domingo, 18 de enero de 2015

Y me llamarán racista (unas risas a cuenta de la religion)

Después de los asesinatos en el país vecino y de la visión sensacionalista que se ha proyectado desde los grandes medios de los luctuosos acontecimientos, de haber dedicado horas y horas a una sesuda reflexión, he llegado a la penosa conclusión de que soy racista.
Sí amigos, sí, soy racista sin ningún género de duda ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que un anarquista heterodoxo como yo haya caído en semejante cisma ideológico? ¿Qué siniestros mecanismos inconcientes se han desatado dentro de mi psique para llegar a esta penosa convicción?
Toda la vida creyendo que era un tipo corriente, cuya idea de la supremacía se basaba en términos de clase y poder y en que no me gustan las chilabas para los tíos, que prefiero y preferiré mis tejanos de siempre, o la pana si hace mucha rasca.
Al parecer, si me apunto a sentirme Charlie los menos me tachan de racista, los más, solidario con las víctimas de un crimen.
Con la iglesia hemos topado Morgan, me digo. Lo llevo claro, pagaré por mis blasfemias tarde o temprano. La religión, aparte de darle consuelo a cuatro panolis, mata y ha matado lo suyo. En su seno late el impulso supremo de la hegemonía de sus creencias y valores; y hay están los montones de cadáveres –unos pudriéndose ahora mismo y otros que son polvo en el camino desde hace siglos y siglos– para demostrarlo.
Hay que irse con ojo, de la religión es mucho más saludable no reírse, porque, según el punto de vista de algunos, reírse de ella es racismo en diferido.
Yo estaba en un error garrafal, ingenuo de mí, creía que reírse de la religión era como mucho una blasfemia y, en ese caso, el pecado de blasfemia solo concernía a los creyentes de la religión en cuestión ¡Pues no, amigos, no! Al parecer, si te ríes de la religión procedente de una cultura minoritaria en tu país eres racista. Para ser buen chico deber acatar sus preceptos, al menos en público, no vaya y que se ofendan. Y si los gais y lesbianas les ofenden porque contraen matrimonio, los gais y lesbianas que caen en esas prácticas blasfemas son racistas también.
Y si la medida de lo que es racismo o no es solo una cuestión aritmética, los que antaño éramos anticlericales ahora deberemos ser racistas.
Me había planteado el asunto y, por una mera cuestión de supervivencia, decidí en principio reírme exclusivamente de la religión católica, no quería saltar por los aires o que me tacharan de racista.
Pero poco me duró la alegría, al momento recordé que mi ciudad tiene una abundante población venida de las americas, y, de ésta, una parte considerable son más beatos que el ministro del interior. Fervorosos cristianos que llenan salas de culto e iglesias que los autóctonos han dejado de frecuentar en gran número a lo largo de los últimos cuarenta años.
A raíz de esta evidencia, pues son extranjeros y una minoría, reírme de Jesucristo o del Papa es racismo por definición; estaba pues, condenado a no poder reírme de esos canallas que tanto han oprimido, torturado y asesinado a lo largo de la historia en nombre de Dios, a someterme a la coacción moral que tratan de imponernos desde sus púlpitos y mezquitas…
Sí, amigos, sí. Una semana horrible, rodeado de fantasmas, a solas con mis miedos, mi bloqueo y mi maría terapéutica; una semana interminable, donde, después de cada canuto, mis pensamientos se escurrían por los más recónditos senderillos de mi conciencia, removiendo con frenesí diabólico mis convicciones más robustas.
¿Llegará un triste día en que las palabras anticlericalismo y racismo sean sinónimos reconocidos por la sacrosanta Academia de la Lengua? ¿Resurgirá de sus cenizas El Santo Oficio? ¿Será que tanto canuto te acaba devorando las creencias más profundas, convirtiéndote a largo plazo en un racista?, me pregunto, ciego y sobrecogido.
Traumatizado y atónito, trato prever las consecuencias que la etiqueta de racista va a tener en mi vida de aquí en adelante.