lunes, 29 de noviembre de 2010

Radio paranoica

Aun repasando actas con motivo de redactar estas líneas, me ha sido imposible poner una fecha concreta a esta enloquecida etapa colectiva.
Todo comenzó a joderse cuando, un, alto, calvo y desgarbado paranoico, bastante conocido por las trifulcas que arma en ambientes alternativos y marginales, empezó a ponerse chulo con el resto del colectivo. Gritos, insultos, agresión a un compañero, y provocaciones como: “Yo me paso por los huevos lo que diga la asamblea”.
En fin, sólo por poner un ejemplo: hacía de técnico en el programa de presos, así que, un buen día, le dio por llamar desde la radio a la prisión de Can Brians en plan bromista. Un niño grande jugando con lo que no debía. Lo único que le faltaba a la emisora eran llamadas de este tipo.
Largar fuera del colectivo a aquél imbécil, fue, creo, lo que provocó la paranoia de otros, porque, eso sí, en aquél momento, aunque todavía no lo sabíamos, de paranoicos andábamos más que sobrados.
Con la experiencia adquirida en aquella etapa, puedo afirmar con rotundidad:
Siempre acaban armándola para después irse echándole la culpa a los demás, o, usando palabras más precisas: primero provocan una situación, y luego construyen la realidad a partir de ahí.
Lo recuerdo como si fuera ayer:
¡Marxistas! ¡Son marxistas! –exclamó indignado, y mirando acusador hacia la esquina donde estábamos sentados algunos de los compañeros que no le seguíamos la corriente.
Porque hay gente que si no les sigues la corriente se enfada mucho. Hay que darles la razón. Si no lo haces es que eres una persona mala, mala de verdad.
Ladrón, borracho, drogadicto, y alguna cosa más que ya no recuerdo –me gritaron a dúo una solitaria tarde de radio-. Entonces di una fuerte palmada en la mesa, y al levantar la vista vi correr al dúo dinámico: uno camino de la puerta; el otro buscando un lugar donde esconderse.
Asuntos como el que nos ocupa es mejor tomárselos con cierto humor. Aquel lamentable y doloroso espectáculo, que, dicho sea de paso, acabó por dejarnos sin cobertura metropolitana, es, por otro lado, una historia interesante. Una triste y penosa antítesis de la estupenda radio Nicosia.
La unidad más chunga -y un poco menos tonta- del dúo dinámico, en un bonito ejercicio de manual de psicología, se identificó completamente con la emisora. La radio era Él, y Él era la radio. De hecho, estaba convencido. Era el representante de Bakunin en las ondas. Azote de “reformistas y borrachos” que, al no darle siempre la razón, estaban cargados de defectos y debilidades, en contra suya y lejos de la pureza anarquista que Él representaba. Incluso llegó a manipular -añadiendo a bolígrafo una palabra en un texto mecanografiado que cambiaba el sentido del enunciado- el acta de una asamblea para que ésta dijera lo que, según Él, que no asistió a la misma, se había dicho en realidad. Gente marrullera y rencorosa los paranoicos.
Aunque fuera sólo de boquilla, nuestro insumiso reivindicador parecía pertenecer al ala radical del grupúsculo extremista de la fracción paranoica del movimiento libertario de corte naïf.
Y luego está lo del nomo…
Ahora mismo presiento al lector algo despistado. El que esto suscribe intenta reflejar en unas breves líneas el desbarajuste que llegaron a liarnos unos cuantos colgados, que, en su desvarío, entre otras cosas, se creyeron amos de la radio y custodios de la pureza libertaria más sicótica que he visto en mi vida.
El que quiera ampliar sus conocimientos sobre este tema sólo ha de poner en el buscador de Wikipedia la palabra “paranoia”, o mejor aún, las palabras “delirio paranoide”, y que se dé una vuelta por la página.
La cantidad de personas con problemas cognitivos o de salud mental que puede soportar un colectivo de treinta personas, cuando éste, además, desconoce el problema, es escasa. Hay que tener en cuenta que sacar adelante una emisión de veinticuatro horas es un trabajo duro, absorbente y constante que puede llegar generar tensiones.
Cuando se le fue la olla al primero, y empezó a ponerse borde, los demás del gremio parecieron infectarse con algún tipo de virus. Una destructiva batalla comenzó a fraguarse. Las asambleas se convirtieron en una suerte de terapia de grupo de película americana de majarones.
A día de hoy, sigo sin explicarme cómo fuimos capaces de aguantar tanta locura y despropósito. La verdad es que cada uno estaba inmerso en el trabajo del que se ocupaba, y cuando fuimos conscientes de la situación ya se habían montado su película y estaban subidos a la parra.
Meses fomentando el enfrentamiento, sembrando la desconfianza entre programas, intentando crear un clima hostil entre las personas. En algún caso lo consiguieron, pues siempre hay gente que viene exclusivamente a su programa y tardan en conocer al resto del grupo. Pero entre los que teníamos algún tipo de responsabilidad en ese momento, y nos veíamos a menudo, la estratagema no le funcionó.
También utilizó la técnica de volcarse con los programas nuevos para ganarse su confianza. Luego les hablaba mal de este o del otro. Esa fue su intachable moral “anarquista”.
Entre tanto, el día 21 de diciembre, RNE (canal cinco, todo noticias) ocupó ilegalmente la frecuencia que estábamos utilizando (99.00). Con aquello, nuestro Bakunin de las ondas se puso frenético del todo.
Comenzó por negar haber dicho lo que había dicho, siguió con negar haber hecho lo que había hecho, y la traca final, negaba estar haciendo lo que hacía. “Yo no quiero hacer daño al colectivo”, aseguró minutos después de dejarnos sin cobertura metropolitana. Nos acababa de joder porque no lo dejábamos imponer su voluntad y encima lo negaba.
¿”Y quién decidirá lo que es libertario y lo que no?  -le pregunté.
“Yo” -contestó, con aire de triunfo.
Como era de esperar en un colectivo como el nuestro, no hubo gritos de adhesión inquebrantable ante aquella afirmación. La peña lo miraba estupefacta. Era la condición que ponía si queríamos seguir emitiendo desde su propiedad, sita en lo alto del Carmelo.
Pasados dos minutos de su “yo” triunfal, y después de hacer una delirante analogía entre el humanismo cristiano y el ácrata, agachando un poco la cabeza y poniendo cara de víctima, en tono lastimero nos dijo: “No tenéis humanidad. Lo que pasa, es que aquí no tenéis humanidad”.
Desgraciadamente, este tipo de personas intentan crear con una mano y destruyen con la otra.
Perdimos tres programas en aquella reunión, pero nos quitamos de encima un lastre altamente destructivo que arrastrábamos desde hacía mucho tiempo.
Ninguno de los que marcharon tenía ya responsabilidad alguna allí dentro. Se limitaban a hacer su programa –los que aún lo seguían haciendo- y punto. Así que, desde el punto de vista del trabajo diario no perdimos absolutamente nada y nos quedamos como perro al que le quitan pulgas.
Unos días más tarde, se intentó negociar con Él un contrato de arrendamiento que lo liberara de cualquier responsabilidad en caso de que hubiera algún problema por emitir desde su propiedad, pero se negó en redondo alegando que lo queríamos engañar.
Después de aquello, desmontamos los equipos de Maria Lavèrnia y los volvimos a montar en el lugar de donde habían salido. Cuando, después de mucho buscar encontramos un estrecho hueco en el dial (104.5), Radio Bronka comenzó las emisiones de prueba desde Roquetas, y a finales de febrero volvíamos a estar en el aire.
Luego le tocó el turno al nomo. Intentó liarla en la siguiente asamblea.
El nomo es un tipo bajito, feo, con gafas de culo de vaso y de larga melena, que andaba de ocupa sin suerte, nunca duraba tres meses en la misma casa.
El nomo, en paralelo con su programa, se traía una especie de lucha fraticida con Indymedia Barcelona a través de la red. Se las apaño para que le hicieran una página web. La bautizó con el mismo nombre que llevaba el programa de radio, y entonces entró en una dura competencia con ellos por la información alternativa. Horas y horas penchado en la radio con todas las conexiones de Internet que tenía a su disposición abiertas, intentando adelantarse, aunque sólo fuera en dos minutos, a sus competidores de Indymedia. Un ludópata sin pasta, estoy convencido.
Esta vez se acabó con el tema rápidamente. Ya teníamos bastantes problemas. No estábamos dispuestos a seguir aguantando desvaríos de nadie. Con voz firme, se le dijo que recogiera sus cosas y se largara.
A la mañana siguiente llamé a la emisora, y allí estaba de nuevo, luchando contra Indymedia -al parecer, según nos enteramos más tarde, tiempo atrás lo habían largado de allí-. Respiré hondo, y le dije: “Oye, enano, voy a subir dentro de unos minutos. Si te encuentro ahí te corto las orejas en punta. Y deja las llaves encima de la mesa”. Esta vez dio resultado. Sentado tomando café en un bar, vi por última vez al nomo. Se alejaba como un alma en pena camino del metro.
El nombre de su programa ya nos tenía que haber hecho sospechar: “Qué se vayan todos”. Un tipo solitario sin duda.
En realidad, Radio Paranoica no llegó a existir, pero su siniestra sombra, basculando entre el anarquismo infantiloide y la ong para de terapia ocupacional, planeó sobre nuestras cabezas durante año y medio.
Moraleja: No caben muchos niños grandes en un pequeño colectivo de las características del nuestro.
Quizá, al lector le pueda molestar el tono sarcástico con el que se toca un tema tan delicado, pero si hubiera tenido que aguantar la mitad de lo que aguantamos todos nosotros durante el año dos mil cuatro, créame, se daría cuenta de que somos muy buen@s chic@s.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El trapi* 2ª parte

Cuando, dos días más tarde, entré en el colmado, me crucé con una sombra que salía murmurando enfurruñada y dejando tras de sí un poderoso y rancio olor a aguardiente barato, por unos segundos me quedé petrificado. Una mirada cejijunta y torva me atravesó. 
Una bizca de ojos oscuros, de pañuelo en la cabeza anudado bajo la barbilla -estilo moda rabiosa de finales de los cincuenta-. 
Me volví para verla alejarse. Una vieja y siniestra mesa camilla de dos patas vestida de negro que, renqueante y destilando alcohol, se perdía en la distancia. Camino de la taberna que hay junto al cruce de la comarcal, como si lo viera.
Mal rollo –pensé-. Los bizcos, no sé por qué, siempre me han dado mal rollo.
-No veas tu madre, casi me acojona -le dije, cerrando la puerta con llave-.
-No es mi madre. Es una amiga suya que la suple un par de horas. 
El tercer martes de cada mes la sustituye a última hora. Mi madre tiene un rollo con un amigo de un pueblo vecino y se va un par de horas antes del cierre.
Mañana me tocará abrir a mí, Matías. 
Matías, Delfina, al verte, ha debido pensar que venimos a otra cosa –concluyó, soltando una risita.
-¿Delfina? ¡Joder! parece recién salida de una novela sobre los bajos fondos de la Barcelona de primeros del siglo veinte. Quizá huyó de su fatal destino novelesco y vino a refugiarse junto al delta. Huyendo de su literaria y negra suerte barcelonesa, debió recalar en este pueblo.
-¿Intentas ligar, Matías? 
-Si. Me parece que si. Y deja de decir continuamente Matías esto; Matías lo otro; Matías lo de más allá.
-Buen intento. Apuntas maneras, Matías.
Apagó las luces de la tienda y se perdió en la oscuridad hasta que una mortecina luz se encendió al fondo de un pasillo que arrancaba justo a mi derecha un metro más adelante.
En ese preciso momento pensé en Eutimio. Acababa de oscurecer y había luna, así que andaría paseando entre algarrobos y almendros hasta la hora de cenar, como solía hacer los días en que ninguno de los dos proponía otra cosa. Una cena tranquila, donde, seguramente, mi amigo querría conversar hasta muy tarde. 
Los largos años de vida furtiva, sin amigos fuera de su órbita profesional, sin nadie a quien confiarse, le habían pasado factura, y ahora deambulaba tranquilo por los campos cuando anochecía, buscando quizá la reconciliación con esa parte de sí mismo que había sacrificado al elegir su profesión…
Un callejón sin salida. Forzosamente se impone un cambio de rumbo. Una fractura. Desdecirse de parte de lo ya vivido. Volver sobre tus pasos hasta encontrar el recodo preciso donde equivocaste la senda… y perdonarte. 
Los sueños y el destino, por más que digan, suelen ir de la mano en muy pocas ocasiones. Y si te sucede, si eres uno de esos afortunados, respira hondo, y, si puedes, tómatelo con calma, porque será terrible y/o maravilloso; aunque igualmente impagable.
-¿Matías?
La voz de Mabel me sacó de mis cavilaciones, rompiéndome el discurso en un tono sutilmente disfrazado de frágil impaciencia, acaramelado y sugerente, que, sin darme cuenta, me arrastró como un imán hasta la trastienda.
-¿Cuánto hace que lo sacaste del congelador? –pregunté-.
-Fue ayer, a mediodía –contestó, levantando la vista de la enorme bolsa de deportes-.
-Mañana apestará. Después de pesarlo intentaremos sellarlo un poco. 
Rodeados de estantes llenos de latas, bidones de aceite y enormes paquetes de papel de váter, y presidiendo la escena el enorme arcón congelador -que ocupaba todo el bajo de la pared más larga de la trastienda, donde, encima de una de las puertas de acero inoxidable, Mabel dispuso y calibró la balanza-, comenzamos la tarea.
Saturada de una londinense y humeante neblina, la trastienda, en una suerte de sortilegio, nos había transfigurado en dos conspiradores que, en completo silencio y como en sueños, fumaban, sacaban una pieza de la balanza, ponían otra, anotaban su peso y la dejaban sobre un anaquel, que, justo encima y sin perderse detalle ni quitarle ojo al congelador, parecía observar, inmutable, toda la operación.
Tabletas rectangulares de unos dieciocho por trece centímetros, de acabado redondeado por ambos extremos y tres centímetros de grueso. En teoría son de cuarto de kilo, pero casi nunca es cierto. Salvo dos, que tenían tres gramos de más, en casi todas faltaba un poco de peso. No era mucho, pero noventa posturas de cuarto se habían trasformado en veintidós kilos y doscientos catorce gramos. Pesarlo, y, de tanto en tanto, sacar y probar una muestra, nos llevó casi dos horas.
Los enrojecidos, grandes y rasgados ojos de Mabel -antes de alejarse hasta la entrada de la trastienda, darle al interruptor del extractor y caminar pasillo adelante hasta que su bonito culo desapareció tras la cortina que da paso a la tienda-, por un instante, y con fulgor de hembra, me escudriñaron sin ningún disimulo.
Volvió con un rollo de cinta americana y un ambientador.
La niebla se disipaba a la par que yo iba metiendo el material en la bolsa de deportes y sellaba con cinta todas las cremalleras. 





*Fragmento de "Junto al delta".