viernes, 24 de mayo de 2013

A modo de respuesta

Hola guapísima, ¿cómo estás? Supongo que tan bella como la última vez que te vi. Yo, como siempre desde que te conozco, echándote de menos.
A veces veo tus ojos por todas partes. Cierro los míos allí están, puntuales como un reloj.
Esta noche he tenido un sueño estupendo, aunque, como siempre, me he despertado en lo mejor: justo cuando, ya desnuda, te sentabas sobre mi rostro. Para interpretar este sueño no hace falta ser Freud.
Empecé a tener este tipo de sueños al poco de conocerte. Me acompaña desde entonces esa dulce maldición. Dulce de contenido, húmeda y salada de sabor. Sabor de conchas y caracolas, puro veneno sensual y femenino. Ya ves cómo ando. La funda de la almohada siempre llena de babas y el corazón como un templo devastado.
Lo cierto es que nunca has querido que nos viéramos, así que me lo monto en sueños; es algo que nunca podrás impedir. Si supieras la poca ropa que llevas en ellos te ruborizarías como una quinceañera. Eso cuando llevas algo.
“El fantasma de tu piel me toca y me desmayo”, un verso de uno de tus/mis poemas. ¡Qué razón tenía cuando lo escribí!, aunque quizá lo escribiste tú (ya no lo recuerdo).
Me puse celoso, y me largué de Can Felipa a callejear bajo la lluvia por el Poble Nou (eso debería responder a tu pregunta). Caminé hasta un espigón de la Mar Bella y me senté junto al mar embravecido; y maldije mi suerte y mi destino. En aquel momento, hubiera querido tener el corazón tan duro como el granito de los enormes peñascos del espigón.
Cuando, por fin, me sosegué, miré el reloj… eran las nueve y media y estaba chorreando. Tomé un café en un bar de la Avenida Icaria. Y volví a sentirme como un vagabundo mientras, bajo la lluvia, esperaba el 71.

lunes, 20 de mayo de 2013

Niebla 4 (fragmento)

-Bueno, ahora somos socios del Lagarto Verde…
-Menuda movida para entrar… ¿Dónde están los garitos llenos de humo y  tías poco recomendables?
-Han pasado a la historia, Andrés; salvo en fiestas clandestinas y algunos conciertos en centros sociales ocupados. Y ni allí es lo que era…
-¿Por qué tanta ventilación? 
-Dicen que han de cumplir una normativa muy estricta, pero estoy convencido de lo hacen para que la gente no se ponga gratis.
¿Los tipos del club te han parecido fiables?
-Bueno…, al principio sí; pero cuando el soplapollas aquél, el bajito de las gafas concha, ha empezado con su rollo ya no lo ha soltado: ¡Cómo mola, tío, cómo mola! ¡Qué guay, tío, qué guay! ¡Lo flipas, tío, lo flipas! 
Si son capaces de aguantar horas y horas a un tipo así es que son unos santos o no se enteran de nada. ¡Qué hijoputa! No puedo quitármelo de la cabeza: ¡Lo flipas, tío, lo flipas! ¡Qué guay, tío, qué guay! 
-Un colgado hiperpelma. Si fuera un poco más listo se podría buscar la vida abriendo cajas de caudales a base de palique.
Menos mal que lo grabé todo. Dos horas… La primera es la que más nos interesa. Están los hechos. Casi toda la segunda son interpretaciones y opiniones personales, que pueden aportar algunos detalles pasados por alto al principio de la entrevista, pero nada más. Lo fundamental está en la primera hora. Cuando el julandrón de las gafas ha empezado con sus: ¡Cómo mola, tío, cómo mola! ¡Lo flipas, tío, lo flipas!..., nos hemos descentrado un poco.
Tengo que pasar por el viejo rascacielos de Urquinaona. He de llevar unos documentos a un amigo de Miquel. ¿Qué haces? ¿Te vienes?
-No. Tengo las niñas en casa de un amigo. Si no voy a buscarlas antes de las diez mi mujer me cortará el cuello.

La tarde del día siguiente, Miquel y Andrés escuchaban atentamente la grabación en el despacho del primero, que hacía las veces de sala de música y lectura desde que vivían juntos. De vez en cuando paraban la grabación, y Miquel tomaba notas apoyándose en los comentarios que Andrés le iba proporcionado a medida que sus recuerdos de la tarde anterior, envueltos en una densa nube canabica, reaparecían poco a poco.
Era un trabajo tedioso, pues a cada pregunta, los encuestados respondían a la vez, atropellándose las voces de unos y otros en un confuso parloteo donde se confundían las respuestas con la música del local. De tanto en tanto, el tono decido de la voz de Raúl acallaba la embrollada cháchara, poniendo algo de orden en el discurso de éstos. Durante unos minutos la cosa iba bien, hasta que, empujados por los efectos de la maría volvían a embalarse de nuevo, mezclando ocurrencias, respuestas y risas contagiosas.
Después de varias horas de oír los: ¡Qué guay, tío, qué guay! del cretino del club, habían desentrañado lo esencial de la historia de los fumetas identificados en el Arco de Triunfo: 
La guardia urbana les entregó a domicilio un documento de las autoridades sanitarias para que se presentaran en la fecha y hora indicadas en el Hospital Clínic.
Un responsable municipal del Control de Epidemias les explicó el motivo de su presencia allí: Al parecer, habían estado expuestos a un virus desconocido, y, aunque durante las pruebas hechas en primera instancia no se encontró nada fuera de lo normal y se creía que el THC les había proporcionado cierta inmunidad, era extremadamente importante que durante unos días se sometiesen a un estudio suplementario para corroborar científicamente este hecho, de lo contrario las autoridades sanitarias los harían responsables del posible contagio a terceros. 
Estarían confinados durante diez o quince días en un entorno controlado. 
Por formar parte del estudio serían remunerados, además de suscribirles una jugosa póliza de seguros por si alguien sufría algún tipo lesión, física o psíquica.
Una vez firmados los documentos correspondientes, y después de asegurar a los que formaban parte del colectivo de afortunados que todavía tenía un empleo, que sus puestos de trabajo no se verían afectados por su ausencia, bajaron al garaje del hospital, subieron a una furgoneta cerrada y salieron con destino desconocido.

domingo, 19 de mayo de 2013

Justín*

Justino –al que todos sus compañeros llamaban Justín debido a su aspecto apocado-, era uno de los más viejos colaboradores de fray Durán, secretario de la Unión Monástica de Cataluña. Rescatado de muy joven del cuerpo de censores del estado por fray Durán, Justín había prosperado en la congregación a pesar de lo oscuro y deslucido de su profesión.
Presto siempre a que publicaciones y carteles pagados con el dinero de todos reflejasen el ideario de su orden, andaba siempre de aquí para allá dando consejos y consignas a los responsables de la gestión de municipios, diputaciones y mancomunidades que controlaba la hermandad a la que pertenecía.
"Nuestra democracia no es más que un videojuego anticuado y caro que hemos de procurar mantener vivo a toda costa. Los ciudadanos han de ser conducidos por el sendero del analfabetismo político útil que nos perpetúa, que nos hace aparecer como indispensables", aseguraba en los conciliábulos de alto nivel de la congregación que lo rescató del ostracismo en los albores de la democracia y a la que tanto debía.
Justín era un as del lenguaje subliminal, un “martínvilla” del escamoteo del mensaje popular, un Messí torticero en el inmenso campo de la comunicación gráfica.
 "Justín, te necesito urgentemente", le dijo La Reinona. "Después de muchos años, hemos puesto una pica en Flandes, y hay que conservarla a toda costa. Este constante lidiar con gente montaraz y subversiva me deja el cutis hecho un asco. Estoy llena de granos de aguantar a tanto ateo vociferante".
Lo cierto es que La Reinona, en el corto espacio de tiempo que llevaba al frente de la gestión del Distrito, había perdido gran parte de la lozanía a la que debía su apodo; y a pesar de la comunión diaria languidecía a ojos vista.
"La sumisión perruna de los responsables de cualquier cartel o publicación pagados con fondos públicos es mi objetivo irrenunciable en este caso", le aseguró a su correligionaria nada más instalarse en un despacho del Mental.
Mientras sus dos esbirros rebuscaban en los archivos, Justín recorría los mezquinos equipamientos municipales de la zona norte a la caza de cualquier revista, cartel, folleto o boletín susceptible de ser sometido a sus preceptos.
Ya en su despacho, después de unos lingotazos de chinchón, el veterano censor babeaba nada más ver el suculento botín que iba a sufrir su inapelable tijeretazo estilístico. Eso, o desaparecer por falta de recursos. Con la crisis, ya se sabe, balbuceaba medio enajenado.
Era allí, en terreno hostil, donde quería culminar la obra maestra de su vida.
El libro de estilo demócrata cristiano para carteles y publicaciones subvencionadas está casi listo, solía repetir mirando el busto de bronce de fray Durán, que, desde un alto pedestal, presidía todopoderoso el despacho de aquel hombre hecho de recortes y medias verdades.
Pero Justín no contaba con la maldición del Mental: Una tarde tormentosa, cuando, pasado de chinchón, iba a coger el abrigo, tropezó con la papelera metálica donde arrojaba las publicaciones indeseables y cayó de bruces con tal mala suerte que, al apoyarse en el pedestal de fray Durán para levantarse, éste cedió hacia atrás provocando la caída del busto, que le acertó de lleno en la sesera.
Sus compañeros de fe interpretaron el fatal accidente como una señal del Altísimo, y relegaron la obra cumbre de Justín al atiborrado archivo de Estudios Inútiles Que Hacemos Porque Los Pagáis Vosotros.



Para la revista anual La Prosperitat.


lunes, 13 de mayo de 2013

Niebla 3 (fragmento)

Cuando abrió la puerta se encontró con una mujer de mediana estatura, de pelo negro, ojos pardos y mirada soñadora.
-¿Qué desea?
Sonriendo y alargando el brazo izquierdo para darle un grueso sobre marrón, le dijo: Soy Inés, la sobrina de Castellví.
-Pasa, pasa…-le dijo, dejando el paquete encima de las piernas y empujando las ruedas de la silla hacía atrás.
La última vez que te ví eras casi una niña… Y ahora… ¡Vaya! Tenía razón tu tío.
Hay un paragüero en el baño. Es la puerta de enfrente. Deja la maleta por ahí y siéntate mientras llevo ésto al despacho –continuó, alzando el sobre con la mano derecha-. Volvió a dejar el sobre en las rodillas. Giró a la derecha, atravesó la salita y se perdió pasillo adelante.
Poco después reapareció con una carta sobre las piernas. Junto al ventanal de la terraza, Inés miraba pensativa el lluvioso atardecer que desaparecía vertiginoso tras las colinas de Collserola. Carraspeó para llamar su atención. Ella rompió a llorar y se volvió a mirarlo. Esperó a que se acallaran los sollozos, carraspeó de nuevo; la miró a los ojos y le dijo: Supongo que tu tío ya te ha hablado de todo esto. Hay una carta para ti. Has de leerla ahora.
Inés cogió la carta, la puso sobre la mesita y se dejó caer en el sofá. Se secó las lágrimas con un pañuelo de papel, suspiró hondo…, abrió la boca como para decir algo…, pero no lo hizo. Suspiró de nuevo, dejó el pañuelo en la mesita y cogió la carta murmurando entre dientes…
Miquel no intentó consolarla, abrió la puerta corredera y salió a la terraza. Chispeaba sobre la ciudad. En unos minutos, el añil profundo desapareció devorado por la oscuridad. Entonces sintió las manos de Inés sobre sus hombros… -¿Y bien…? -preguntó calidamente al tiempo que hacía girar la silla de ruedas para encararse con ella. Será mejor que entremos –continuó- o nos pondremos chorreando.
Ya en la salita, la miró un instante y le dijo: No te quedes ahí pasmada. Al fondo del pasillo hay una habitación. Será la tuya mientras estés aquí. Puedes dejar tus cosas allí. Más adelante, si necesitas algo más, Andrés se acercará a casa de tu tío a buscarlo. Todo va a salir bien, no te preocupes.

A media mañana del día siguiente, cuando Andrés llegó cargado con las bolsas de la compra y entró en la cocina, se encontró de sopetón con Inés, que fregaba la vajilla de la noche anterior. Sorprendido, dejó las bolsas encima de la pequeña mesa donde solían comer los dos amigos y se quedó mirándola como si fuera una aparición.
Ella se secó las manos, se dio la vuelta sonriendo tímidamente y, extendiendo la mano derecha, le dijo: Hola, me llamo Inés. Miquel ya me ha hablado de ti. Está en la terraza de atrás liado con sus plantas.
Sin salir de su estupor, Andrés salió de la cocina en busca de Miquel.
-¿De dónde ha salido la morenita de bote? – le preguntó nada más verlo.
-¡Hombre, ya estas aquí! Es Inés, la sobrina de Castellví. Es el único pariente vivo que le queda. Llegó ayer, coincidiendo con la implantación del toque de queda. Hacía veinte años que no la veía. A partir de ahora es una más. ¿Qué? ¿Te ha gustado la media melenita o la mirada ingenua?
Sus padres fallecieron en un accidente aéreo cuando ella tenía cinco años. Desde entonces ha vivido con los Castellví, que eran sus únicos parientes. Hace cuatro años, cuando murió Laia (la mujer de Ramón), sufrió una fuerte depresión que requirió tratamiento psiquiátrico durante unos meses. Estaba muy unida a su tía, y ahora, que su tío le ha contado lo de su enfermedad…
Castellví se muere. Le han dado poco más de un año a todo estirar. Y cree que su sobrina no será capaz de superarlo.
Según él, la cuenta atrás de la ciudad ya ha comenzado. En fin… está convencido de que las dos malas noticias juntas van a ser demasiado para Inés. Hasta el momento ha demostrado bastante entereza, pero las depresiones son traicioneras y teme que se derrumbe. Él ya no tiene fuerzas para ayudarla, así que habló con ella; y aquí está. Has de tratarla con mucho tacto. Como si fuera la única mujer que queda en el mundo.

viernes, 10 de mayo de 2013

Para Estrella

Estrella:

Ayer, entreví tus ojos entre la multitud. Parece que te presiento. Supongo que eras tú. Ya ves, podría haberme acercado para averiguarlo, pero preferí no hacerlo. Te parecerá una estupidez, y quizá lo sea; pero una voz interna, quizá mi yo más profundo, se negó en redondo a ir a comprobarlo.
Amanece mientras escribo estas líneas que seguramente no te enviaré, otro despropósito, o puede que no lo sea tanto. Es en estas frescas mañanas de primavera, donde la soledad más acecha, cuando, tremendamente solo, un profundo vacío, y el implacable suplicio que lo acompaña, más añoranzas evocan.
¿Cómo puedes echar de menos lo que nunca has tenido?, me pregunto mientras espero los rayos de un sol que aliviará el frío devastador que, despiadado, recorre hasta el tuétano un cuerpo desalentado. Entra rápido y certero como una definitiva puñalada en el corazón.
Algo sé de ausencias y puñaladas, Estrella; y también de soliloquios.
Y la llovizna que acompaña este despertar cargado de brumas me anuncia que, como una amante frívola y caprichosa, el sol faltará a la cita sin avisar; robándome así, la esperanza de que la suave calidez de sus primeros fulgores alienten el anhelo de un poema ardiente y tierno que haga desaparecer de un plumazo el sombrío rastro de tu ausencia, el gélido quebranto de mi destierro.
Es imposible quitarse de encima un sentimiento, solo puede uno intentar confinarlo en lo más profundo del alma, o adormecerlo a base de sustancias poco saludables; aunque…, ¿sabes, Estrella?, me han contado que algunos, sin duda lo más afortunados, lo subliman, y son capaces de hallar la belleza hasta en los más yermos páramos de la desesperanza.
Fui a tu estreno (no sé si lo sabías), pero acabé por no entrar.
Tuve mis razones, no te creas…, la más importante casi dicha está más arriba. La segunda, quizá anecdótica, es muy simple: Me niego a salir por ahí y tener que verte al lado de otro soplapollas.
Ya ves, al final ha salido el poco de mala leche ibérica que me tocó en la lotería genética peninsular, tan útil y necesaria para un narrador.
Palabras y palabras y palabras…, en tu ausencia…