domingo, 25 de julio de 2010

El eco de mis pasos

Tras las tinieblas de lo reprimido -lo que ha sido y está enraizado- y detrás de la sombra personal -lo que todavía no es y está germinando- se halla la oscuridad arquetípica, el principio del no-ser, lo que se escribe y denomina Diablo, Mal, Pecado original, Muerte, Nada.
James Hillman. Encuentro con la sombra pag. 202.


                                                     CÁDIZ


En carnaval, cuando mires a la bahía, quizás veas Puntales. Al fondo Puerto Real.
Habrá, casi con toda seguridad, grandes barcos grises atracados borda con borda. Si prestas atención al viento, quizás oigas una risa lejana, quizás, en ese instante, el brillo azul de una mirada te golpee el rostro.
En ese fugaz momento, oirás el ir y venir de un hombre muy joven, casi un muchacho, caminando por la cubierta de un barco gris. Zarpa, rumbo a mar abierto, sin saber su destino.
Quizás puedas sentir que zarpas con él, cómo el viento, duro y frío del Atlántico, os azota el rostro.
Ese hombre, que presentirás a tu lado, es el eco de mis pasos...


Delante el estrecho, un pasillo entre continentes, rumbo al mar de Alborán. África, la misteriosa África. El continente aparece como una lejana silueta recortada entre brumas.
Viajo en un viejo buque de asalto anfibio.
En proa, sólo el viento, y un mar gris plomizo, frío y salvaje. Los delfines hacen cabriolas, traviesos, inquietos y juguetones, como niños trapecistas en una carpa invertida.
En popa, calor humano, compañeros, marinos…, suenan guitarras. Se fuma kif en viejas pipas marineras, Hechas de coral rojo. Talladas con paciencia y amor en las solitarias guardias de mar, donde la luna es una bella amante inalcanzable que ilumina y acompaña al marinero en su soledad.
Siempre mirando al lejano, fugaz horizonte, siempre el mismo, siempre diferente.
Llegó el temporal, de levante, las olas como montañas coronadas de espumas. El buque, cabalga alborozado y temeroso por sus crestas y, de pronto, desciende vertiginosamente, entonces, las olas son murallas, enormes farallones de agua, donde el barco oscila inseguro, como un amante inexperto sumergido entre húmedos pechos femeninos. Es una tormenta terrible.
La nave se tambalea de un costado al otro en ángulos inverosímiles. Cabecea de forma alarmante. La proa se hunde vorazmente en el agua, después, salta hacia arriba como un caballo encabritado.
Sólo se come sólido, aun así, vomitamos las entrañas constantemente.
Las lúgubres caras de la tripulación le dan una atmósfera eléctrica y tenebrosa a los sollados. Los viejos brigadas chusqueros hablan de un misterioso agujero de tiempo en estas aguas. Antiguas leyendas marineras de la bahía.
Tras dos días solamente hemos avanzado cincuenta millas, apenas un nudo por hora. Las hélices giran en el aire casi todo el tiempo. No tocan el agua, que nos levanta. Nos vuelve ligeros, como una cáscara de cacahuete.
No se puede dormir. Las escotillas siempre están cerradas y el aire se vicia por momentos, haciendo cada vez más penosa la respiración. Demasiados hombres en tan poco espacio. La atmósfera se carga más y más.
Únicamente, en la inmensa bodega principal, la menos transitada, el aire retiene todavía algo de frescura. Allí, fuertemente estibados, viajan los carros anfibios, esperando su amanecer frente a la costa, su asalto a la playa.
Se revisan constantemente, y yo, con los responsables de los vehículos, fumo hachís en pequeñas pipas de mármol. Todos estamos agobiados y nerviosos, lo que nos hace fumar cada vez más.
Oímos el mar golpear contra los costados de la nave, los mamparos tiemblan, dentro de la bodega resuena y se amplifica, entonces reímos como niños traviesos.
Caminamos como borrachos, dando tumbos, tropezando con todo, escotillas, mamparos. El buque me recuerda una repleta pista de baile, pero, desgraciadamente, sin mujeres.
La enfermería, mi lugar de trabajo, está atiborrada de contusionados renegando y maldiciendo.
Me cuesta horas desmontar la automática, limpiarla y engrasarla. Es una 9 milímetros. Una Star de la Fuerza Naval. Una reliquia con más de treinta años encima, pero, a pesar de su edad, funciona de maravilla, suave como un guante femenino. Cargada pesa cerca de dos kilos, y necesito las dos manos para usarla con eficacia durante los ejercicios de tiro de combate.
Cuando la devuelvo al pañol de armas cortas está reluciente como una quinceañera. Ya no la volveré a ver hasta el amanecer, frente a una playa desconocida.
Casi todo el tiempo libre lo paso acostado, atado a la cama para no caer al suelo. El barco se balancea, da vueltas. Mi cabeza da vueltas, todo da vueltas. Las entrañas también: arcadas, retortijones y vueltas.
Esa noche no puedo más y salgo a cubierta. Nos lo han prohibido, pero no me importa. El temporal nos escora de forma alarmante. Como por milagro, la nave recupera el equilibrio y cae hacia babor. Aire..., aire fresco.
Las olas barren la cubierta, y, agarrado a una escotilla, miro en dirección al puente, conozco al piloto que está de guardia. Los relevan cada dos horas, porque, con la tormenta, es un trabajo agotador. Fumo en pipa, el vals de las olas no deja hacerlo de otra manera.
El viento arrecia inesperadamente. Una ola que no he visto venir me empuja con fuerza contra la escotilla. Siento un fuerte impacto en la cabeza, y doy un grito mientras caigo de bruces sobre la cubierta pensando: eres un estúpido, no debiste salir con este temporal.
No quiero morir en Alborán... Y la noche se apodera de mí.
Abro los ojos, amanece en la selva. Me palpo el cuerpo. Estás entero -me digo. No se donde estoy. Miro mi ropa…, es verde, ropa militar. Mi saco marinero descansa a mis pies. Mi viejo cuchillo de comando también está conmigo. Es un regalo de paracaidistas italianos, un recuerdo agradecido por mi ayuda durante unos ejercicios en la isla de Cerdeña.
A mi alrededor la vegetación es poderosa, exuberante. Tengo delante un lago enorme cargado de brumas, y un ruido atronador a mis espaldas me impide pensar.
Camino rápido hacia el ruido ensordecedor, de pronto, atisbo la luz de una fogata. Me paro, y, semioculto por la frondosa vegetación, observo: Una pila de negros parece charlar alrededor de la hoguera. Miran en mí dirección. Me han visto. Cuando se levantan me doy cuenta que son muy altos, y están más chupados que un caramelo de mil duros. Gritan, cogen sus armas…, entonces salgo disparado como una flecha. Hacia el río.
Después de unos minutos me detengo. Protegido por el verde circundante, los veo buscándome… Avanzan desplegados. Conocen el entorno a la perfección y acabarán por encontrarme.
Todo rezuma una asfixiante humedad que parece desprenderse del cielo, cubriendo de un gris profundo la vegetación. Sigo corriendo a trompicones hasta que el río me cierra el paso. Miro atrás durante unos minutos…, no hay manera de despistar a aquellos tipos en su terreno. Estoy acorralado. Delante sólo el río, el ruido atronador y las nubes de agua. Es la catarata.
Compruebo mis escasas pertenencias… Las aseguro, ato el viejo saco a mi espalda y me lanzo al agua, hacia el ruido, entonces, con la catarata, doy el salto de mi vida. Al abismo.
Aterrizo en la nieve, nieve por todos lados. ¡Mierda!, ¿dónde coño estoy? Por suerte es de día, a mi alrededor no hay nada. Solo en mitad de una montaña.
Con nieve hasta la rodilla, lenta, trabajosamente, comienzo a descender.
Tras dos horas de agotadora y fría caminata, mi pie izquierdo tropieza con algo duro. Lo desentierro y, al comprobar lo que es, me quedo alucinado. Una tapadera de váter Mario -me digo-. Una tapa de color rojo intenso. Se acabó el pateo. Me siento sobre ella y empujo con fuerza ladera abajo.
Cuando cojo velocidad, miro atrás. Es un volcán, un volcán de postal. Mientras desciendo cojo puñados de nieve y me los llevo a la boca. Agua, necesito agua.
Aprovecho una zona con poco desnivel, una terraza natural de la montaña, para llenar la cantimplora de nieve.
Tras unos minutos de rápido descenso, veo, a lo lejos, la bruma de un valle desconocido. Tengo delante una pendiente enorme. Un largo, inacabable, tobogán blanco, y al fondo, la niebla del lejano valle me espera.
Bajo a una velocidad de vértigo, como un bólido. La espesa bruma se acerca a toda pastilla, de pronto, doy un grito, y la fría, tenebrosa niebla, se me traga.
Las imágenes se suceden a un ritmo infernal. Es imposible atraparlas con la mirada, cambian vertiginosamente. Mi cuerpo, entonces, se tensa y llena de energía… La imagen de una selva, un claro en un denso bosque, el recodo de un río negro, se fija unos segundos… Me relajo, me dejo ir... y estoy allí. Sentado junto a unos árboles gigantescos. Delante del río, en un rincón del claro.
En el otro extremo de la verde explanada hay un pequeño campamento con seis o siete pequeñas chozas. Tres niños juegan. Corretean encandilados alrededor del fuego.
En mi raído saco marinero busco mis pequeños prismáticos. Ahora todo es más preciso. Los niños gritan y se alborotan cuando ven llegar a ocho adultos con taparrabos. Van armados con cerbatanas, unas pequeñas lanzas y machetes de cortar caña. Son cazadores, al parecer han tenido suerte: traen, entre otras piezas más pequeñas, un chancho salvaje.
Oigo un ruido a mis espaldas, y al girar la cabeza estoy rodeado de mujeres. Su única vestimenta son unos diminutos taparrabos. Me miran alucinadas. Comentan, me parece, mi extraña forma de vestir, me toman por un soldado. Hay una que me gusta, tiene los ojos almendrados, de un marrón intenso, profundo. Es muy tímida, constantemente mueve la cabeza de un lado a otro. Esquiva mi mirada. Todas observan el color de mis ojos como si fuera algo extraordinario.
Me digo: por aquí no pasan muchos occidentales.
Mejor para éstos -me contesto-.
Cuando -de nuevo- miro hacia el poblado, los cazadores ya se han dado cuenta de mi presencia y corren en mi dirección con machetes y lanzas. Pienso: ¡mierda!, estos tíos me han visto con sus mujeres. Vuelven de una cacería. Han estado fuera días, quizás semanas, y lo primero que se encuentran al llegar es un tipo raro rodeado por sus mujeres, que ríen y lo observan flipadas. Lárgate ¡capullo!
Veo las canoas junto a la orilla. Salgo disparado, agarro una y me lanzo corriente abajo.
El agua es negra, y remo, remo desesperadamente, como un condenado a galeras. La corriente es rápida, mejor, me aleja de los cazadores y me permitirá acercarme a la otra orilla en poco tiempo.
Al llegar doy un salto y escondo a toda velocidad la canoa. He recorrido cerca de un kilómetro y medio. Espero unos minutos oculto entre la maleza. Al poco los veo llegar. Tres canoas con dos tipos en cada una. Reman despacio y miran hacia ambas orillas. Buscan la piragua. Los veo pasar y desaparecer río abajo.
En un acto reflejo palpo mi cuchillo. Es un instrumento de asesinos… Doce centímetros de hoja triangular, doble filo, acanalada en el centro y acabada en una despiadada punta.
Con gran sigilo me acerco a la canoa. Es muy ligera, fabricada con la corteza de los árboles de la zona.
Comienza a oscurecer y necesito un lugar donde pasar la noche. Desde la orilla veo un alto farallón entre los enormes helechos. Destaca por encima de los árboles, a unos trescientos metros.
Recorro la distancia con la canoa a cuestas.
Al pie de la enorme muralla de piedra, y semioculto por la vegetación, descubro una mancha oscura. Es una cueva. Soy un tipo con suerte. Dejo mis escasas pertenencias en la entrada.
He de hacer un reconocimiento de la gruta, por lo tanto me adentro despacio unos metros y espero a que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. La diminuta luz azul de un mechero es mi guía. Debo asegurarme que no es una guarida de jaguares.
Saco de su alojamiento mi pequeño cuchillo mientras camino cueva adentro. En unos minutos me deshago de mis temores. Puedo dormir tranquilo. Soy el único depredador que va a dormir aquí esta noche.
Todavía guardo en mi saco restos de una ración de combate. Sopa deshidratada y carne enlatada cocida. Pongo el metálico soporte, encima el cazo de la cantimplora y el agua que me queda. Después, la última pastilla de combustible sólido bajo el soporte.
Estoy dentro de la gruta, sólo unos pocos metros, así, la luz no se ve desde fuera. Mientras se calienta el agua, me zampo en un par de minutos la carne en lata. Está asquerosa, pero... no hay nada más.
Terminado el suntuoso ágape me aproximo a la entrada. Estoy de suerte, hay luna, y desde la boca de la cueva admiro esa luz en todo su esplendor… Sus rayos parecen poseer un leve gris metalizado, sólo perceptible cuando rebotan al caer, como un luminoso depredador, desde los árboles, que los filtran, dejando pasar, únicamente, sus hilos más hermosos.
Los sonidos llegan con toda nitidez, rebotan en la ominosa pared. Ésta parece absorberlos…, para luego, lanzarlos de nuevo, amplificados, llenos de oscuros, mágicos y fugaces tonos, a la selva, el lugar que les pertenece.
Admirando la voraz, salvaje y pura belleza de la luna, de la noche en la jungla, sus aromas, las luces y sombras de la vida primitiva, me pregunto: ¿Qué coño hago aquí? A pesar de tantas dudas, el agotamiento puede más, y, arropado con la luna de los vagabundos de sí mismos, me duermo.
Despierto confuso, he tenido un sueño extraño:

Estaba con dos mujeres en un pequeño cuarto. Las dos me observan con caras de preocupación, de pronto, la dueña de la casa, una mujer muy bella y suspicaz, se levanta y va en busca de algo. Cuando regresa, trae consigo unas piezas de latón viejo. Quiere que agite las piezas con las manos y las tire sobre la roja estera. I Ching. Está interesada en mi destino, parece intuir un largo viaje.
En mi aturdimiento, he tirado las piezas exclusivamente con la mano izquierda, aun así, la damos por válida. Pero, cuando consulta mi futuro en el pequeño manual languidece.
Malos augurios…Algo profundo se romperá dentro de mí. La miro y pienso: cambia ese destino. Le digo entonces: “deberías dejarme tirar ahora con la mano derecha”. Los resultados son bastante mejores.  Será duro, pero quizá algún día volvamos a vernos. La otra mujer observa la escena entre curiosa y asustada, entonces, me río a carcajadas, y una fuerte ventolera me hace desaparecer en la oscuridad.

Cuando me espabilo miro hacia fuera. El sol está en su cenit, y al asomarme al exterior me llevo el susto de mi vida. No hay río, ni selva, ni grandes helechos en las cercanías. Miro atrás, mi cueva sólo es un hueco de tres metros tallado cuidadosamente en la roca. Está llena de figuras esculpidas primorosamente. En la pequeña cavidad, petroglifos aztecas visten las paredes. Hay uno que me produce una fuerte impresión. Un guerrero tolteca con sus armas. Listo para la batalla de su vida.
Tengo ante mis ojos una explanada inmensa. Su perímetro, un paralelogramo lleno de construcciones de piedra, me dice que estoy en una antigua metrópoli azteca. En realidad, he dormido en un hueco de la pared de un gran edificio medio en ruinas.
Una pirámide enorme ocupa la parte central de la mágica explanada ¡coño, cómo mola! Toda la vida he querido subirme a uno de estos gigantes de piedra. A pesar de mis escasos conocimientos sobre el tema, sé que pertenece a la cultura azteca.
Estoy en la sierra, una alta meseta de Méjico central, o, al menos, tiene toda la pinta de serlo.
La vegetación confirma mi primera impresión.
Mira por donde, me voy a tener que mamar tropecientos peldaños de una escalinata enorme y encima estoy contento. Eres un gilipollas -me digo.
Con lo extenuado que estoy, calculo que tardaré horas en llegar a la cima. Hay luna, y esta noche tengo una cita allí arriba. Una cita con las estrellas.
Fuera del recinto la vegetación es más espesa. Vagabundeo por el lugar pensando en mi alucinante viaje. Un viaje que presiento acabará hoy, en la cima de la hermosa pirámide.
No hay nadie, absolutamente nadie, es muy extraño, debería estar lleno de turistas, pero no es así. Camino despreocupadamente un buen rato y acabo tropezando con un pequeño y recóndito edén.
Una fuente preside una abovedada estancia ensombrecida por grandes árboles. Tiene una especie de pequeño altar de piedra por donde el agua sale a la superficie hasta desembocar en un diminuto torrente, para desaparecer, como una sombra, montaña abajo.
Espero el atardecer junto a la fuente. La serpiente emplumada, los jaguares, Teotihuacan, Tula, los atlantes, guerreros toltecas, aztecas, chichimecas, olmecas, las pirámides del sol y la luna, donde los hombres se convierten en dioses. La calzada de los muertos. Todo baila dentro de mí mientras espero la hora. Mi hora.
El temido momento llega, y comienzo el camino hacía la pirámide. La cita, la terrible cita, es ineludible y muy peligrosa. Nadie, absolutamente nadie, puede, ni debe ayudarte. No todos sobreviven a un encuentro como el que te espera, Mario. Pero los que salen con bien, regresan siempre con regalos inesperados.
Al pie de la pirámide me siento unos minutos. Saco mi pequeño cuchillo y comienzo a sacarle filo meticulosamente, con delicadeza.
Es la hora, empiezo a subir la enorme escalinata, ¡mierda! en el quinto peldaño tropiezo con un pequeño guaje y casi caigo de bruces.
Me siento en el escalón mientras compruebo el contenido de la bolsa. Son botones, grandes y frescos botones de peyote. Con el cuchillo, corto en pequeñas rodajas uno de los botones. Las voy masticando despacio, escupiendo después de cada bocado las finas hebras. Ese cacto es muy fibroso.
Los indios lo toman en los mitotes entre tragos de tequila, sin duda para minimizar el acre sabor que se adueña del paladar. No dispongo de tequila. Me tengo que conformar con agua. Espero, mientras mastico parsimoniosamente, al crepúsculo. Miro al cielo y entreveo un pájaro magnifico. Dispone de los ojos más perfectos de la creación. Un águila solitaria en el horizonte.
En ese momento el rojo sol enciende mi rostro. Es hora de comenzar la ascensión. Subir escaleras es algo para lo que no estoy especialmente dotado, por lo tanto, la ascensión es lenta, pero inexorable.
Al llegar a la cúspide, con el corazón en la boca, piso una pequeña explanada cuadrada.
Miro a mí alrededor, hacia el sur tengo otra pirámide, entre las dos, la distancia no sobrepasa los cuatrocientos metros. Es la pirámide del sol, que enrojece y parecer arder con el ocaso. Estoy Teotihuacan, sentado en la pirámide de la luna, mirando al sur, hacía la inmensidad.
Todo comienza a zumbar, se acelera el pulso, entonces, una extraña, ominosa oscuridad se acerca como una flecha. Un rayo negro me atraviesa justo cuando comienza a caer la noche.
Empiezo a sentir un cosquilleo en la coronilla, de pronto, algo se rompe dentro de mí, algo que había estado retenido toda la vida, un dique que, me parece, deja pasar un montón de energía, y levanto la mirada hacía la luna, está roja, roja con tenues destellos amarillos. Hace un instante era blanca y ligeramente plateada.
Desde aquí arriba me siento como un dios. Un ruido me hace girar a la derecha la cabeza. Lo que veo me llena de pánico, un susto de cojones, un animal, una sombra, una silueta recortada en los rojos rayos de la luna, parece dar vueltas a mí alrededor, allí, en lo alto de la pirámide. Tiene un no sé qué familiar, tierno, a pesar de su aparente fiereza femenina.
Cuando, relajado por fin, miro a la izquierda, tengo una sacudida que parece levantarme dos palmos del suelo. Sudo, tiemblo y tengo escalofríos, una sombra humana gigantesca está a dos centímetros de mi oreja.
Comienzo a cantar una canción, una melodía del mediterráneo, en un instante, la sombra se ha trasformado en una oscura silueta que, sentada a mí izquierda, escucha, encandilada y feliz, la bella canción. He dejado de temblar, y un extraño, ancestral ánimo, se ha apoderado de mí ser.
-No tengas miedo -dice la sombra-. ¿Acaso no sabes quién soy? Soy tú. No me puedes retener toda la vida. No tengas miedo, escribe, que yo te escribiré. Soy tú, al igual que esa cazadora implacable que da vueltas a tu alrededor, aunque aún no te des cuenta, también eres tú. Es una mujer, un jaguar, también necesita salir de cacería. Tranquilo, no estaremos estrechos, cabemos todos, en realidad, hemos cabido siempre.
-Entonces siento cómo mi sombra, con una especie de largo tubo salido de la nada, y que apoya en mi oreja izquierda, me habla rápido, cada vez más rápido, me llena el cuerpo de palabras, una catarata inmensa desemboca dentro mí, palabras, siempre palabras, apilándose en mí memoria hasta el infinito. En un instante de lucidez me digo: ¡coño! no sabia que pudieran caber tantas palabras dentro de una persona.
-Ahora no te quedará más remedio que ir desembuchando -me dice, la muy condenada-, te he jodido. Te he acorralado para decirte: “ponte a escribir ya, idiota, no vas a durar siempre y sueñas con escribir, con vivir del cuento. De momento, el cuento te va a ayudar a sobrevivir. Saldrás de tu laberinto escribiendo un libro. Tienes que dar, pero, sobre todo, darte, una lección acerca del equilibrio de las cosas.
Al despertar comienza el amanecer, estoy tirado en el suelo. Me levanto aturdido. He dormido debajo de unos grandes castaños, entre la hojarasca de una pequeña plaza. Por lo visto he vomitado las entrañas.
Miro a mí alrededor… Una roja tapa de váter apoyada en uno de los castaños y la fuente de piedra en el otro extremo de la sombría plazoleta.
Tengo una sacudida, y comprendo. Estoy en Collserola, en la Fuente de los Castaños.
Ha sido un viaje alucinante y muy peligroso.
De vuelta a Verdún, caminando lentamente rumbo a casa, reflexiono y llego a dos conclusiones: la primera, es que debo escribir. La segunda, es que soy un estúpido, no se debe tomar nunca mescalina en soledad.
En ese instante me invade una tierna sonrisa, mis ojos brillan llenos de luces amarillas, y el cuerpo comienza a reír a carcajadas.

Y la playa de la Caleta quizás atrape tu mirada. El viejo fortín militar, y los miradores, como viejos puentes colgantes huérfanos de una orilla, te llenen de nostalgia.
Quizás el atardecer te posea, y el rojo sol, prenda fuego a tu rostro mientras muere, entonces, cuando la luz declina inexorable en el horizonte, quizás mires al mar, quizás presientas una mirada furtiva, un fugaz relámpago de neón azul envuelto en cálidos destellos amarillos, entonces, sólo entonces, si prestas atención al viento, oirás, navegando en la brisa, el eco de mis pasos.

jueves, 22 de julio de 2010

Maletas*

Aquella lánguida tarde de invierno, después de una larga y reparadora siesta, se mira al espejo. Sin peinar, y con un viejo pijama de rayas por atuendo, se siente triste y apagada. La mujer que la mira atónita desde el espejo no se parece a ella. Desolada, se mete en la ducha. El agua caliente se pasea por el cuerpo desnudo, y, por un momento, piensa en las probables causas de la tristeza que siente al regresar a su isla.
Siempre es primavera. Aquí siempre es primavera –repite con un hilo de voz-.
Se pone un blanco y acogedor albornoz. Se seca el pelo, y, cuando guarda el viejo secador de su madre en el pequeño armarito de baño, las lágrimas comienzan a caer, cálidas resbalan por las enrojecidas mejillas.
Se sienta en el bidet. Fría y sola, derrama lágrimas desesperanzadas y enigmáticas. Cree no saber el porqué de su tristeza. La gratificante euforia, sentida al reencontrar los viejos amigos de su tierra natal, los paisajes de su juventud, las viejas postales grabadas desde que era niña en la memoria, han dado paso a una tristeza tibia que la asalta, sin causa aparente, a la menor ocasión.
Se imagina caminando por las dunas de Maspalomas, ataviada, únicamente, con un sombrero verde. Rodando, se deja caer duna abajo. El roce de la arena en su piel es algo que recuerda de niña.
Pero..., ahora, es un sensual roce que le endurece los pezones. Recoge arena con la copa del sombrero y se la tira en la cabeza. Al sentir los diminutos y suaves granos caer desde su media melena, recorrer su cuerpo, resbalar por sus pechos, por el pubis, se estremece.
Es la noche de fin de año -la cena será en unos minutos- y está densa.
Pesada, lenta y coqueta, se arregla el pelo. Se pinta los labios. Se mira en el espejo, hace un bello mohín de disgusto, y busca una barra de labios de otro color.
Los grandes y brillantes ojos, esta noche, lucen un apagado fulgor que, con unos pequeños toques de color y una larga raya marrón, prolongada hasta rebasar el párpado inferior, consigue disimular.
Se arregla el flequillo y se mira en el espejo para comprobar el resultado. Sus labios dibujan media sonrisa. Al deshacerse del albornoz, y mirarse en su desnudez, un gesto de intima aprobación la recorre. Sigue siendo un buen ejemplar de belleza insular.
Al salir del baño, observa las dos viejas maletas que la han acompañado desde Barcelona.
Los viajeros –reales o metafóricos-, viajantes, artistas en gira, y demás ralea que se mueve por un motivo u otro, o sin motivo alguno, tienden a crear lazos emocionales con esos funcionales objetos que, cuando viajan, parecer concentrar su mundo, su vida, dentro de si.
Ahí, suelen llevar, estos itinerantes seres, desde el libro del que no pueden prescindir hasta la ropa interior preferida.
Abre una de ellas. Saca un portafolios azul y busca en su interior. Escruta entre un montón de papeles hasta encontrar una solitaria hoja amarillenta, donde un poema parece esperar la luz su mirada, el tacto de sus manos, el roce de la piel.
Entonces, recita una estrofa: “Tus lindos ojos van y vienen…”
Sin duda es un bello poema, pues, por un instante, consigue dibujar, en el apagado rostro, la más bella de sus sonrisas, y un brillo deslumbrante se apodera de sus ojos, mientras su voz, muda y cálida, recorre los escasos versos.
De un salto, sus emociones la ponen en Barcelona. Ese cabrón de poeta andará por la ciudad persiguiendo faldas libreta en ristre. Luego piensa que no. Andará, eso seguro, pero quizá lo haga sin salir de casa. Quizá, desde allí, encuentre palabras para mí.
Con lo que a mí me cuestan, y ese cabrito las tiene a patadas -murmura sonriendo-.
Dijo que buscaría palabras para mí, y todavía no lo ha hecho.
Guarda el viejo portafolios en la raída maleta castaña. La cierra con mucha ceremonia y la vuelve a dejar junto a la otra.
Al salir, mientras le da al interruptor de la luz, mira las maletas unos segundos, y una risa incontenible se manifiesta, se apodera de su ánimo, y, al cerrar la puerta, lanza una sonora carcajada.

La insular y bella nativa ignora que al poeta, en realidad, lo que le gustaría es llevar sus maletas, y que encuentra palabras en sus silencios, que, de sus sinuosas y lánguidas miradas, el autor, cual mago con chistera, saca historias y más historias.
Un hilo de tinta se apodera de su voluntad y, tras él, la mano se desplaza ágil por el papel. En algunas ocasiones, el hilo de tinta y el autor parecen intercambiar papeles. ¿Qué más da? Perseguido o perseguidor. Tanto monta. Sólo cuenta el resultado.


*Fragmento de "La estrella y el vagabundo".

viernes, 16 de julio de 2010

Epílogo*

Es el momento de darle matarile a las últimas palabras.
Ya con la confirmación médica de mi curación -menos mal, después de pasarlas tan putas-.
50 semanas de odisea urbana. Contento, muy contento.
La experiencia que se describe es sólo una interpretación -una visión subjetiva-. La de un buen observador. Nos cuenta como su mundo se va desmoronando, desapareciendo, mientras él intenta aferrarse a ese mundo con todas sus fuerzas. No pudo elegir, no pude elegir.
La realidad siguió en movimiento, y sus circunstancias pesaron más que la férrea voluntad de que no me arrebaten nada más.
La romántica experiencia se atravesó cuando no debía -la historia de mi vida-, con esta mujer, toda la vida me ha pasado lo mismo. Algo se cruza siempre. No tengo suerte.
Básicamente, la terrible experiencia vivida transmuta en estos cuentos. Son un acto de amor. El más bonito y largo acto de amor de mi vida.
Un servidor, o sea, el infortunado que pilló de lleno -a cuatro bandas y encima simultáneas-, se desnuda sin rubor ni vergüenza alguna, y de paso pinta a una bella mujer que también sufre, como él.
Asumir los costes de mis actos sin que me destrozaran ha sido una ardua tarea, quizá la más digna de emprender para una persona. Yo, bebí un amargo cáliz hasta la última gota -os lo aseguro-.
Tengo un retrato duro y contradictorio, pero sincero, el mío. Un desnudo en lo más alto de un puente. En esos momentos sólo lo esencial queda y tomas tu decisión: cuéntaselo leopardo. Dile que la quieres. Inclinó la balanza la esperanza de una sonrisa entrevista en la playa.
El otro cuadro es de una mujer. Un hermoso, brillante y enamorado -a que engañarnos- fotograma musical. Me guste o no -es que si- fue así, y así lo pinté. Pintarla ha sido mi billete de vuelta. Un hermoso billete.
Contarlo: me acojonó la idea cuando el leopardo la sacó a relucir, pero hecho está. El trabajo más duro, íntimo, largo y solitario de mi vida.
Con el largo viaje concluido con éxito, y habiendo pagado una factura muy alta, encaro el futuro. Un futuro lleno de cuentos... un rosario de cuentos... Espero.
 
      
Los viajes se completan interiormente, y los más atrevidos, no hace falta decirlo, se hacen sin moverse del sitio.
El coloso de Marusi. Henry Miller.

*Final del libro "Ruido de fondo".

jueves, 15 de julio de 2010

21 de agosto*

Otro día oruga. Hoy sale mi puente, mi sombra, mis miedos...
Faltaban dos minutos para las 5. En la soledad más absoluta, bajé despacio hasta el puente. Nadie alrededor, nadie en el puente. 
Avanzo lentamente, mirando al vacío por entre sus frágiles barandillas. El pulso se acelera. Los ojos miran a ambos lados del abismo -salta, Mario, salta-Elijo mi sitio.
Me siento en el centro -en lo más alto de sus metálicos arcos- mirando el crepúsculo. Hacía mi ciudad natal -mi querida Barcelona-. 
Enciendo un cigarro oyendo esa voz que ya conozco tan bien -la de mi sombra-, me dice: salta, salta. Trato de no oírla, pero es imposible. Las manos sudan y tiemblan. 
Mientras miro el sol del atardecer me veo a mí mismo saltando una y otra vez. No sé qué hacer. De pronto, una voz se cuela dentro de mis pensamientos ¡piensa en tus hermanas! Le hago caso. Me reconforta. 
Los minutos pasan lentamente, y una angustia inexplicable se apodera -poco a poco- de mi ser. Miro el abismo como hipnotizado. El fin de mis problemas está allí abajo. En el duro asfalto.
El sol del atardecer enrojece mi rostro, lo deslumbra. Me calo el ala del sombrero y me despojo de mis gafas de sol mientras una veleidosa brisa refresca mis sentidos. Cierro los ojos, y un brillo rojo amarillento se acerca desde el horizonte. Son sus ojos -los de mi Eva- y, me cuento: si lo haces, lo pasará mal.
Veo a mi sombra sentarse en el barandal. Me anima a acercarme. Aparecen de nuevo los bellos ojos. Lloran. Las lágrimas resbalan muy despacio por su rostro. La sombra parece decirme: ¡olvídala! sólo te ha traído disgustos, en cambio yo, te ofrezco paz, sólo paz. 
Para entonces es Mario el que siente resbalar aquellas lágrimas por sus mejillas. Mis hermanas miran asustadas. Perciben mi inquietud. Intuyen mi terrible dilema y se apostan presurosas junto a esos ojos -brillantes como azulejos- hermosos -como corales rojos- que han dejado de llorar y se cierran apenados. No quieren ver lo que está a punto de ocurrir.
Un impulso extraordinario se va apoderando por momentos de mi cuerpo.       Siento miedo. Un profundo miedo se apodera de todo. No sé que va a suceder.  Miro el reloj. Han pasado veinticinco minutos.
Sentada en el frágil barandal, mi sombra sonríe malignamente. Siento un chasquido y miro al horizonte -ella sonríe-. De pronto, veo al leopardo saltar, y de un rápido y certero zarpazo lanza a la sombra al vacío. La oigo estrellarse contra el asfalto. Levanto de nuevo la mirada, y ella vuelve a sonreír con los pies en el agua mientras mis hermanas juegan confiadas y tranquilas en la arena.
Estoy agotado cuando me levanto. Camino despacio y sosegado hacía el final del puente. Lo cruzo sonriendo feliz. 
El leopardo atravesó el espejo. Ha matado al Minotauro. Y Mario retoma su solitaria senda. Hacía las vías, detrás la arena, y a continuación el mar infinito. 
La sombra de mal agüero ya no está conmigo. 
Me acerco a la estación y compro un billete. El tren pasará en un momento.
                                                      
                                          
Posdata:
No ha sido un tratamiento. Ha sido un culebrón.
El interferón da paranoia.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

miércoles, 14 de julio de 2010

20 de agosto*

Vuelvo a releer los primeros cuentos. Recuerdo su génesis, y creo que Regli tiene parte de ella -le fui largando escritos y más escritos-. Será curioso observar como fueron evolucionado -creciendo- mis pequeños relatos.
El año que viene ha de ser el momento. Una vez terminado “Ruido de fondo”.
Ayer hablé con Trivi por teléfono -le di la mala noticia de Mª José-. Charlamos un poco de todo. En especial de los cuentos. Sobre todo de los primeros, los que fueron mi guía para salir del laberinto.
Acuñó una frase genial -me conoce el muy cabrón-. La tengo que incluir por huevos: “Los cuentos, eran más yo, que yo mismo”. Un tipo listo mi amigo.
Hablamos de miedos -conoce a mi musa-. La ley de Murphy oruga : “Si algo va mal ni se te ocurra lamentarte, aún puede ir mucho peor”. Ésta es mía.
Mi Eva era todo un temperamento de jovencita, además una lanzada -como casi todos nosotros-. Bajita, guapa e imprevisible, divertida, soñadora, y lo mejor: maravillosamente femenina.
Cambiando de onda pero no de frecuencia: la banda sonora del expreso está bordada. No lo digo por darme coba, pero refleja muy bien mi experiencia. Su luz y su frecuencia -mi dura convalecencia- con musical apariencia. Sonoros espejos de mi vida. Mi dolor -mi pasión y penitencia-. Mi puñetera existencia.

*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

martes, 13 de julio de 2010

19 de agosto*

Noche casi en blanco. Camino rondas adelante muy temprano. Por fin soy capaz. Amanece cuando llego a casa.
El 3 de mayo salí de casa de mi madre después de comer. Tenía el tiempo justo para llegar a las 5, a mi cita con la sombra. Era un puente oruga. 
Bajé del autobús en la parte alta de Mongat, justo después de cruzar la autopista. 
Allí estaba. Era mi puente. Muy largo, tremendamente desnudo y de frágiles barandales. Estrecho y solitario. 
Elegí Mongat. Era mi talismán. El pueblo de mi más bello cuento -el de las sonrisas de mi musa-. El lugar donde no contesté la pregunta de mi Eva.
Lo seleccioné a propósito. Aún estaba algo ido pero quería salir victorioso. Por eso elegí aquel lugar. 
Llegué pronto. Faltaban todavía algunos minutos. Encendí un cigarro y esperé…  
Observaba desde arriba a mi sombra. Era larga, sinuosa y con un negro abismo de asfalto bajo sus metálicos arcos -la autopista de la costa-. 
En mis manos había ya un leve temblor. Mientras corrían los minutos comencé a sentir la cantinela que ya conocía tan bien: ¡salta, salta!
Me voy a Gracia oruga. Me estoy poniendo excesivamente emotivo.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

jueves, 8 de julio de 2010

13 de agosto*

Poco queda por relatar de mi musa ¿cuándo fue la última vez que la viste desnuda Mario? Fue en Vallpresona (el verano del 93). Yo subía de la playa y me la tropecé delante de una tienda tomando el sol con una amiga.
Mi menda, andaba entonces detrás de otra morena -una antropóloga- taimada y suspicaz, cuya principal preocupación era buscar un semental irresponsable  -conmigo pinchó en hueso- que la dejase embarazada y madre soltera.
Sus pechos -los de mi musa- son altos y algo separados, pero bien puestos y proporcionados. Elegantes -pero no discretos-. Armoniosos; resaltan su rostro, y, si tienes la suerte de verla reír, compruebas que esos pechos también lo hacen, y al abrirse los abanicos que tiene por pestañas, sus almendrados ojos se tornan grandes y brillantes mientras su pelo cae hacía atrás y ondula con un leve y suave giro de su cabeza. La miro y desfallezco.



*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

martes, 6 de julio de 2010

18 de agosto*

Ya mismo atacaré San Mario -que no fue tal-, donde se selló mi mala fortuna. Un roce cálido de mis dedos en su pelo desencadenó mi desgracia y sus miedos. En mi situación no podía ser una amenaza ni para una tortuga, pero hay estados de ánimo donde estas cosas se pueden retorcer hasta convertirlas en cualquier mal sueño.
Hoy he visto a mi musa de cerca pero distante. Nuestros ojos no se han encontrado. Ella lo ha evitado, yo no. A pesar de su miedo atávico se ha dado una vuelta por un lugar que sabe frecuento. Amigos incómodos sin necesidad. Me he marchado yo, por más películas que se monte soy todo un caballero.
Miro a mi izquierda, a mi muerte. Le pregunto, y me dice: Escribe Mario. Escribe tus cuentos -no intentes comprender-, nada hay que comprender. Sólo sobrevivir y contarlo es importante.
Texto raro el San Canuto -que no San Mario-. Tengo dos versiones, una de abril y otra de mayo. Le tiré los tejos oruga -nada sexual por supuesto-. Pero debía saber que realmente me importaba. Poco a poco, le dije muchas veces aquella tarde, donde, de pronto, se convirtió en una furia fugaz por un roce de mis dedos en su pelo.
No he venido a discutir, le dije. “He estado 47 años sin ti, puedo estar 47 más”. Después, ella fue un mar de lágrimas, y una voz de mujer desconsolada me rogó: “Mario, ¡por favor!, no me hagas eso”. No lo hice, me quedé oruga; volví a quitarme los zapatos. Entonces me castigó. Salí temblando como un metrónomo.
Subiendo la cuesta de la C/ Almansa las lágrimas me inundaron. Me sentí el hombre más solo y triste de toda la historia de la humanidad. Camino de mi locura y con un sueño de futuro roto en pedazos. Ése, fue el final de un día en el que pretendía estar con ella un rato. Conocerla más de cerca.
Desde entonces tengo una espina en el corazón. Me ha gustado toda la vida oruga -toda la vida-, y ninguno de los dos entendió al otro. Todo malentendidos -para cortarse las venas dentro de un container-. Toda la vida esperando, y tenía que ser estando los dos hechos polvo cuando tuve mi oportunidad.

*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

domingo, 4 de julio de 2010

10 de agosto*

Estoy de vuelta oruga. Francia sigue en el mismo sitio, pero yo no, las paranoias no son mi mundo cotidiano.
Todo evoluciona favorablemente para el leopardo. Mario va mas despacio, su memoria es un almacén sin fondo. Un archivo vital duro de recordar, donde, a veces, las imágenes del pasado son más intensas que la realidad. El leopardo, en cambio, es el aquí y ahora. Los dos son míos. Son facetas, reflejos en el espejo de mi vida.
Las francesas son una debilidad que sigo teniendo, y Francia anda llena de esas criaturas tan apasionadas y sensuales, con ese acento tan dulce que las hace irresistibles para mis yos.
Fuimos hasta Berga con el coche petado. Un pequeño universo lleno de las cosas más dispares era nuestro vehículo: desde un perro a un par de altavoces, pasando por un enorme fardo de vegetales sin cuento.
Una vez allí, trasladamos gran parte de nuestra nutritiva carga a otro vehículo más espacioso. Por fin pude poner los pies en el lugar apropiado.
Largo viaje hasta Tarascon, municipio del que forma parte el pueblo de destino. Carreteras llenas de monumentos dedicados a los guerrilleros que liberaron los pirineos franceses de fascistas alemanes.
Ya de noche, recalamos en nuestro diminuto pueblo.
Rodeados de estrellas y oscuridad -sin luz- pasamos nuestra primera noche.
Pensé en Mª José hasta que pude conciliar el sueño. En su pronta marcha hacía la nada. Su viaje definitivo. Miraba las estrellas cuando las lágrimas mojaron mi rostro. Oruga, la vida a veces duele.
Esas jornadas fueron de reflexión profunda. Allí, en las montañas, supe lo que buscaba en los lugares -en las paradas- de mi paranoia ¿por qué esos sitios y no otros? ¿qué buscaba? Era mi identidad -perdida en un laberinto multicolor de pastillas- lo que buscaba.
Ella -la bella mujer- era gran parte de mi memoria lejana e inmediata -el azar lo quiso así, o fue el destino-. La conozco desde siempre y, por supuesto, también buscaba a la chica de hoy. La sonrisa de Mongat era un objetivo. Y lo demás de ella, un referente donde encontré gran parte de mi memoria. Enlazó grandes retazos de mi vida que andaban dispersos dentro de mí -me conoce desde siempre-.
El pasado y el presente se enlazaron con un nudo llano -simple y eficaz-. Se usa generalmente para unir dos cabos que han de soportar tensión. Ésta, los aprieta más y más.
A pesar de los pesares, le debo mucho a la panterita, y también a mi viejo amigo Trivi. Vio mi estado tan bien como ella, pero sin armarme ningún número de circo emocional. A aquellas alturas, fue todo un detalle.
Vengo del huerto urbano. Cuido un pequeño universo vegetal -sus progresos y debilidades- va bien oruga, y surtido, no te creas. Este otoño le vendrá muy bien a Mario. Necesitará ayuda para un mal trago. De los suyos -ya sabes- del corazón.
Bellas noches las del pirineo francés. Estrellas y más estrellas visten el cielo, persiguiendo mis paseos nocturnos -saetas de luz iluminan mis pensamientos-. Lloro mientras veo el espectáculo. Brillantes y múltiples ojos en el espejo de mi ser -alumbran levemente los senderos en la oscuridad-. Radiantes lágrimas del universo, asomadas al abismo insondable de la noche definitiva, lloran conmigo.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

jueves, 1 de julio de 2010

23 de julio*

No me lo creo oruga*. No me vengas con milongas -estás jugando conmigo-. De acuerdo que tanto cambio de sistema operativo puede agobiar, pero de ahí a que se volatilicen los poemas hay un océano. Que te pone nerviosa el Ubuntu ¡venga ya!
Para tu información, no es mandinga. Así que no te hagas ilusiones y no me marees los cuentos, porque si se pierden los poemas te condeno a la perpetua.
Ayer, tenía una luna llena para mi sólo -próxima y brillante-. Con esa luz que tienen las lunas de verano -noche de amantes-. Sus rayos rebotaban en las baldosas del suelo -dando a la pared un brillo cambiante- jugando con las sombras. Éstas, corrían asustadas a ocultarse tras el bajo del viejo sofá, huyendo de los placidos reflejos que amenazaban con iluminar sus rincones más profundos. Un haz -ligeramente plateado- rielaba en los azulejos, llevando un fugaz y pálido gris blanquecino a la estancia -al tocar levemente los perfiles de la oscuridad- poco antes de que, su luz, despejara los abismos que encierra la noche. 

*Ordenador personal del autor.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".