lunes, 28 de marzo de 2016

Luces y sombras (fragmento de J. de Mono)

— Contártelo requerirá su tiempo, Carlota.
— Desde luego. Con eso cuento para mantenerte ocupado durante el día, porque las noches, las noches serán para posar. Para tratar de buscarte en el mundo sombrío que se adivinaba tras la festiva y contenida sonrisa que mostrabas cuando te conocí. Tras aquellos ojos apasionados y curiosos que parecían querer dejar atrás alguna oscura tragedia. Tardé tiempo en darme cuenta de lo embusteros que podían llegar a ser aquellos ojos azules de mirar tierno. Ahora sé qué buscaban cuando me mirabas y decías que la belleza sería la llave de tu redención… Ahora son otros Matías, limpios y traviesos, pero busco aquellos; quiero pintar aquellos cariño, los ojos del abismo, de la mirada sombría que trataba de olvidar el dolor de una tragedia; y me miraban con la atención con que se contempla una obra de arte. Estregados, sumisos, a veces fieros, desgarrados, profundos y misteriosos… Tras los que se sospechaba un vértigo lóbrego, un abismo de sueños rotos, de alma malherida; y en lo más hondo, una profunda luz esperanzada y tímida donde se emboscaba el superviviente que ya eras, aunque todavía no lo supieras.
— No creo que a estas alturas mis ojos den para tanto, la verdad.
— Donde no lleguen los tuyos llegará el recuerdo de los míos, te lo aseguro.
— Una de las cosas que más me gusta de ti es la fe que tienes en tu trabajo. Yo no lo veo tan claro. 
— ¿Qué tal la noche con Segis?
— Un tipo alucinante. Ha sido una de las noches más extraordinarias de mi vida. Un personaje desorbitado y enérgico que aloja en su seno un espíritu insondable y desarticulado. Hubiera dado cualquier cosa por poder grabar aquel despliegue inagotable de oratoria. Apenas pude abrir la boca, y él no paraba de hablar y hablar, de liar canutos o pedirme que los hiciera yo. Se infló a comer y beber... vino, orujo. Hasta el zumo, que había ignorado sistemáticamente durante toda la noche, acabó mezclándolo con el orujo que quedaba en la botella y se lo zumbó al final. Su Charles Manson de pacotilla, o el desvarío uterino de la criolla peyotera, por mi madre que no los olvidaré en la vida. Mañana estaré más fresco, entonces anotaré todo lo que recuerde del eremita de la estación agropecuaria. De su carácter indómito y su ingobernable locuacidad; y de aquella cara de caballo que parecía tener solo una ceja recorriéndole toda la frente. Yo no bebí ni fumé la mitad que él y estoy medio en coma; y el tío, tan campante, se larga a patrullar por los ásperos senderos de su querida sierra.

viernes, 4 de marzo de 2016

Obvio

Trató de hablarle de la diferencia de edad, y ella tiró de lencería. Ganó de calle la lencería, tardó tres segundos en perder la cabeza...

miércoles, 2 de marzo de 2016

Segis 1 (jamón de mono)

Verá usted, don Matatías: Yo era profesor de secundaría en un instituto de Béjar. Daba clases de historia y literatura. Un profesor un tanto despistado y no demasiado sociable. No me queda más remedio que reconocerlo, después de años de vagar por la península por fin conseguí plaza en mi pueblo natal, años me costó, años y años de solicitarlo, de reclamaciones; de instituto en instituto como un nómada, siempre de aquí para allá, dando vueltas y vueltas como una peonza, y no crea que me salió gratis, de eso nada, don Matatías; tuve que acostarme con dos tías que formaban parte del tribunal de méritos. Siempre lo mismo, para bien y para mal, don Matatías. Y ya ve usted, a los dos años de regresar a mi sierra natal el infortunio se cebó conmigo. Sí, don Matatías, sí. Usted no sabe las que me han hecho pasar esas condenadas con tanta sonrisa y tanto parpadeo, esas gatas despiadadas y egoístas. La condenada de la rumana, que se me llevó al huerto de mala manera y me buscó un lío de tres pares de cojones. Verá usted, la rumana apareció por Béjar de la mano del Picao, que la sacó de la rotonda de las afueras de Madrid donde trabajaba. Montó un bar en las afueras del pueblo, y con lo buena que está y esa mano izquierda que tiene con los hombres, siempre está lleno. Se le da bien el negocio, buen servicio y buenas vistas. Todo empezó después de las navidades en que me tocó la lotería, Ya ve, tres décimos del gordo para mi solito nada menos. Usted dirá, qué suerte. Pues no, don Matatías, no. Fue el principio de mis desgracias más negras. Poco tardó la rumana en intentar echarme el guante, y por mi madre que se habría salido con la suya de no ser por el cabrón del Picao; algún chivato de los que tiene por ahí le fue con el cuento. Una mujer de miedo, de miedo don Matatías, de miedo; alta, rubita, con todo súper bien puesto y un castellano de sensual y exótico acento eslavo que te dejaba transido. Y si al principio se fijo en mí por mero interés económico, poco de después la cosa derivó en un asunto pasional. Aunque está mal que yo lo diga, don Matatías, fueron las proporciones de mis atributos masculinos los que nos llevaron a un frenesí que se nos fue de las manos y se hizo más que evidente para los parroquianos del bar. Las lánguidas miradas que me dedicaba cuando iba a tomar el café o la cervecita de la tarde no pasaron mucho tiempo desapercibidas para aquellos sátiros malfollados que se pasaban la vida allí. La envidia, don Matatías, la cochina envidia que anida en los corazones de mis paisanos de la sierra… Veo que me mira con sorna, don Matatías. No se cree usted que fueran mis atributos viriles los que la hicieran perder los papeles ¿verdad? Ya verá, ya verá, ahora le muestro…
— Deja, deja, te creo Segis, te creo –contestó el aludido, viendo que su interlocutor parecía dispuesto a bajarse los pantalones.
— Ya verá, ya verá, le voy a enseñar una foto de cuando hice la mili. Ni las curtidas putas de Cartagena, salvo alguna especialmente furibunda, que se han triscado reemplazos y más reemplazos de marineros durante años y años, se atrevían a pasar un rato conmigo. Ahora se la enseño, creo que la tengo en un cajón de la cómoda.
Segis se levantó a buscar la fotografía. Carlota hacía rato que se había quedado dormida bajo el influjo de las cálidas manos de Matías y su masaje de pies. Y éste, aprovechando el respiro que el cese momentáneo de la aplastante oratoria de su anfitrión le brindaba, decidió liarse un porrito que amortiguara, al menos en parte, aquel torrente verbal, aquel proceloso caudal de elocuencia que lo tenía enmudecido y atónito. Trataba de fijarlo en su memoria, pues no le pareció adecuado sacar la libreta y tomar algunas notas. Deseaba que el sorprendente monólogo fluyera tal y como era, natural, implacable e insólito; un despliegue dialéctico que, sin duda, con él tomando notas, perdería espontaneidad y brío.