ducharnos. Por las noches -antes de irnos a bailar- solíamos tomarnos un pelotazo en un bar de un bloque de apartamentos próximo.
La segunda noche mi amigo encontró compañía y tuve que regresar solo. Pero la cuarta o quinta noche decidimos ir a la pequeña disco de la manzana de apartamentos donde nos tomábamos el pelotazo de antes de salir. Aquella inolvidable y voraz noche tuve la suerte del principiante.
El garito no era gran cosa, pero sonaba la música que más nos iba -rock de finales de los sesenta y primeros de los setenta- y había bastantes tías; no tantas como en las grandes discos más cercanas al centro, pero no estaba mal. El surtido de jovencitas no era tan amplio como en el de las primeras, pero el ambiente era inmejorable: Una pista central atestada, la barra un constante ir y venir de bronceados femeninos, unos cuantos apartados cuchicheantes y oscuros llenos de ardientes sofás de color salmón, más oscuros y cuchicheantes cuanto más te alejabas de la pista.
Llegó sobre las doce y media, se sentó en una esquina de la barra y pidió una copa, debía ser algún combinado raro, pues lo servían en unas copas muy monas; nada que ver con el vaso de cubata de toda la vida. Llevaba un corto vestido de color amarillo tostado con un estampado salpicado de flores en tonos ocres, de escote insinuante y orgulloso, pero no descarado. Combinaba perfectamente con el castaño claro de su pelo, una melena informal con tendencia a rizarse un poco en las puntas.
Mi amigo era menos tímido que yo y enseguida pegó la hebra con una y se fue a bailar. Entonces no me quedó otra que sentarme en la barra. Esperé a que se acercara el camarero, compré tabaco, encendí un cigarro y miré a mi alrededor. Ella seguía sentada en el taburete de la esquina con su inacabable combinado. Parecía aburrida, no paraba de consultar su dorado reloj de pulsera. Por lo visto había venido sola, o puede que le hubieran dado plantón. Yo la admiraba discretamente de tanto en tanto, pero llegó un momento en que nuestros ojos se cruzaron. Al instante miré azorado hacia la pista, mi amigo ya no estaba allí, o andaba por algún rincón o había ligado y ya no volvería a verlo aquella noche.
Entonces me tocaron el hombro, y al darme la vuelta la tenía delante con un cigarro en la mano.

- ¿Tienes fuego?
- Sí, sí.
- Parece que tu amigo es un chico con suerte -dijo -en un buen castellano con ligero acento francés-, mientras yo sacaba el encendedor-. Ah, lo siento, me llamo Marie.
- Qué casualidad, yo soy Mario.
- Vas a ser un hombre atractivo.
- ¿Sí? Pues es una lástima, porque tú estás que te caes de buena ahora -le respondí, algo picado.
- Gracias. Me gusta tu estilo ¿Te puedo invitar a una copa?
- Desde luego. Que sea un gintonic.
- Pues vamos.
- ¿Adónde vamos?
- A mi apartamento. Con un poco de suerte podrás comprobar si estoy que me caigo de buena o no – me contestó, soltando una risita.

A veces una frase afortunada en el momento oportuno decanta una situación, y aquella vez di en el clavo. Empezamos a meternos mano desesperadamente mientras el ascensor nos subía hasta el octavo piso. Cuando llegamos a la planta estaba de rodillas terminando de quitarle las bragas.
Nada más cerrar la puerta del apartamento me confesó que tenía treinta y nueve, pero puede que fueran algunos más. Sin salir apenas de aquel pequeño estudio, pasamos juntos los ocho días que le quedaban de vacaciones. Fueron gloriosos, de la cama al sofá de la terraza y viceversa, mañana, tarde y noche, y no importó en absoluto la cuestión de la edad; ella se benefició de mi ardor juvenil y yo de su soledad y experiencia. Nunca olvidaré a Marie, era una jungla.

lunes, 26 de febrero de 2018

Maldita sea mi estampa

A finales de enero estaba completamente abatido. El desgraciado acontecimiento del día de Navidad, donde perdí a un ser muy querido, seguía pesando como una losa. Aquel desdichado suceso, no por anunciado menos doloroso, me consumía el ánimo cuando estaba solo en casa, y, sin ningún género de duda, me nublaba el buen juicio a la hora de sopesar otros aspectos de mi vida emocional; entonces, sin pensármelo dos veces, tomé la insólita decisión de acercarme al barrio del Clot. Puede que allí, sintiendo más próximos los distantes ojos castaños que tantas horas de sueño me habían robado, recuperara parte de la ecuanimidad perdida.
La mañana del día siguiente, después de desayunar y lavarme un poco, encendí un cigarro y me acerqué a la estantería, cogí el marco de su fotografía, y, con mucho mimo, le quité el polvo, le puse un poco de limpiacristales y le di un repaso con un trapo limpio. 
Iba a dejarlo en su sito cuando, obedeciendo a un extraño impulso, lo sujeté tiernamente con ambas manos, me lo acerqué a los ojos y le susurré: - Por supuesto que eres excepcional, yo no pierdo el tiempo escribiendo sobre la primera que me busca las cosquillas tenga la edad que tenga.
Tras liar unos porritos miré el reloj, acababan de dar las diez. Hora de abrirse, cogí mi pequeña mochila, metí la cartera, las gafas, el bolígrafo y la libreta, me abrigué bien, agarré un paraguas y salí hacia Canyelles en busca del V27.
Tres cuartos de hora más tarde el bus franqueó la Meridiana por Espronceda, dejé pasar la primera parada y bajé en la siguiente. Cogí calle abajo durante un par de minutos, crucé Mallorca y unos pocos metros más adelante me salió al encuentro la calle del Clot, donde giré a la derecha en dirección a Glorias.
No había recorrido ni doscientos metros cuando me tropecé con un badulaque, hice un alto y entré a pillar unas latas bajo la aletargada mirada de un venerable sikh transido de frío y sentado detrás de un mostrador atestado que parecía recién salido de un enigmático y profundo trance, seguramente provocado por el hecho de haber estado viendo durante horas un montón de películas de Bollyvood en una pantalla diminuta. Cargado con un par de cervezas y unas coca-colas me acerqué al mostrador para pagar, entonces vi a su espalda un estante donde quemaba una varita de incienso, las caprichosas volutas de humo desprendían un penetrante olor a jazmín que lo invadía todo. Cuando se acercó de nuevo para darme cambio lo miré a los ojos, al instante me llamó la atención lo diminuto de sus pupilas, además estaban vidriosos y ligeramente entornados, como si estuviera adormecido o quisiera ocultarlas. Estaba contando las monedas cuando llegó hasta mi nariz una sutil vaharada cargada de intensos matices acres, el inconfundible aroma del opio ¿Guardas tu vieja pipa en la trastienda, amigo?
Salir de la tienda y empezar a lloviznar fue todo uno, abrí el paraguas, encendí un porrito y me dispuse a callejear bajo la lluvia por un barrio desconocido. Un paseo faldero y reflexivo, tenía todo el tiempo del mundo; nadie me esperaba en ningún lado, nadie me echaría de menos tardara lo que tardara. Descorazonado pero resuelto pateaba sin prisa entre el estridente y anárquico ir y venir de las furgonetas de reparto mientras las veía sortear, cada una a su manera, los caóticos embrollos cotidianos del tráfico rodado. Es curioso, pero en cuanto comienza a llover la gente camina más rápido y los coches van más despacio, como si la prisa de unos fuera en detrimento del frenesí circulatorio de los otros.
Al llegar al cruce con Aragó había dejado de chispear y un sol desvaído comenzó a dejarse ver tímidamente. Rebasé una de las calzadas, caminé unos metros por su rambla y al poco, bajo una pequeña marquesina, dí con un banco solitario. Me senté, abrí la mochila, saqué una lata de cerveza, cogí un petardo de su bolsillo interior y me dispuse a saltarme alegremente toda la normativa vigente en lo referente a consumo de alcohol y otras sustancias nocivas en la vía pública. Tiré de la anilla de la lata y le metí candela al cacharro mientras me preguntaba qué camino tomaría a partir de aquel momento. 
No había llegado hasta allí empujado por el imperioso deseo de verla -aunque lo tenía, vaya si lo tenía-, sino por la necesidad de recordarla, de intentar evocarla lo más vívidamente que pudiera; y para ver cumplido ese romántico objetivo la herramienta más eficaz, y casi la única a mi alcance, era escuchar el eco de mis pasos justo donde, por fuerza, más resonancias debía haber de los suyos, y, a través de ellas, tratar de sentir el todo peso de aquella desoladora ausencia en los paisajes de su entorno más inmediato.

jueves, 8 de febrero de 2018

Embozada 1

El asunto de aquellos recurrentes perfiles apócrifos de carácter mercantil alimentó en mi interior la inquietante sospecha de que podría estar trabajando en el castigador y tenebroso sector del telemarqueting -un mundo bastante aperreado por lo que me han contado-, o bien, que alguien próximo a ella sí lo hacia y le estaba proporcionando el asesoramiento necesario para llevar a cabo aquel copioso y caricaturado despliegue de bambalinas cibernáuticas.

-Tío, pareces algo desnortado.
-No vas desencaminado, Grillo. ¿Crees que la piba quiere tomar las riendas de la historia? Porque ahora mismo se las cambiaba por uno de sus ligueros. No sé qué espera de mí, la verdad.
-No seas paranoico, sólo intenta meter baza. Quiere que la escribas, so atontado. Silba o se columpia. O sea, desea un papel más activo o se aburre un montón.
-¿Y qué pretende con esa actitud de: Hola guapo, soy muy mala? La soledad no suele ser una buena consejera, porque ni ella es malvada ni yo soy ya guapo.
-Me parece que malinterpretas sus acciones, aunque es un tema interesante tenga o no tenga que ver con ella. En bastantes ocasiones, esa conducta, sea consciente o no, muestra o enmascara, según se mire, ese oscuro deseo, casi siempre inconfesable, de una reprimenda o unos azotitos y un buen polvo.
Sea como sea, es imposible desligar esas acciones de las tensiones propias de su edad, pero te puedo asegurar que ella misma pone los obstáculos con los que después se tropezará. Es una manera de justificarse a si misma su propia soledad, y puede que el tiempo y el esfuerzo mejoren esa situación; porque cuando te atrincheras en el papel de víctima y comienzas a hacer responsables a los demás de tus conflictos, éstos se enquistan y comienzan a devorarte.
Lo cierto es que cuesta el mismo esfuerzo tratar de ser feliz que infeliz. Uno nos hace el camino más llevadero, el otro lo puede convertir en un infierno.
Tú y yo sabemos de eso, y hemos aprendido a reírnos de nosotros mismos, a no tomarnos tan jodidamente en serio.
-Tienes razón. Es posible que para algunas ese númerito pueda tener su morbo, pero, bien mirado, yo tampoco la acabo de ver en esa onda, Grillo. En un contexto de mucha complicidad es fácil que pueda darse, pero en éste está más que descartado.
- Ya, ya, puestos a hacer cábalas... Cómo el mosquito de Parque Jurásico, eh. Vaya tela. Cada día estás más sonado. Te supongo consciente de que llevas meses y meses sin saber nada de ella y estás interpretando los hechos de una manera bastante arbitraria; y las conclusiones que pretendes dar por ciertas, son, como mucho, el resultado de especulaciones carentes de fundamento. Un disparatado producto elaborado por una mente calenturienta que no sabe a que atenerse.
-A veces derrapo en las curvas de mujer. No es nada nuevo, ya me conoces. Pero me tiene preocupado, después de tanto tiempo quién sabe cómo estará. Desgraciadamente, mi intuición, a pesar de no ser infalible ni mucho menos, suele tener un cierto grado de fiabilidad, y de momento solo le llegan malas vibraciones.
Últimamente la suelo imaginar en un viejo inmueble del Clot... Apenas una débil sombra recortándose entre los difusos claroscuros de su pequeña habitación... De vez en cuando se acerca hasta la ventana y aparta el visillo unos centímetros para observar de soslayo el ir y venir de la vida a través de esa estrecha abertura; la pequeña brecha por donde, a pesar de sus recelos, de tanto en tanto se le suelen colar de rondón las breves pero intensas imágenes que alimentan sus más fervientes anhelos.
Voluble, fugaz y dueña de una singular belleza; como el arco iris.
-Como muchos sueños, tío; como muchos sueños.


Hace unos meses, cuando tomé la acertada decisión de seguir adelante, conocía perfectamente los riegos que entrañaba: Si no cambiaban mucho las cosas, la posibilidad de que acabase por odiarme para los restos era bastante elevada.
Pero dejarlo sin terminar de contar todo que he sentido o pueda llegar a sentir sería traicionarme, y a eso no estoy dispuesto. Si aquella delicada decisión lleva implícita alguna dolorosa renuncia bienvenida sea.




jueves, 1 de febrero de 2018

Embozada

A los pocos días de colgar el último fragmento de Bajamar volvía a tener una nueva solicitud de amistad en el feis. Esta vez era una tal Karlota, nacida en Oviedo y residente en París. Según constaba en su biografía tenía cuarenta años, pero la foto más bien correspondía a una maruja reconcomida con aspecto de tener setenta, y, a la vez, decía ser el secretario de una sociedad financiera con sede en la capital francesa; además, según largaba en su muro, se jactaba de ser un tipo excepcional y presumía de gozar de una relación abierta.
La acepté, y a los pocos minutos me llegó un saludo a través del chat:

-Hola.
-Hola ¿Qué tal está? Qué suerte vivir en París.
-Soy secretario de una sociedad de inversiones francesa.
-Pues yo soy un autor desconocido que camina sin rumbo por los callejones de su ciudad. De la mía, quiero decir. No se haga ilusiones...

A partir de ahí, la conversación se convirtió en un breve diálogo de corte surrealista donde acabó por soltarme un inacabable catálogo de ofertas de inversión y ahorro que no alcanzo a recordar.

-¿La interesa?
-Pues no.
-Gracias.

Fui a su perfil, cliqué en la pestaña de Amigos y le di puerta sin pensarlo ni un minuto. Era un perfil  realmente pintoresco, con unos cambios de género que no venían a cuento y un discurso contradictorio, donde sin duda se pretendía dejar patente que todo él era un camelo; un artilugio inverosímil y de escasa vida útil que forzosamente debía albergar algún propósito.   
Por no hablar de su nula capacidad para captar inversores potenciales adecuados. Porque un anarquista entrado en años que llega a fin de mes por los pelos no me parece un cliente del que se pueda rascar mucho, la verdad.
Sin embargo, he de admitir que, fuera quien fuera el autor o autora, iba progresando; pues aquellos personajes femeninos habían ido de menos a más conforme me los había ido presentando y ahora aparecían mucho más pulidos y sofisticados. Un detalle encomiable que decía mucho sobre el tiempo y el esfuerzo que les habían dedicado.
O quizá preguntaba otra cosa y decía que yo era un tipo estupendo con el que estaba dispuesta a tener una relación abierta, o que ya tenía una y era una solapada invitación a tenerla también conmigo, o simplemente se aburría y le encantaba colaborar a su manera en el texto que yo iba colgando periódicamente en el blog. O se reivindicaba como alguien excepcional porque consideraba que el texto que le había enviado no se ajustaba a la realidad, o puede que se haya hecho bollera ¡Vete a saber! 
¿Era una declaración, una propuesta, un guiño, una inocentada fuera de plazo? 
Total, un galimatías donde parecía sugerirse todo pero sin dejar nada claro. Quizá por no arriesgarse a que le dieran calabazas, o por marearme un poco.. Con lo sencillo que es presentarte con tu verdadero rostro y hablar sin tantos circunloquios. 
Aunque, pensándolo mejor, quizá, dadas las circunstancias, para ella no sea tan sencillo.
A día siguiente, cuando intenté volver a leer la extravagante conversación, en lugar de sus palabras me encontré con unos cartelitos amarillos donde los mamones del feis me decían que estaban comprobando la legitimidad del perfil de Karlota. Lo cierto es que la pobre Karlota tuvo una vida efímera, un par de días más tarde, sin dejar ni un triste epitafio, dejó de existir a manos de los sesudos antisociales que administran, y de paso mangonean los intrincados hilos de esa desmesurada telaraña virtual de rostros. Buen intento, guapa; ahora ya sabes cómo las gastan los machacas del Gran Hermano .
El núcleo de mi desazón seguía girando en torno a una simple pregunta: ¿Era ella, o no, la responsable de algunos de aquellos perfiles? ¡Mierda, mierda, mierda! Estaba como al principio: Atrapado en Ámbar, como el desafortunado mosquito de Parque Jurásico. 
Al fin decidí que sí, que era ella. No tanto porque tuviera una certeza absoluta, sino porque prefería creerla activa y desenfadada antes que somnolienta y desmadejada. Cierto también, que, en mi opinión, mi musa había efectuado un claro intento -aunque solo fuera de perfil, valga la redundancia- de interactuar con el texto. Un hecho inquietante, pues podría estar manifestando una firme voluntad o un claro deseo de convertirse en parte contratante de la primera parte en el desarrollo de esta historia, de no conformarse con el pasivo rol de ser una mera lectora. Un tema crucial y delicado que podía alterar mis -con frecuencia evanescentes- planes de trabajo. 
Espero que se divierta, porque yo tengo un barullo...

lunes, 29 de enero de 2018

A sotavento 1

Cuando levanté la vista, un sol desvaído presidía la ciudad; y la espesa boina de contaminación que solía flotar sobre ella se disipaba a todo trapo. Por mi derecha, un brisa cortante transportaba un sólido manto de cúmulos grises que avanzaba rápidamente por detrás del Tibidabo. Me iba a mojar. Últimamente, no sé el porqué, las dudas siempre me las como a remojo.
Cogí  la mochila, subí de nuevo hasta la cima, me senté sobre una roca, saqué los prismáticos y me puse a observar el mar. Me gustaba ver las evoluciones de los barcos que entraban y salían del puerto: Unos esperaban su turno de desestiba a unos cables de las dársenas, otros zarpaban decididos después de que el remolcador lo dejara delante de una bocana y la pequeña lancha del práctico abandonara su costado y pusiera rumbo a su base, las pequeñas golondrinas cargadas de turistas yendo y viniendo del Forum, el interminable trajín de los estibadores dentro de aquellas enormes grúas que a mis ojos aparecían como gigantescos e inquietos cangrejos rojos alimentándose entre las rocas de un espigón, el largo desfile de trailers...
La llovizna me sacó de mi ensueño. Entonces busqué el singular rascacielos de Las Glorias y fui desplazando lentamente la mirada hacia la izquierda hasta la parte vieja del barrio del Clot; en aquel preciso momento creí sentir su mirada en la nuca. Me levanté, hice una pregunta en voz alta y miré a mi alrededor... Era tiempo de irse. Si me demoraba más el calabobos me pondría chorreando.
Me colgué la mochila y tomé el sendero que baja como una flecha hasta el camino de la Fuente de Santa Eulalia, el refugio más próximo. A los diez minutos estaba sentado en un banco de piedra bajo un tejadillo de plástico ondulado adosado a un costado de la caseta por donde mana la fuente.
No había nadie, ningún otro caminante sorprendido por la lluvia, ningún ciclista, ni siquiera el grupito de jubilados de siempre; gracias a ellos, lo que antaño fue rincón árido y polvoriento con una ruinosa caseta de ladrillos incrustada en un talud de la montaña, ahora es un jardín plácido y acogedor lleno de mesas y bancos bajo la gratificante sombra de los árboles. 
Ahora mismo, bien podría estar cabreadísima y observándome emboscada entre la maleza, o de verde y encapuchada moviéndose subrepticiamente entre la tupida malla trabada por los troncos del espeso bosquecillo circundante. Recuerda que podría dejarte pajarito de un solo golpe. Aunque para qué, ya lo hizo con un beso.
Cuando dejó de lloviznar me levanté y miré al cielo. El gris plomizo estaba virando velozmente a negro tormenta. Cogí mis cosas y comencé a bajar lo más rápido que pude por un incómodo y pedregoso sendero salpicado de impenetrables setos de zarzamora que me llevaría en unos pocos minutos hasta la carretera. No es el mejor camino para bajar sobre mojado, pero si el más corto para salir de allí. Va a caer la del pulpo.

lunes, 22 de enero de 2018

A sotavento

El tres de enero, tras varios meses sin salir a caminar, me hice un bocata de queso, cogí mis pequeños prismáticos, una botella de agua, tres cigarrillos, un par de porritos, bolígrafo y libreta, lo metí todo en la mochila que suelo usar para andar por Collserola, me puse una chupa cálida y ligera y me dispuse a subir al parque.
Eran las ocho de la mañana, el viento azotaba las Rondas mientras avanzaba a buen ritmo en dirección a la plaza de Karl Marx pensando en la ruta más cómoda que me llevase hasta la cima del Coll de la Ventosa. Un lugar poderoso y mágico para mí, y desde que las cenizas de mi madre descansan allí, también sagrado.
Hacía tres años que no subía hasta el repetidor de aquella pequeña colina. De hecho, no había necesitado hacerlo durante todo ese tiempo. Pero ahora tenía un dilema personal que resolver, y si el mar no lo había resuelto quizá lo haría el lugar donde vencí al miedo y el desamparo. Y hablaría con mi madre, también tenía un recado importante para ella.
Al llegar a la plaza, el viento se había convertido en un furioso vendaval que lo hacía rodar todo a su paso. El ventarrón me hizo cambiar de opinión y decidí coger el autobús, crucé la Ronda lo más rápido que pude, cogí la Ronda de la Guineueta Vella hasta el bar de la esquina con Antonio Machado, me metí dentro, pedí un café y me senté junto a la cristalera que daba a la plaza. El autobús que subía a Torre Baró acababa de pasar, por lo que disponía de veinte minutos hasta el siguiente, tiempo más que suficiente para tomarme el café; y aprovechando que en el bar no había más que un parroquiano meditabundo sentado en un taburete de la barra delante de una barrecha, decidí liarme los cigarrillos y el par de porritos mientras esperaba. Aquella desapacible mañana sería imposible hacerlo allí arriba.
Nada más bajar del autobús, cogí la pista en dirección a la carretera del cementerio, una vieja pista que ahora forma parte de la Carretera de las Aigües. Con el viento de cara, el avance era molesto y agotador, y el cómodo paseo donde se suele tener el privilegio de escuchar como el sordo zumbido de la ciudad se apaga, al tiempo que el canto de los pájaros va ocupando su lugar, se había volatilizado -nunca mejor dicho- arrastrado por la fuerza del vendaval -que suele arremolinarse y soplar en todas direcciones a cada recodo que tomaba-, y gracias a él, el rugido implacable de las ramas de los árboles azotadas por el ventarrón era ahora el amo de la banda sonora. 
Ni un pájaro en el cielo, ni el eco de mis pasos... Arrolladoramente solo en aquel paisaje furibundo que ya recorría de niño -una imagen perdida en la memoria-, un mundo trastocado, agreste, despiadado. Ni un ladrido, ni una voz lejana transportada por el viento. Nadie en el camino ¿Nadie? La jabalina cruzó la pista delante de mis narices, a cinco metros escasos. No la había oído llegar, y venía con tres jabatos detrás. Me paré en seco y di una rápida ojeada a ambos lados de la pista buscando un posible refugio. Cuando volví a mirar hacia delante me quedé helado, estaba parada en medio del camino. Si le daba por embestir estaba listo. Entonces nos miramos durante tres o cuatro segundos..., dio un par de cortos pasos hacia mí sin quitarme la vista de encima, se paró, levantó un poco la cabeza, oí un gruñido, se dio la vuelta y desapareció con su prole bosque abajo.
Tal vez no era el mejor día para subir a la cresta de la colina y lo sensato sería dar media vuelta y desistir de mis propósitos, barruntaba fumándome un porrito sentado en una piedra y protegido del viento tras un espeso seto de brezos. El encuentro con la jabalina podía haber acabado bastante peor y quizá era más prudente no volver a tentar a la suerte, porque arriba, en la cresta, la furia del viento, libre de obstáculos, podía...
Entonces escuché claramente un fuerte crujido y, al instante, una enorme rama de pino piñonero, armando un enorme estruendo, cayó a unos pocos pasos del seto donde me encontraba. Solté una carcajada y pensé: Mira tú por donde, esta vez hasta podría llevarme a casa unas cuantas piñas.
Me levanté, bebí un poco de agua, me colgué la mochila a la espalda y tomé el pequeño sendero que subía hacía la cima pensando en que, tras el próximo recodo, tendría el viento de costado durante un buen trecho.
Fue más cómodo de lo esperado, había olvidado que tras la instalación del repetidor habían ampliado el viejo sendero para facilitar el paso de los vehículos de mantenimiento, creando un talud de un par de metros de alto que discurría paralelo al camino protegiéndome del viento que soplaba desde mi derecha. Conforme ascendía, la vegetación iba desapareciendo paulatinamente, y el rugido del aire al pasar con fuerza entre la espesa vegetación del bosque fue trocándose en un banda sonora sibilante y caprichosa que parecía venir de todas partes.
Cuando llegué arriba, estaba preparado para contemplar el hermoso espectáculo: Al frente la cuidad, mi amada ciudad, bella, ruidosa y resplandeciente, si me daba la vuelta, el Vallés y su maraña de cicatrices de asfalto por donde iban y venían sin tregua largas y hormigueantes colas de vehículos conducidos por atribulados ilusos sin tiempo para nada, meros figurantes en el escenario de sus vidas; a la izquierda, la mágica y misteriosa montaña de Montserrat, en medio, al fondo, las lejanas cumbres blancas del prepirineo, y a la derecha y mucho más próximas, las montañas del Montseny.
Me encontraba en una pequeña vaguada entre las colinas del Turó de Roquetas y el Coll de la Ventosa. Un lugar pedregoso y maltratado por el viento, donde sólo prosperan algunos pequeños arbustos a ambos lados de la pista que las une; y todavía tenía que superar un empinado y abrupto trecho hasta mi destino con aquel maldito aire de cara.
Y, en aquel momento, me sentí diminuto y a merced de los elementos.
Eché a andar camino arriba decidido. Avanzaba ligeramente encorvado para minimizar la fuerza que amenazaba con hacerme rodar colina abajo. Despacio, paso a paso, metro a metro, fui dejando atrás el último tramo de mi recorrido como si la antena del repetidor fuera la ansiada meta de una absurda maratón; entonces, cuando apenas me quedaban cien metros para poder refugiarme tras la caseta, el cabrón del viento empezó a amainar. Las intensas rachas fueron haciéndose intermitentes y perdiendo fuerza rápidamente. ¡Mierda! Esto me pasa por salir temprano.
Nada más llegar a mi destino, miré hacia mi casa. Joder, no hay ni dos kilómetros en línea recta, si hubiera subido a pata hasta la parte alta de Canyelles y reptado montaña arriba, habría llegado antes; y eso que he hecho la mitad del recorrido en bus...
El vendaval, hasta entonces omnipresente, dio sus últimos estertores mientras recuperaba el aliento; y una fría y cortante brisa fue ocupando su lugar. Miré a mi alrededor respirando a pleno pulmón. Las piedras, el paisaje, la caprichosa brisa, los pequeños árboles, todo lo que rodeaba aquella cima formaba parte esencial de mi vida desde hacía trece años. Allí, una espeluznante noche de luna, me di o recibí, nunca lo sabré con certeza, la mejor lección de mi vida. Una clase magistral acerca del equilibrio de las cosas. Me lancé en plena noche cuesta abajo por una de sus laderas, como solía hacer de niño a la luz del día. Me dejé ir sin pensar en nada -sin miedo ni esperanza-, sin fijar la vista en ningún sitio; entonces la montaña comenzó a fluir bajo mis pies. Tras seis o siete minutos de vértigo, estaba en la Carretera alta de Roquetas diciéndome que era un gran tipo. Toda una hazaña de percepción. Cualquiera que suba hasta aquí y mire hacia abajo entenderá perfectamente lo que digo.
Saqué un cigarrillo, bajé unos metros y me senté junto al árbol donde descansa mi madre. El viento había dejado de silbar y un silencio sepulcral flotó en el ambiente mientras fumaba..., nada más acabar me acuclillé un momento frente al tronco y dije unas palabras; y en cuanto me puse en pie, rompí a llorar amargamente.

sábado, 13 de enero de 2018

Bajamar 1

Fue durante aquellos días aciagos cuando volvió a contactar mi desaparecida musa. Quería charlar, pero le di largas. Aunque unas semanas más tarde le envié el trabajo de aquellos últimos meses, me pareció que tenía todo el derecho a ser la primera en leerlo. Por raro que parezca, me contestó, y, siguiendo un impulso inconsciente, le dediqué unas palabras un tanto desapegadas pero apasionadas y sinceras. Un gesto prematuro, un error. Al parecer, lo único que le iba bien era que no le llevaran la contraria, tiempo al tiempo. Volvió a cabrearse y perdí su contacto a través del feis.
Aquellos meses, coincidiendo con mi silencio y su ausencia, mi espacio en la red se había ido salpicando de perfiles femeninos espurios solicitando mi amistad, y quizá era muy engreído por mi parte pensar que era mi musa la que estaba detrás de ellos, pero cuatro perfiles de pastel en cinco meses, cuando en nueve años de redes sociales nunca me había sucedido nada parecido; y además, que empezara la serie al poco de negarme a chatear con ella, era una casualidad en la que me costaba mucho creer. 
Al final me quedé con uno porque parecía llevar un mensaje implícito, y confiar en que no andaba errado me hacía sentir bien. Estoy convencido de que, la muy astuta, a veces me ronda por la red como un felino acecha su territorio; aunque teniendo en cuenta la cantidad de frikis que transitan sin descanso por los vastos e insondables abismos de las redes sociales, también es posible que pueda estar equivocado.
Lo cierto es que estaba preocupado. Si relacionarme con ella le causaba problemas, lo mejor que podía hacer era apartarme, y mis palabras -mis últimas y crudas palabras- se encaminaron en esa dirección sin la intervención de mi voluntad. No fui capaz de hacerlo conscientemente, me gustaba demasiado, y tuvo que ser otra parte de mí la encargada de hacer el trabajo. 
A los treinta segundos me sentí mucho más solo; rotunda, dolorosamente solo y sin energías para asomarme a sus recuerdos, ni siquiera a la fotografía que tenía enmarcada y omnipresente en un estante de la librería. 
De hecho, cuando me acercaba a coger algún libro trataba de no mirarla. Era duro, pero aquella desbordante experiencia me había superado y tenía que serenarme. Y en el mismo instante en que me negué a charlar con ella, mi vida quedó reducida a unas pocas rutinas diarias, pagar recibos, intentar no pensar en sus ojos y poco más... 
Por otro lado, fueron unos meses intensos, llenos de agitación social: mítines, soflamas, movilizaciones, antidisturbios de los picos, de la nacional, de los mossos, y, consecuentemente, palos a destajo y banderas por todos lados; además de franquistas en conserva y falangistas posmodernos venidos de toda la península. Cómo si no tuviéramos bastante con los de aquí. 
El pacto de la transición, podrido y agotado, agonizaba; y el llamado “problema catalán” empujaba en esa dirección. Reaparecieron algunos de los santones de régimen del 78 como por ensalmo, sobre todo sociatas -que llevan varias décadas sorbiéndole el tuétano a Andalucía sin resolver sus problemas estructurales y sociales-; hablando, otra vez, como hace cuarenta años, de federalismo. Lo llevan en el programa desde el siglo diecinueve y nunca han hecho un verdadero esfuerzo por conseguirlo, pero, tan campantes, lo esgrimen una y otra vez como si fuera un mantra capaz de hipnotizar a votantes cretinos.
La política se había convertido en una pestilente caricatura de sí misma, y la gente veía las noticias incapaz de asimilar la mierda de cuarenta años salpicando desde el ventilador de los informativos día tras día, año tras año.
El gobierno central estaba tan ocupado en fabricar maniobras de distracción que, al parecer, no tenía tiempo material para gobernar de verdad y empezar a buscar soluciones, por lo tanto, en muchas ocasiones, solía dejar en manos de sus más fieles amigotes y de algunas multinacionales la tarea de elaborar la legislación de sus ámbitos de explotación -y digo explotación donde debería decir producción de bienes o servicios por ajustarme mejor a la realidad circundante- como mejor les pareciera. 
Y desde entonces, el poder y sus acólitos, sólidamente instalados en la prensa, dedican gran parte de su tiempo a crear y agravar todos los conflictos que pueden con la idea de asustar a la mayor cantidad de bobos posible e intentar aglutinarlos a toda costa en torno al embuste que más dominan: La patria, la amada patria en peligro. Esa misma patria que ofrecen al mejor postor -con ciudadanos incluidos- como si de una vieja puta desdentada se tratara. Todo un mensaje para la ciudadanía.
Y la libertad de expresión, junto con otras muchas, nos la van quitando por el camino. 
“Objetividad” es una palabra maltratada.
Durante aquellos tres meses tuve la oportunidad de retrotraerme emocionalmente a otros tiempos, llenos de juventud, de luchas y esperanzas... Un tema deprimente a largo plazo. Una siniestra y penosa factura que, a ratos, aún me parece estar pagando; aunque ya no sé por qué. 
Pero estoy convencido de que aquellas cicatrices, al recordarme el tierno dolor que proporcionan las heridas viejas, fueron el factor más determinante a la hora de dejar atrás el laberinto de emociones de mis últimos relatos. 
Por fin volvía a estar en el presente. 
La tarde del uno de enero, con una ligera resaca, el ojo recauchutado y, por fin, libre de colirios y lloriqueos, fui hasta la estantería, me paré delante del marco y lo miré cuidadosamente unos segundos...  ¡Joder, qué guapa está! 
Acto seguido me senté en mi diminuto escritorio, respiré hondo y le di caña al botón de arranque; y Vagabundo -mi ordenador nuevo-, rápido como un tiro -de hecho casi me despeina- me sirvió su primera y siempre maldita página en blanco.


martes, 2 de enero de 2018

Bajamar

Los meses siguientes los dediqué a repasar el texto. Se había desarrollado de manera inesperada y llegó un momento en que realmente disfruté como un mamoncete viendo crecer aquella historia mientras La Oruga iba agonizando lentamente. La pobre había visto de todo, pero estaba algo mayor para el singular voltaje de aquellas páginas; y el magnético y sensual aullido adolescente y solitario de Ámbar acabó dándole la puntilla.
Fue el turno del Enano -mi netbook-, pero el muy cabrón, que llevaba toda la vida prácticamente sin dar un palo al agua, a la que tuvo que currar todos los días se puso chungo. Cada dos por tres se le fundía alguna cosa, primero petó la batería, después el cargador, y luego se puso borde y empezó a llevarse mal con el software. Hubo varios cambios de sistema operativo -los Ubuntus fueron desfilando uno tras otro- y por fin, tras mes y medio de tabarra martilleante, Linux -mi informático de cabecera- soltó el diagnóstico:

-Tarjeta gráfica obsoleta. Mal asunto, va integrada. Le he puesto un Ubuntu ligero y ahora arranca sin problemas, aunque no se cierra bien del todo. Es lo que hay. Ni se te ocurra actualizarlo. Y sí, le he instalado el Openoffice. No me lo preguntes más.

Abrí el procesador de textos con la boca seca y el ineludible temblor de manos del adicto al que le cae entre manos un alijo después de una larga carencia. No era para menos, aquel relato había hecho un recorrido corto pero implacable y aterrador. Llegó un momento en el que pensé en Atila: La Oruga muerta, junto con mi viejo XP y el Word correspondiente, trece años de amistad y colaboración eran ya historia; el manta del Enano lisiado para los restos; el Ubuntu 14 cero no sé qué y su procesador de textos a tomar por culo; y mi menda con una mirada opaca y lloriqueante esperando una intervención que no llegaba nunca.
Tras aquella masacre me temí lo peor... Y a mediados de septiembre, cansado, sin ideas y emocionalmente exhausto terminé “Donde da la vuelta el aire” lo mejor que pude y decidí guardar la pluma por una temporada.