lunes, 29 de noviembre de 2010

Radio paranoica

Aun repasando actas con motivo de redactar estas líneas, me ha sido imposible poner una fecha concreta a esta enloquecida etapa colectiva.
Todo comenzó a joderse cuando, un, alto, calvo y desgarbado paranoico, bastante conocido por las trifulcas que arma en ambientes alternativos y marginales, empezó a ponerse chulo con el resto del colectivo. Gritos, insultos, agresión a un compañero, y provocaciones como: “Yo me paso por los huevos lo que diga la asamblea”.
En fin, sólo por poner un ejemplo: hacía de técnico en el programa de presos, así que, un buen día, le dio por llamar desde la radio a la prisión de Can Brians en plan bromista. Un niño grande jugando con lo que no debía. Lo único que le faltaba a la emisora eran llamadas de este tipo.
Largar fuera del colectivo a aquél imbécil, fue, creo, lo que provocó la paranoia de otros, porque, eso sí, en aquél momento, aunque todavía no lo sabíamos, de paranoicos andábamos más que sobrados.
Con la experiencia adquirida en aquella etapa, puedo afirmar con rotundidad:
Siempre acaban armándola para después irse echándole la culpa a los demás, o, usando palabras más precisas: primero provocan una situación, y luego construyen la realidad a partir de ahí.
Lo recuerdo como si fuera ayer:
¡Marxistas! ¡Son marxistas! –exclamó indignado, y mirando acusador hacia la esquina donde estábamos sentados algunos de los compañeros que no le seguíamos la corriente.
Porque hay gente que si no les sigues la corriente se enfada mucho. Hay que darles la razón. Si no lo haces es que eres una persona mala, mala de verdad.
Ladrón, borracho, drogadicto, y alguna cosa más que ya no recuerdo –me gritaron a dúo una solitaria tarde de radio-. Entonces di una fuerte palmada en la mesa, y al levantar la vista vi correr al dúo dinámico: uno camino de la puerta; el otro buscando un lugar donde esconderse.
Asuntos como el que nos ocupa es mejor tomárselos con cierto humor. Aquel lamentable y doloroso espectáculo, que, dicho sea de paso, acabó por dejarnos sin cobertura metropolitana, es, por otro lado, una historia interesante. Una triste y penosa antítesis de la estupenda radio Nicosia.
La unidad más chunga -y un poco menos tonta- del dúo dinámico, en un bonito ejercicio de manual de psicología, se identificó completamente con la emisora. La radio era Él, y Él era la radio. De hecho, estaba convencido. Era el representante de Bakunin en las ondas. Azote de “reformistas y borrachos” que, al no darle siempre la razón, estaban cargados de defectos y debilidades, en contra suya y lejos de la pureza anarquista que Él representaba. Incluso llegó a manipular -añadiendo a bolígrafo una palabra en un texto mecanografiado que cambiaba el sentido del enunciado- el acta de una asamblea para que ésta dijera lo que, según Él, que no asistió a la misma, se había dicho en realidad. Gente marrullera y rencorosa los paranoicos.
Aunque fuera sólo de boquilla, nuestro insumiso reivindicador parecía pertenecer al ala radical del grupúsculo extremista de la fracción paranoica del movimiento libertario de corte naïf.
Y luego está lo del nomo…
Ahora mismo presiento al lector algo despistado. El que esto suscribe intenta reflejar en unas breves líneas el desbarajuste que llegaron a liarnos unos cuantos colgados, que, en su desvarío, entre otras cosas, se creyeron amos de la radio y custodios de la pureza libertaria más sicótica que he visto en mi vida.
El que quiera ampliar sus conocimientos sobre este tema sólo ha de poner en el buscador de Wikipedia la palabra “paranoia”, o mejor aún, las palabras “delirio paranoide”, y que se dé una vuelta por la página.
La cantidad de personas con problemas cognitivos o de salud mental que puede soportar un colectivo de treinta personas, cuando éste, además, desconoce el problema, es escasa. Hay que tener en cuenta que sacar adelante una emisión de veinticuatro horas es un trabajo duro, absorbente y constante que puede llegar generar tensiones.
Cuando se le fue la olla al primero, y empezó a ponerse borde, los demás del gremio parecieron infectarse con algún tipo de virus. Una destructiva batalla comenzó a fraguarse. Las asambleas se convirtieron en una suerte de terapia de grupo de película americana de majarones.
A día de hoy, sigo sin explicarme cómo fuimos capaces de aguantar tanta locura y despropósito. La verdad es que cada uno estaba inmerso en el trabajo del que se ocupaba, y cuando fuimos conscientes de la situación ya se habían montado su película y estaban subidos a la parra.
Meses fomentando el enfrentamiento, sembrando la desconfianza entre programas, intentando crear un clima hostil entre las personas. En algún caso lo consiguieron, pues siempre hay gente que viene exclusivamente a su programa y tardan en conocer al resto del grupo. Pero entre los que teníamos algún tipo de responsabilidad en ese momento, y nos veíamos a menudo, la estratagema no le funcionó.
También utilizó la técnica de volcarse con los programas nuevos para ganarse su confianza. Luego les hablaba mal de este o del otro. Esa fue su intachable moral “anarquista”.
Entre tanto, el día 21 de diciembre, RNE (canal cinco, todo noticias) ocupó ilegalmente la frecuencia que estábamos utilizando (99.00). Con aquello, nuestro Bakunin de las ondas se puso frenético del todo.
Comenzó por negar haber dicho lo que había dicho, siguió con negar haber hecho lo que había hecho, y la traca final, negaba estar haciendo lo que hacía. “Yo no quiero hacer daño al colectivo”, aseguró minutos después de dejarnos sin cobertura metropolitana. Nos acababa de joder porque no lo dejábamos imponer su voluntad y encima lo negaba.
¿”Y quién decidirá lo que es libertario y lo que no?  -le pregunté.
“Yo” -contestó, con aire de triunfo.
Como era de esperar en un colectivo como el nuestro, no hubo gritos de adhesión inquebrantable ante aquella afirmación. La peña lo miraba estupefacta. Era la condición que ponía si queríamos seguir emitiendo desde su propiedad, sita en lo alto del Carmelo.
Pasados dos minutos de su “yo” triunfal, y después de hacer una delirante analogía entre el humanismo cristiano y el ácrata, agachando un poco la cabeza y poniendo cara de víctima, en tono lastimero nos dijo: “No tenéis humanidad. Lo que pasa, es que aquí no tenéis humanidad”.
Desgraciadamente, este tipo de personas intentan crear con una mano y destruyen con la otra.
Perdimos tres programas en aquella reunión, pero nos quitamos de encima un lastre altamente destructivo que arrastrábamos desde hacía mucho tiempo.
Ninguno de los que marcharon tenía ya responsabilidad alguna allí dentro. Se limitaban a hacer su programa –los que aún lo seguían haciendo- y punto. Así que, desde el punto de vista del trabajo diario no perdimos absolutamente nada y nos quedamos como perro al que le quitan pulgas.
Unos días más tarde, se intentó negociar con Él un contrato de arrendamiento que lo liberara de cualquier responsabilidad en caso de que hubiera algún problema por emitir desde su propiedad, pero se negó en redondo alegando que lo queríamos engañar.
Después de aquello, desmontamos los equipos de Maria Lavèrnia y los volvimos a montar en el lugar de donde habían salido. Cuando, después de mucho buscar encontramos un estrecho hueco en el dial (104.5), Radio Bronka comenzó las emisiones de prueba desde Roquetas, y a finales de febrero volvíamos a estar en el aire.
Luego le tocó el turno al nomo. Intentó liarla en la siguiente asamblea.
El nomo es un tipo bajito, feo, con gafas de culo de vaso y de larga melena, que andaba de ocupa sin suerte, nunca duraba tres meses en la misma casa.
El nomo, en paralelo con su programa, se traía una especie de lucha fraticida con Indymedia Barcelona a través de la red. Se las apaño para que le hicieran una página web. La bautizó con el mismo nombre que llevaba el programa de radio, y entonces entró en una dura competencia con ellos por la información alternativa. Horas y horas penchado en la radio con todas las conexiones de Internet que tenía a su disposición abiertas, intentando adelantarse, aunque sólo fuera en dos minutos, a sus competidores de Indymedia. Un ludópata sin pasta, estoy convencido.
Esta vez se acabó con el tema rápidamente. Ya teníamos bastantes problemas. No estábamos dispuestos a seguir aguantando desvaríos de nadie. Con voz firme, se le dijo que recogiera sus cosas y se largara.
A la mañana siguiente llamé a la emisora, y allí estaba de nuevo, luchando contra Indymedia -al parecer, según nos enteramos más tarde, tiempo atrás lo habían largado de allí-. Respiré hondo, y le dije: “Oye, enano, voy a subir dentro de unos minutos. Si te encuentro ahí te corto las orejas en punta. Y deja las llaves encima de la mesa”. Esta vez dio resultado. Sentado tomando café en un bar, vi por última vez al nomo. Se alejaba como un alma en pena camino del metro.
El nombre de su programa ya nos tenía que haber hecho sospechar: “Qué se vayan todos”. Un tipo solitario sin duda.
En realidad, Radio Paranoica no llegó a existir, pero su siniestra sombra, basculando entre el anarquismo infantiloide y la ong para de terapia ocupacional, planeó sobre nuestras cabezas durante año y medio.
Moraleja: No caben muchos niños grandes en un pequeño colectivo de las características del nuestro.
Quizá, al lector le pueda molestar el tono sarcástico con el que se toca un tema tan delicado, pero si hubiera tenido que aguantar la mitad de lo que aguantamos todos nosotros durante el año dos mil cuatro, créame, se daría cuenta de que somos muy buen@s chic@s.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

El trapi* 2ª parte

Cuando, dos días más tarde, entré en el colmado, me crucé con una sombra que salía murmurando enfurruñada y dejando tras de sí un poderoso y rancio olor a aguardiente barato, por unos segundos me quedé petrificado. Una mirada cejijunta y torva me atravesó. 
Una bizca de ojos oscuros, de pañuelo en la cabeza anudado bajo la barbilla -estilo moda rabiosa de finales de los cincuenta-. 
Me volví para verla alejarse. Una vieja y siniestra mesa camilla de dos patas vestida de negro que, renqueante y destilando alcohol, se perdía en la distancia. Camino de la taberna que hay junto al cruce de la comarcal, como si lo viera.
Mal rollo –pensé-. Los bizcos, no sé por qué, siempre me han dado mal rollo.
-No veas tu madre, casi me acojona -le dije, cerrando la puerta con llave-.
-No es mi madre. Es una amiga suya que la suple un par de horas. 
El tercer martes de cada mes la sustituye a última hora. Mi madre tiene un rollo con un amigo de un pueblo vecino y se va un par de horas antes del cierre.
Mañana me tocará abrir a mí, Matías. 
Matías, Delfina, al verte, ha debido pensar que venimos a otra cosa –concluyó, soltando una risita.
-¿Delfina? ¡Joder! parece recién salida de una novela sobre los bajos fondos de la Barcelona de primeros del siglo veinte. Quizá huyó de su fatal destino novelesco y vino a refugiarse junto al delta. Huyendo de su literaria y negra suerte barcelonesa, debió recalar en este pueblo.
-¿Intentas ligar, Matías? 
-Si. Me parece que si. Y deja de decir continuamente Matías esto; Matías lo otro; Matías lo de más allá.
-Buen intento. Apuntas maneras, Matías.
Apagó las luces de la tienda y se perdió en la oscuridad hasta que una mortecina luz se encendió al fondo de un pasillo que arrancaba justo a mi derecha un metro más adelante.
En ese preciso momento pensé en Eutimio. Acababa de oscurecer y había luna, así que andaría paseando entre algarrobos y almendros hasta la hora de cenar, como solía hacer los días en que ninguno de los dos proponía otra cosa. Una cena tranquila, donde, seguramente, mi amigo querría conversar hasta muy tarde. 
Los largos años de vida furtiva, sin amigos fuera de su órbita profesional, sin nadie a quien confiarse, le habían pasado factura, y ahora deambulaba tranquilo por los campos cuando anochecía, buscando quizá la reconciliación con esa parte de sí mismo que había sacrificado al elegir su profesión…
Un callejón sin salida. Forzosamente se impone un cambio de rumbo. Una fractura. Desdecirse de parte de lo ya vivido. Volver sobre tus pasos hasta encontrar el recodo preciso donde equivocaste la senda… y perdonarte. 
Los sueños y el destino, por más que digan, suelen ir de la mano en muy pocas ocasiones. Y si te sucede, si eres uno de esos afortunados, respira hondo, y, si puedes, tómatelo con calma, porque será terrible y/o maravilloso; aunque igualmente impagable.
-¿Matías?
La voz de Mabel me sacó de mis cavilaciones, rompiéndome el discurso en un tono sutilmente disfrazado de frágil impaciencia, acaramelado y sugerente, que, sin darme cuenta, me arrastró como un imán hasta la trastienda.
-¿Cuánto hace que lo sacaste del congelador? –pregunté-.
-Fue ayer, a mediodía –contestó, levantando la vista de la enorme bolsa de deportes-.
-Mañana apestará. Después de pesarlo intentaremos sellarlo un poco. 
Rodeados de estantes llenos de latas, bidones de aceite y enormes paquetes de papel de váter, y presidiendo la escena el enorme arcón congelador -que ocupaba todo el bajo de la pared más larga de la trastienda, donde, encima de una de las puertas de acero inoxidable, Mabel dispuso y calibró la balanza-, comenzamos la tarea.
Saturada de una londinense y humeante neblina, la trastienda, en una suerte de sortilegio, nos había transfigurado en dos conspiradores que, en completo silencio y como en sueños, fumaban, sacaban una pieza de la balanza, ponían otra, anotaban su peso y la dejaban sobre un anaquel, que, justo encima y sin perderse detalle ni quitarle ojo al congelador, parecía observar, inmutable, toda la operación.
Tabletas rectangulares de unos dieciocho por trece centímetros, de acabado redondeado por ambos extremos y tres centímetros de grueso. En teoría son de cuarto de kilo, pero casi nunca es cierto. Salvo dos, que tenían tres gramos de más, en casi todas faltaba un poco de peso. No era mucho, pero noventa posturas de cuarto se habían trasformado en veintidós kilos y doscientos catorce gramos. Pesarlo, y, de tanto en tanto, sacar y probar una muestra, nos llevó casi dos horas.
Los enrojecidos, grandes y rasgados ojos de Mabel -antes de alejarse hasta la entrada de la trastienda, darle al interruptor del extractor y caminar pasillo adelante hasta que su bonito culo desapareció tras la cortina que da paso a la tienda-, por un instante, y con fulgor de hembra, me escudriñaron sin ningún disimulo.
Volvió con un rollo de cinta americana y un ambientador.
La niebla se disipaba a la par que yo iba metiendo el material en la bolsa de deportes y sellaba con cinta todas las cremalleras. 





*Fragmento de "Junto al delta".

domingo, 31 de octubre de 2010

El trapi* 1ª parte

-¿Cuántos kilos son?
-Veintidós y medio, Matías.
Yo no puedo moverlo. Como están las cosas por aquí sería mi ruina y, créeme, ya me siento al borde del abismo. Pero si lo mueves tú con gente de fuera puede ser coser y cantar.
-Es la calidad lo que cuenta. Trae una muestra y hablamos.
El fardo llevaba en el congelador de Inés -una apacible anciana de Santa Bárbara que regenta un pequeño colmado de la localidad- demasiado tiempo. 
Inés era la madre de una especie de novia que Eutimio tenía en un pueblo cercano. Una relación sin ataduras, pero constante y placentera y, según recalcó en varias ocasiones: “De absoluta confianza, Matías. Mabel es de absoluta confianza”.
-Mabel ronda los cuarenta. Estudia Literatura Española en la UNED y trabaja de camarera viernes y sábados en un garito nocturno de la nacional 341. 
-¿Una lumi?
-Sólo es temporal. Tiene prometido un puesto en una fundación cuando acabe los estudios.
Matías, es de confianza porque el fardo lleva más de un año en un congelador del colmado, y su madre, aunque empieza a exasperarse, no ha dicho esta boca es mía. Está harta de la situación, pero hará lo que su hija quiera.
Mabel y yo nos lo encontramos en un campo de algarrobos. Estaba al lado de un panal, medio cubierto con una lona y debajo de un montón de troncos que el viento había dispersado. No debía llevar mucho tiempo allí, porque nosotros frecuentábamos la zona y nunca vimos pila de leña alguna junto a las abejas.
-¿No me digas que hacéis manitas en los campos de algarrobos?
-A la mierda, Matías. Vete a la mierda.
No me creí su historia. Era mucho más probable que Eutimio, acuciado por sus problemas económicos, hubiera despistado el fardo en alguna operación contra traficantes que usaban el delta como portal de entrada para su mercancía.
Irse al campo con una tía buena a hacer manitas y encontrarse un paquete así es el sueño de cualquier fumeta. Verdad o no, el colega no se atrevía a moverlo por nada del mundo. Sus razones debía tener. 
Una hora más tarde llegó Mabel. Guapa era, porque me puse en guardia nada más verla. Con los años le he ido cogiendo cierta desconfianza a la belleza, así que de entrada no me gustó.
La miré detenidamente. En quince segundos le hice un escaner:
Mabel:
Rostro ligeramente ovalado, juvenil flequillito hasta las cejas y media melena oscura, ojos grandes, claros y algo rasgados, pómulos altos y ligeramente marcados, nariz pequeña con un toque respingón, boca amplia, de labios llenos y sonrisa de nieve, tetas de canalillo, altas, juntas y medianamente generosas, caderas sinuosas, largas piernas, blusa anudada justo debajo del pecho, un pequeño y ajustado pantaloncito tejano, sandalias de cuero y ni rastro de ropa interior.
Todo un bomboncito.
Traía la muestra, una piedra de treinta o cuarenta gramos. Buen género, color marrón rojizo y brillante como una bola de billar. Calenté una esquina de la postura con el mechero y le quité una china. Encendí un fuego de la cocina y puse la piedra a un palmo de distancia.
Sentados en el largo banco de la mesa de la cocina miraban atentos cómo me desenvolvía. Mezclé y lié un petardo. Al encenderlo pude comprobar el aroma y el denso humo blanco que fue saturando el ambiente hasta obligarnos a abrir la puerta que da al patio.
Aparté la piedra del fuego. Estaba templada. La apoyé en mármol y la corté por la mitad. Quería ver cómo era el corte. Si hubiera calentado el cuchillo hubiese sido imposible, el calor del filo lo habría quemado todo. Me puse un poco de hachís entre los dientes y lo desmenucé. La lupa me dijo el resto.
-¿Y bien? –preguntó Eutimio.
-Bien, cabrón. Bien -le contesté, apagando la tacha.
Mabel no dijo palabra. Parecía contemplarnos alucinada mientras hablábamos de dinero y tantos por ciento en tono bajo y conspirativo, quizá poseídos ya por  la ambición y la codicia.
-No es lo que estás pensando, Mabel. Pura necesidad, guapa. Pura necesidad –le dije, levantando el rostro y mirándola a los ojos-. Esto no soluciona gran cosa, pero lo de poner un buen parche y pegarme unas vacaciones si que lo arregla.
Tres partes, Mabel. Si todo va bien… entre diez y trece mil para cada uno.
Si todo el material es como éste, –continué, señalando con el índice hacia la piedra- cosa que aún he de comprobar, no habrá ningún problema.
Eutimio lleva dos meses de baja y está en las últimas en lo referente a dinero. Yo voy tieso desde hace un decenio lo menos. Y de ti, mejor ni hablar.
No lo moveremos de donde está. Vendrán a buscarlo. Podríamos ganar algo más, pero es más seguro que se lo suba a Barcelona el comprador.
Mañana has de llevarme al colmado, Mabel. Si es posible después del cierre. Cuando tu madre no ande por allí. Tiene que estar al margen.
-Vive encima de la tienda, pero está un poco sorda. No será un problema.
-Mabel, supongo que tienes móvil.
-Dos. Uno personal y otro para el trabajo.
-Usaremos el del curro. Mira por dónde, te ha salido un posible cliente en la Trinidad Vieja.
-¿Tendré que trajinármelo? –preguntó, haciendo amago de saltito infantil.
No me mires así. Es deformación profesional. Si me trae la pasta es como si le debiera algo.
-No. No tienes que hacerlo. Era una especie de metáfora. Y deja de poner morritos. Ahora mismo no estoy para juegos.


*Fragmento de "Junto al delta".

lunes, 18 de octubre de 2010

piratas subvencionados

Desde mediados de septiembre Radio Mola FM interfiere la frecuencia (96.6) por la que, desde hace 20 años, emite Radio Pica, y que actualmente comparte con Radio Bronka. Estas dos emisoras sin ánimo de lucro son dos históricas radios libres de Catalunya.
Radio Mola FM emite desde la Torre de Collserola sin concesión administrativa para ello y por una frecuencia que no es la que tiene asignada, pues la frecuencia para la que tiene concesión para emitir en el Vallés, el 89.4 concretamente, es la misma por la que emiten las radios municipales de Sant Boi, Esparraguera y Mataró.
¿Qué hace pues, el grupo Mola en la frecuencia que utilizan estas dos radios barcelonesas, en vez de emitir por la que tiene asignada para el Vallés? Indudablemente, la frecuencia de Radio Pica les abriría el jugoso mercado publicitario barcelonés, y, amparándose en la precariedad de estas dos pequeñas radios, tras ello van.
Radio Pica y Radio Bronka, a pesar de su precariedad económica, y a pesar de algunos, juntas acumulan 53 años de vida radiofónica en nuestra ciudad.
Según Carles Mundó, secretario de Mitjans de Comunicació del Departament de Cultura y Mijtans de Comunicació de la Generalitat, las interferencias se están produciendo desde la planta que Movistar tiene en la torre de Collserola, por lo que la Generalitat no puede hacer nada, pues no tiene ningún control sobre la Torre de Collserola.
Curiosa respuesta, ya que la Generalitat posee el 23% de las acciones de Torre de Collserola, y ha otorgado, desde hace tres años, subvenciones al Grupo Mola TV, del que forma parte Radio Mola FM, por un montante superior a 110.000 euros.
¿Qué amigos tienen entre el nacionalismo moderado catalán? ¿Quién quiere desterrar del dial barcelonés a estas históricas radios? ¿Qué competencias (reales) tiene la Generalitat sobre el dial catalán?
Radio Mola FM emite por una frecuencia para que no están autorizados desde la Torre de Collserola interfiriendo la señal de Radio Pica. Mola FM dispone de una licencia para emitir en dos frecuencias de FM, una para el Vallés, en la ciudad de Terrasa, y otra para la Cerdanya.
El Grupo Mola TV, que también ha sido agraciado con jugosas subvenciones del Ministerio de Cultura del gobierno central, tiene también un canal de TV en TDT para emitir en el Vallés. Este canal de TDT les fue otorgado como televisión histórica (televisiones que emitían antes de 1995), a pesar de no ser cierto que Mola TV emitiese antes de esa fecha, pues el Grupo Mola se constituyó en el 2003. Actualmente emiten por dos canales de TDT, uno que tienen asignado legalmente, y otro por el que emiten sin autorización legal.
Mucho me temo que este turbio asunto tenga que ver con una próxima legislación sobre el tercer sector (sin ánimo de lucro) audiovisual. A finales del mes de julio se publicó en el boletín oficial de la Generalitat un proyecto de ley sobre este sector. No creo que la fecha de su publicación fuera inocente, pues haciéndolo en fechas vacacionales se suele evitar cualquier tipo de debate social sobre el tema en cuestión.
A pesar de la fecha, se presentaron alegaciones, pues desde las radios libres se sospecha, y con razón, que se trata de un intento más de limitar el alcance que ahora mismo tienen estas radios (la ciudad de Barcelona) a un barrio o un distrito.
El espectro radioeléctrico es un bien público, es decir, nos pertenece a todos, y es penoso observar la incapacidad de los poderes públicos para asumir la realidad de estas emisoras, para entender que hay personas y colectivos amantes de la comunicación dispuestas a sacar adelante (durante años y años) proyectos radiofónicos que no incluyen publicidad ni negocio alguno.
La publicidad en la radio comercial ha llegado a niveles asfixiantes. Una obstinada y machacona programación de veinticuatro horas de anuncios, salpicada con unos cuantos programitas para cubrir las apariencias. Al parecer, es a lo que está destinado el medio de comunicación que tanto fascinó a Bertolt Brecht.

martes, 12 de octubre de 2010

12 de octubre

Creo que me acabo/me acaban de apuntar a un proyecto nuevo. “Junto al delta” se encuentra en estado de fosilización profunda por falta de material fumable. Si no me divierto la cosa no marcha igual. No marcha.
Por eso he dicho que si. El único inconveniente es que se amontonará todo. Como si lo viera: En cuanto empiece, aparecerá la Bustillo diciéndome: “Me tienes abandonada en una puta gasolinera, cabrón”. ¡Qué se joda¡
Oigo el salpicar de la lluvia en los cristales de la ventana pensando que quizá con ese proyecto cancelaré una deuda que no tengo. Pero en dos semanas esto olerá a hierba que te cagas y necesito tener algo fijo sobre lo que escribir mientras que la imaginación no resuelva el otro asunto.
Al bar de esquina, donde suelo ir a tomar café por la mañanas, le han dado el palo dos veces en diez días.
“Crisis, hay crisis”, cuentan las noticias.
Hubo huelguita general, y unos cientos de jóvenes despertaron por unas horas al fantasma de la “Rosa de fuego”, y el cielo y el futuro están más negros que el bigote de Frida Khalo, y, a falta de otra cosa, llevo desde el verano leyendo sin parar, casi sin comerme una rosca, y largos tragos de jarabe para la tos. Nada de Codeisan, de los que no colocan ni pizca.
Los vecinos pasean perros bajo la lluvia cuando me asomo a la ventana. El tráfico rodado parece estar de vacaciones, y un gris plomizo es el dueño del paisaje.

viernes, 13 de agosto de 2010

La caverna

En una oscura calleja de la zona norte de la ciudad, tras unas puertas de madera que te pueden partir la boca si no andas con tiento, tiene su sede una indefinible y oscura asociación cultural. Para la policía, fue allí donde se gestaron, donde, según algunos poco fiables indicios, se tramó la estrategia que, durante las celebradas fiestas anuales, que acabaron como el rosario de la aurora, dio pie a un estallido de violencia sin precedentes.
Después de detener a ciento treinta vecinos, con cuarenta y tantos de éstos puestos a disposición judicial, y otros cien atendidos de urgencia en el hospital del Valle Hebrón, a raíz de los enfrentamientos callejeros habidos aquella interminable y funesta noche; e interrogados todos los testigos imaginables, y tras tres días de intensas diligencias, el magistrado, expresándolo de modo coloquial, salió de esa línea de investigación con los pies fríos y la cabeza caliente, y con la población de la zona, en el mejor de los casos, tratándolo de imbécil integral.
Severino Formal, el desdichado juez que tuvo que lidiar con el caso, atrapado en un laberinto de versiones surrealistas y contradictorias, y un fiscal tonto del culo (por no suponerle oscuros intereses en el asunto) dio carpetazo a la cuestión y, por falta de pruebas, liberó a los vecinos detenidos. 
La fiscalía, según su portavoz (el fiscal Romerales Camarassa, azote de anarquistas, rojillos, alternativos, marginados, y demás fauna contestataria de aquel montaraz y cerril distrito) a pesar de estar convencida de que autores e instigadores eran nativos de la zona, a instancias del magistrado, baraja otras hipótesis.
Que la subestación de Telefónica ardiera por los cuatro costados a una velocidad de vértigo durante el viernes de fiestas, mientras un centenar de vecinos, en su mayoría jóvenes, al calor del incendio, y, al parecer, intoxicados con un potente alucinógeno, bailaban, a modo de regodeo o conjuro, una danza india en una plaza contigua al edificio en llamas, fue lo que despertó las iras y sospechas policiales y desencadenó el rosario de arbitrarias y violentas detenciones que sublevaron a los vecinos, y que, tras tres días de batalla callejera, dejaron un rastro interminable de barricadas y mobiliario urbano hecho escombros. 
Una imagen ampliamente difundida por los periódicos catalanes que perdurará para siempre en los anales de historia de la ciudad.
Por una vez, tuve suerte. Cuando, dos horas después de sofocado el incendio, una veintena de enfurecidos antidisturbios entraron a saco en La Caverna, me pillaron a punto de darle matarile a mi último cogollito de maría. Me lo zampé a toda pastilla y les regalé mi mejor sonrisa. Lo que no me libró de, junto a otros muchos socios, terminar la noche en la comisaría de Aiguablava.
Larga noche aquella. Noche en la que, en pequeñas oleadas, se fueron llenando los calabozos de vecinos despistados y medio pedo que no sabían qué coño pintaban allí.
El sábado a mediodía pude comprobar los profundos cambios que, debido al traspaso de competencias de seguridad ciudadana a los mossos d'esquadra, se habían producido en la comisaría:
En lugar del bocata de pan reseco con trasparentes lonchas de chopped de ínfima calidad, me dieron el mismo bocata de chopped pero salpicado de briznas de una sustancia roja que resultó ser tomate de lata. 
¡Visça Catalunya! –exclamé alborozado después de tragarme el primer bocado.
Los calabozos rebullían de gente, que, gracias al arresto masivo y el consiguiente trabajo extra para los agentes, habían conseguido conservar, en los poco concienzudos registros efectuados por los desbordados funcionarios, algunos colocantes lejos de los mossos. Era una fiesta por lo bajini.
Aniceto, un tipo grande de pelo corto y rizado, fue el único camarero de La Caverna detenido, pues los otros dos, gracias a su velocidad y menor volumen físico, consiguieron escaquearse por la estrecha puerta que daba al vestíbulo de la portería contigua.  
A las seis de la tarde, puesto que no encontraron ningún marrón que encalomarme, y trabajo no les faltaba, después de aconsejarme que me mantuviera alejado de la Plaza de Ángel Pestaña, me dieron bola.
Mientras el olor a zotal de los chabolos desaparecía bajo la ducha, me preguntaba qué habría sido del resto de socios de La Caverna.
Hice algunas llamadas…
Pasamontañas, guantes, zapatillas deportivas y ropa poco llamativa, me repetía mientras buscaba unas reliquias de los tiempos de la transición. 
Tres magníficos tirachinas y cuatro kilos de tuercas y bolas de cojinete, venerables recuerdos de una lejana guerra perdida en unos olvidados astilleros de Euskadi, fueron a parar a un viejo macuto negro…
Por desgracia, a causa de la edad no podía estar en primera línea, pero, al menos, armamento, munición y algo de experiencia si podía aportar.
Ya disponíamos de una lista de correo desde donde poder articular la resistencia y la ayuda material.
Prosperitat, sitiada por un perímetro policial, y otro formado por idiotas ávidos de titulares -sólo faltó “El Follonero”, fue lo suficientemente listo como para no asomar el morro un día de los que hay follón de verdad-, atardecía roja e inquietante…
Pero no hace falta seguir derroteros conocidos por todos. Los grandes medios de “comunicación” ya se encargaron de eso.
El caso, es que “La Caverna”, y la oscura asociación que la gestionaba, desde entonces, y gracias a los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, son conocidas y admiradas en los foros radicales de Internet. 
El garito se convirtió en un lugar de culto de la Barcelona Rebelde, y comenzó a salir en las guías internacionales con la etiqueta de ambiente radical y barriobajero. Jóvenes contestatarios, anarcos, alternativos y rojillos…son, según estas guías, los clientes habituales de La Caverna.
Nada de eso, pura exageración, en realidad, es un oscuro oasis donde pululan almas de artista, frikis y medio pirados, de los que, no sé por qué, nuestro distrito anda tan bien surtido. 
Músicos, escritores, diseñadores gráficos, palmeros, idealist@s sin remedio, y largo etcétera de canábicos militantes, que, una noche a la semana pueblan las escasas y deslucidas mesas, y se confunden con los parroquianos habituales en una creciente marea de conversaciones, viajando, como polizones, entretejidas en la humeante y radical atmósfera.
Un largo y estrecho túnel que limita al fondo con una pequeña barra, donde, en una esquina, sentado como una esfinge en una alta silla y apoyando la espalda contra la pared por si acaso, hay siempre un tipo gordito y con gafas jugando a los dados, eso es La Caverna.
Matador, otro de los camareros: sonriente, pequeño, amojamado y con patillas y greñas jevi metal, alterna su trabajo en el local con los fraseos de guitarra y cierta devoción por The Allman Brothers Band, que suenan todas las tardes de domingo mientras, escribiendo en una mesa solitaria, dejo trascurrir indolentes mis vespertinas horas dominicales. 
A su favor hay que decir que, aunque primera vista no lo parece, cuando se cabrea tiene bastante mala leche…
Los Inmortales, una conocida peña de heterogéneos rockeros jevis, tiene su sede en el local. En realidad, sólo están activos cuando llegan las fiestas. 
Su “Morcilla Rock”, una jevi y anticapitalista cena-concierto que organizan el lunes de fiestas es casi la única manifestación de su existencia.
Dado que, consecuentemente con el nombre, ningún inmortal ha palmado nunca, estuve a punto de solicitar la admisión. Pero cuando me enteré de que si alguno de los socios se ponía chungo de verdad lo dan de baja pasé de todo. Así cualquiera.
“Cefe”: bajito, con patillas y greñas jevi, coleta, gorra y color de piel de ave nocturna, es el camarero que menos se ve por La Caverna. Rockero con un toque siniestro y aficionado a las películas gore, viste siempre de negro.
Y si algún día, siguiendo el consejo de alguna de esas estúpidas guías, das con La Caverna, y te atreves a cruzar sus batientes y negras puertas, no te extrañe si los socios presentes te miran con desdén y el camarero de turno te manda a tomar por el culo sin contemplaciones.

domingo, 25 de julio de 2010

El eco de mis pasos

Tras las tinieblas de lo reprimido -lo que ha sido y está enraizado- y detrás de la sombra personal -lo que todavía no es y está germinando- se halla la oscuridad arquetípica, el principio del no-ser, lo que se escribe y denomina Diablo, Mal, Pecado original, Muerte, Nada.
James Hillman. Encuentro con la sombra pag. 202.


                                                     CÁDIZ


En carnaval, cuando mires a la bahía, quizás veas Puntales. Al fondo Puerto Real.
Habrá, casi con toda seguridad, grandes barcos grises atracados borda con borda. Si prestas atención al viento, quizás oigas una risa lejana, quizás, en ese instante, el brillo azul de una mirada te golpee el rostro.
En ese fugaz momento, oirás el ir y venir de un hombre muy joven, casi un muchacho, caminando por la cubierta de un barco gris. Zarpa, rumbo a mar abierto, sin saber su destino.
Quizás puedas sentir que zarpas con él, cómo el viento, duro y frío del Atlántico, os azota el rostro.
Ese hombre, que presentirás a tu lado, es el eco de mis pasos...


Delante el estrecho, un pasillo entre continentes, rumbo al mar de Alborán. África, la misteriosa África. El continente aparece como una lejana silueta recortada entre brumas.
Viajo en un viejo buque de asalto anfibio.
En proa, sólo el viento, y un mar gris plomizo, frío y salvaje. Los delfines hacen cabriolas, traviesos, inquietos y juguetones, como niños trapecistas en una carpa invertida.
En popa, calor humano, compañeros, marinos…, suenan guitarras. Se fuma kif en viejas pipas marineras, Hechas de coral rojo. Talladas con paciencia y amor en las solitarias guardias de mar, donde la luna es una bella amante inalcanzable que ilumina y acompaña al marinero en su soledad.
Siempre mirando al lejano, fugaz horizonte, siempre el mismo, siempre diferente.
Llegó el temporal, de levante, las olas como montañas coronadas de espumas. El buque, cabalga alborozado y temeroso por sus crestas y, de pronto, desciende vertiginosamente, entonces, las olas son murallas, enormes farallones de agua, donde el barco oscila inseguro, como un amante inexperto sumergido entre húmedos pechos femeninos. Es una tormenta terrible.
La nave se tambalea de un costado al otro en ángulos inverosímiles. Cabecea de forma alarmante. La proa se hunde vorazmente en el agua, después, salta hacia arriba como un caballo encabritado.
Sólo se come sólido, aun así, vomitamos las entrañas constantemente.
Las lúgubres caras de la tripulación le dan una atmósfera eléctrica y tenebrosa a los sollados. Los viejos brigadas chusqueros hablan de un misterioso agujero de tiempo en estas aguas. Antiguas leyendas marineras de la bahía.
Tras dos días solamente hemos avanzado cincuenta millas, apenas un nudo por hora. Las hélices giran en el aire casi todo el tiempo. No tocan el agua, que nos levanta. Nos vuelve ligeros, como una cáscara de cacahuete.
No se puede dormir. Las escotillas siempre están cerradas y el aire se vicia por momentos, haciendo cada vez más penosa la respiración. Demasiados hombres en tan poco espacio. La atmósfera se carga más y más.
Únicamente, en la inmensa bodega principal, la menos transitada, el aire retiene todavía algo de frescura. Allí, fuertemente estibados, viajan los carros anfibios, esperando su amanecer frente a la costa, su asalto a la playa.
Se revisan constantemente, y yo, con los responsables de los vehículos, fumo hachís en pequeñas pipas de mármol. Todos estamos agobiados y nerviosos, lo que nos hace fumar cada vez más.
Oímos el mar golpear contra los costados de la nave, los mamparos tiemblan, dentro de la bodega resuena y se amplifica, entonces reímos como niños traviesos.
Caminamos como borrachos, dando tumbos, tropezando con todo, escotillas, mamparos. El buque me recuerda una repleta pista de baile, pero, desgraciadamente, sin mujeres.
La enfermería, mi lugar de trabajo, está atiborrada de contusionados renegando y maldiciendo.
Me cuesta horas desmontar la automática, limpiarla y engrasarla. Es una 9 milímetros. Una Star de la Fuerza Naval. Una reliquia con más de treinta años encima, pero, a pesar de su edad, funciona de maravilla, suave como un guante femenino. Cargada pesa cerca de dos kilos, y necesito las dos manos para usarla con eficacia durante los ejercicios de tiro de combate.
Cuando la devuelvo al pañol de armas cortas está reluciente como una quinceañera. Ya no la volveré a ver hasta el amanecer, frente a una playa desconocida.
Casi todo el tiempo libre lo paso acostado, atado a la cama para no caer al suelo. El barco se balancea, da vueltas. Mi cabeza da vueltas, todo da vueltas. Las entrañas también: arcadas, retortijones y vueltas.
Esa noche no puedo más y salgo a cubierta. Nos lo han prohibido, pero no me importa. El temporal nos escora de forma alarmante. Como por milagro, la nave recupera el equilibrio y cae hacia babor. Aire..., aire fresco.
Las olas barren la cubierta, y, agarrado a una escotilla, miro en dirección al puente, conozco al piloto que está de guardia. Los relevan cada dos horas, porque, con la tormenta, es un trabajo agotador. Fumo en pipa, el vals de las olas no deja hacerlo de otra manera.
El viento arrecia inesperadamente. Una ola que no he visto venir me empuja con fuerza contra la escotilla. Siento un fuerte impacto en la cabeza, y doy un grito mientras caigo de bruces sobre la cubierta pensando: eres un estúpido, no debiste salir con este temporal.
No quiero morir en Alborán... Y la noche se apodera de mí.
Abro los ojos, amanece en la selva. Me palpo el cuerpo. Estás entero -me digo. No se donde estoy. Miro mi ropa…, es verde, ropa militar. Mi saco marinero descansa a mis pies. Mi viejo cuchillo de comando también está conmigo. Es un regalo de paracaidistas italianos, un recuerdo agradecido por mi ayuda durante unos ejercicios en la isla de Cerdeña.
A mi alrededor la vegetación es poderosa, exuberante. Tengo delante un lago enorme cargado de brumas, y un ruido atronador a mis espaldas me impide pensar.
Camino rápido hacia el ruido ensordecedor, de pronto, atisbo la luz de una fogata. Me paro, y, semioculto por la frondosa vegetación, observo: Una pila de negros parece charlar alrededor de la hoguera. Miran en mí dirección. Me han visto. Cuando se levantan me doy cuenta que son muy altos, y están más chupados que un caramelo de mil duros. Gritan, cogen sus armas…, entonces salgo disparado como una flecha. Hacia el río.
Después de unos minutos me detengo. Protegido por el verde circundante, los veo buscándome… Avanzan desplegados. Conocen el entorno a la perfección y acabarán por encontrarme.
Todo rezuma una asfixiante humedad que parece desprenderse del cielo, cubriendo de un gris profundo la vegetación. Sigo corriendo a trompicones hasta que el río me cierra el paso. Miro atrás durante unos minutos…, no hay manera de despistar a aquellos tipos en su terreno. Estoy acorralado. Delante sólo el río, el ruido atronador y las nubes de agua. Es la catarata.
Compruebo mis escasas pertenencias… Las aseguro, ato el viejo saco a mi espalda y me lanzo al agua, hacia el ruido, entonces, con la catarata, doy el salto de mi vida. Al abismo.
Aterrizo en la nieve, nieve por todos lados. ¡Mierda!, ¿dónde coño estoy? Por suerte es de día, a mi alrededor no hay nada. Solo en mitad de una montaña.
Con nieve hasta la rodilla, lenta, trabajosamente, comienzo a descender.
Tras dos horas de agotadora y fría caminata, mi pie izquierdo tropieza con algo duro. Lo desentierro y, al comprobar lo que es, me quedo alucinado. Una tapadera de váter Mario -me digo-. Una tapa de color rojo intenso. Se acabó el pateo. Me siento sobre ella y empujo con fuerza ladera abajo.
Cuando cojo velocidad, miro atrás. Es un volcán, un volcán de postal. Mientras desciendo cojo puñados de nieve y me los llevo a la boca. Agua, necesito agua.
Aprovecho una zona con poco desnivel, una terraza natural de la montaña, para llenar la cantimplora de nieve.
Tras unos minutos de rápido descenso, veo, a lo lejos, la bruma de un valle desconocido. Tengo delante una pendiente enorme. Un largo, inacabable, tobogán blanco, y al fondo, la niebla del lejano valle me espera.
Bajo a una velocidad de vértigo, como un bólido. La espesa bruma se acerca a toda pastilla, de pronto, doy un grito, y la fría, tenebrosa niebla, se me traga.
Las imágenes se suceden a un ritmo infernal. Es imposible atraparlas con la mirada, cambian vertiginosamente. Mi cuerpo, entonces, se tensa y llena de energía… La imagen de una selva, un claro en un denso bosque, el recodo de un río negro, se fija unos segundos… Me relajo, me dejo ir... y estoy allí. Sentado junto a unos árboles gigantescos. Delante del río, en un rincón del claro.
En el otro extremo de la verde explanada hay un pequeño campamento con seis o siete pequeñas chozas. Tres niños juegan. Corretean encandilados alrededor del fuego.
En mi raído saco marinero busco mis pequeños prismáticos. Ahora todo es más preciso. Los niños gritan y se alborotan cuando ven llegar a ocho adultos con taparrabos. Van armados con cerbatanas, unas pequeñas lanzas y machetes de cortar caña. Son cazadores, al parecer han tenido suerte: traen, entre otras piezas más pequeñas, un chancho salvaje.
Oigo un ruido a mis espaldas, y al girar la cabeza estoy rodeado de mujeres. Su única vestimenta son unos diminutos taparrabos. Me miran alucinadas. Comentan, me parece, mi extraña forma de vestir, me toman por un soldado. Hay una que me gusta, tiene los ojos almendrados, de un marrón intenso, profundo. Es muy tímida, constantemente mueve la cabeza de un lado a otro. Esquiva mi mirada. Todas observan el color de mis ojos como si fuera algo extraordinario.
Me digo: por aquí no pasan muchos occidentales.
Mejor para éstos -me contesto-.
Cuando -de nuevo- miro hacia el poblado, los cazadores ya se han dado cuenta de mi presencia y corren en mi dirección con machetes y lanzas. Pienso: ¡mierda!, estos tíos me han visto con sus mujeres. Vuelven de una cacería. Han estado fuera días, quizás semanas, y lo primero que se encuentran al llegar es un tipo raro rodeado por sus mujeres, que ríen y lo observan flipadas. Lárgate ¡capullo!
Veo las canoas junto a la orilla. Salgo disparado, agarro una y me lanzo corriente abajo.
El agua es negra, y remo, remo desesperadamente, como un condenado a galeras. La corriente es rápida, mejor, me aleja de los cazadores y me permitirá acercarme a la otra orilla en poco tiempo.
Al llegar doy un salto y escondo a toda velocidad la canoa. He recorrido cerca de un kilómetro y medio. Espero unos minutos oculto entre la maleza. Al poco los veo llegar. Tres canoas con dos tipos en cada una. Reman despacio y miran hacia ambas orillas. Buscan la piragua. Los veo pasar y desaparecer río abajo.
En un acto reflejo palpo mi cuchillo. Es un instrumento de asesinos… Doce centímetros de hoja triangular, doble filo, acanalada en el centro y acabada en una despiadada punta.
Con gran sigilo me acerco a la canoa. Es muy ligera, fabricada con la corteza de los árboles de la zona.
Comienza a oscurecer y necesito un lugar donde pasar la noche. Desde la orilla veo un alto farallón entre los enormes helechos. Destaca por encima de los árboles, a unos trescientos metros.
Recorro la distancia con la canoa a cuestas.
Al pie de la enorme muralla de piedra, y semioculto por la vegetación, descubro una mancha oscura. Es una cueva. Soy un tipo con suerte. Dejo mis escasas pertenencias en la entrada.
He de hacer un reconocimiento de la gruta, por lo tanto me adentro despacio unos metros y espero a que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. La diminuta luz azul de un mechero es mi guía. Debo asegurarme que no es una guarida de jaguares.
Saco de su alojamiento mi pequeño cuchillo mientras camino cueva adentro. En unos minutos me deshago de mis temores. Puedo dormir tranquilo. Soy el único depredador que va a dormir aquí esta noche.
Todavía guardo en mi saco restos de una ración de combate. Sopa deshidratada y carne enlatada cocida. Pongo el metálico soporte, encima el cazo de la cantimplora y el agua que me queda. Después, la última pastilla de combustible sólido bajo el soporte.
Estoy dentro de la gruta, sólo unos pocos metros, así, la luz no se ve desde fuera. Mientras se calienta el agua, me zampo en un par de minutos la carne en lata. Está asquerosa, pero... no hay nada más.
Terminado el suntuoso ágape me aproximo a la entrada. Estoy de suerte, hay luna, y desde la boca de la cueva admiro esa luz en todo su esplendor… Sus rayos parecen poseer un leve gris metalizado, sólo perceptible cuando rebotan al caer, como un luminoso depredador, desde los árboles, que los filtran, dejando pasar, únicamente, sus hilos más hermosos.
Los sonidos llegan con toda nitidez, rebotan en la ominosa pared. Ésta parece absorberlos…, para luego, lanzarlos de nuevo, amplificados, llenos de oscuros, mágicos y fugaces tonos, a la selva, el lugar que les pertenece.
Admirando la voraz, salvaje y pura belleza de la luna, de la noche en la jungla, sus aromas, las luces y sombras de la vida primitiva, me pregunto: ¿Qué coño hago aquí? A pesar de tantas dudas, el agotamiento puede más, y, arropado con la luna de los vagabundos de sí mismos, me duermo.
Despierto confuso, he tenido un sueño extraño:

Estaba con dos mujeres en un pequeño cuarto. Las dos me observan con caras de preocupación, de pronto, la dueña de la casa, una mujer muy bella y suspicaz, se levanta y va en busca de algo. Cuando regresa, trae consigo unas piezas de latón viejo. Quiere que agite las piezas con las manos y las tire sobre la roja estera. I Ching. Está interesada en mi destino, parece intuir un largo viaje.
En mi aturdimiento, he tirado las piezas exclusivamente con la mano izquierda, aun así, la damos por válida. Pero, cuando consulta mi futuro en el pequeño manual languidece.
Malos augurios…Algo profundo se romperá dentro de mí. La miro y pienso: cambia ese destino. Le digo entonces: “deberías dejarme tirar ahora con la mano derecha”. Los resultados son bastante mejores.  Será duro, pero quizá algún día volvamos a vernos. La otra mujer observa la escena entre curiosa y asustada, entonces, me río a carcajadas, y una fuerte ventolera me hace desaparecer en la oscuridad.

Cuando me espabilo miro hacia fuera. El sol está en su cenit, y al asomarme al exterior me llevo el susto de mi vida. No hay río, ni selva, ni grandes helechos en las cercanías. Miro atrás, mi cueva sólo es un hueco de tres metros tallado cuidadosamente en la roca. Está llena de figuras esculpidas primorosamente. En la pequeña cavidad, petroglifos aztecas visten las paredes. Hay uno que me produce una fuerte impresión. Un guerrero tolteca con sus armas. Listo para la batalla de su vida.
Tengo ante mis ojos una explanada inmensa. Su perímetro, un paralelogramo lleno de construcciones de piedra, me dice que estoy en una antigua metrópoli azteca. En realidad, he dormido en un hueco de la pared de un gran edificio medio en ruinas.
Una pirámide enorme ocupa la parte central de la mágica explanada ¡coño, cómo mola! Toda la vida he querido subirme a uno de estos gigantes de piedra. A pesar de mis escasos conocimientos sobre el tema, sé que pertenece a la cultura azteca.
Estoy en la sierra, una alta meseta de Méjico central, o, al menos, tiene toda la pinta de serlo.
La vegetación confirma mi primera impresión.
Mira por donde, me voy a tener que mamar tropecientos peldaños de una escalinata enorme y encima estoy contento. Eres un gilipollas -me digo.
Con lo extenuado que estoy, calculo que tardaré horas en llegar a la cima. Hay luna, y esta noche tengo una cita allí arriba. Una cita con las estrellas.
Fuera del recinto la vegetación es más espesa. Vagabundeo por el lugar pensando en mi alucinante viaje. Un viaje que presiento acabará hoy, en la cima de la hermosa pirámide.
No hay nadie, absolutamente nadie, es muy extraño, debería estar lleno de turistas, pero no es así. Camino despreocupadamente un buen rato y acabo tropezando con un pequeño y recóndito edén.
Una fuente preside una abovedada estancia ensombrecida por grandes árboles. Tiene una especie de pequeño altar de piedra por donde el agua sale a la superficie hasta desembocar en un diminuto torrente, para desaparecer, como una sombra, montaña abajo.
Espero el atardecer junto a la fuente. La serpiente emplumada, los jaguares, Teotihuacan, Tula, los atlantes, guerreros toltecas, aztecas, chichimecas, olmecas, las pirámides del sol y la luna, donde los hombres se convierten en dioses. La calzada de los muertos. Todo baila dentro de mí mientras espero la hora. Mi hora.
El temido momento llega, y comienzo el camino hacía la pirámide. La cita, la terrible cita, es ineludible y muy peligrosa. Nadie, absolutamente nadie, puede, ni debe ayudarte. No todos sobreviven a un encuentro como el que te espera, Mario. Pero los que salen con bien, regresan siempre con regalos inesperados.
Al pie de la pirámide me siento unos minutos. Saco mi pequeño cuchillo y comienzo a sacarle filo meticulosamente, con delicadeza.
Es la hora, empiezo a subir la enorme escalinata, ¡mierda! en el quinto peldaño tropiezo con un pequeño guaje y casi caigo de bruces.
Me siento en el escalón mientras compruebo el contenido de la bolsa. Son botones, grandes y frescos botones de peyote. Con el cuchillo, corto en pequeñas rodajas uno de los botones. Las voy masticando despacio, escupiendo después de cada bocado las finas hebras. Ese cacto es muy fibroso.
Los indios lo toman en los mitotes entre tragos de tequila, sin duda para minimizar el acre sabor que se adueña del paladar. No dispongo de tequila. Me tengo que conformar con agua. Espero, mientras mastico parsimoniosamente, al crepúsculo. Miro al cielo y entreveo un pájaro magnifico. Dispone de los ojos más perfectos de la creación. Un águila solitaria en el horizonte.
En ese momento el rojo sol enciende mi rostro. Es hora de comenzar la ascensión. Subir escaleras es algo para lo que no estoy especialmente dotado, por lo tanto, la ascensión es lenta, pero inexorable.
Al llegar a la cúspide, con el corazón en la boca, piso una pequeña explanada cuadrada.
Miro a mí alrededor, hacia el sur tengo otra pirámide, entre las dos, la distancia no sobrepasa los cuatrocientos metros. Es la pirámide del sol, que enrojece y parecer arder con el ocaso. Estoy Teotihuacan, sentado en la pirámide de la luna, mirando al sur, hacía la inmensidad.
Todo comienza a zumbar, se acelera el pulso, entonces, una extraña, ominosa oscuridad se acerca como una flecha. Un rayo negro me atraviesa justo cuando comienza a caer la noche.
Empiezo a sentir un cosquilleo en la coronilla, de pronto, algo se rompe dentro de mí, algo que había estado retenido toda la vida, un dique que, me parece, deja pasar un montón de energía, y levanto la mirada hacía la luna, está roja, roja con tenues destellos amarillos. Hace un instante era blanca y ligeramente plateada.
Desde aquí arriba me siento como un dios. Un ruido me hace girar a la derecha la cabeza. Lo que veo me llena de pánico, un susto de cojones, un animal, una sombra, una silueta recortada en los rojos rayos de la luna, parece dar vueltas a mí alrededor, allí, en lo alto de la pirámide. Tiene un no sé qué familiar, tierno, a pesar de su aparente fiereza femenina.
Cuando, relajado por fin, miro a la izquierda, tengo una sacudida que parece levantarme dos palmos del suelo. Sudo, tiemblo y tengo escalofríos, una sombra humana gigantesca está a dos centímetros de mi oreja.
Comienzo a cantar una canción, una melodía del mediterráneo, en un instante, la sombra se ha trasformado en una oscura silueta que, sentada a mí izquierda, escucha, encandilada y feliz, la bella canción. He dejado de temblar, y un extraño, ancestral ánimo, se ha apoderado de mí ser.
-No tengas miedo -dice la sombra-. ¿Acaso no sabes quién soy? Soy tú. No me puedes retener toda la vida. No tengas miedo, escribe, que yo te escribiré. Soy tú, al igual que esa cazadora implacable que da vueltas a tu alrededor, aunque aún no te des cuenta, también eres tú. Es una mujer, un jaguar, también necesita salir de cacería. Tranquilo, no estaremos estrechos, cabemos todos, en realidad, hemos cabido siempre.
-Entonces siento cómo mi sombra, con una especie de largo tubo salido de la nada, y que apoya en mi oreja izquierda, me habla rápido, cada vez más rápido, me llena el cuerpo de palabras, una catarata inmensa desemboca dentro mí, palabras, siempre palabras, apilándose en mí memoria hasta el infinito. En un instante de lucidez me digo: ¡coño! no sabia que pudieran caber tantas palabras dentro de una persona.
-Ahora no te quedará más remedio que ir desembuchando -me dice, la muy condenada-, te he jodido. Te he acorralado para decirte: “ponte a escribir ya, idiota, no vas a durar siempre y sueñas con escribir, con vivir del cuento. De momento, el cuento te va a ayudar a sobrevivir. Saldrás de tu laberinto escribiendo un libro. Tienes que dar, pero, sobre todo, darte, una lección acerca del equilibrio de las cosas.
Al despertar comienza el amanecer, estoy tirado en el suelo. Me levanto aturdido. He dormido debajo de unos grandes castaños, entre la hojarasca de una pequeña plaza. Por lo visto he vomitado las entrañas.
Miro a mí alrededor… Una roja tapa de váter apoyada en uno de los castaños y la fuente de piedra en el otro extremo de la sombría plazoleta.
Tengo una sacudida, y comprendo. Estoy en Collserola, en la Fuente de los Castaños.
Ha sido un viaje alucinante y muy peligroso.
De vuelta a Verdún, caminando lentamente rumbo a casa, reflexiono y llego a dos conclusiones: la primera, es que debo escribir. La segunda, es que soy un estúpido, no se debe tomar nunca mescalina en soledad.
En ese instante me invade una tierna sonrisa, mis ojos brillan llenos de luces amarillas, y el cuerpo comienza a reír a carcajadas.

Y la playa de la Caleta quizás atrape tu mirada. El viejo fortín militar, y los miradores, como viejos puentes colgantes huérfanos de una orilla, te llenen de nostalgia.
Quizás el atardecer te posea, y el rojo sol, prenda fuego a tu rostro mientras muere, entonces, cuando la luz declina inexorable en el horizonte, quizás mires al mar, quizás presientas una mirada furtiva, un fugaz relámpago de neón azul envuelto en cálidos destellos amarillos, entonces, sólo entonces, si prestas atención al viento, oirás, navegando en la brisa, el eco de mis pasos.

jueves, 22 de julio de 2010

Maletas*

Aquella lánguida tarde de invierno, después de una larga y reparadora siesta, se mira al espejo. Sin peinar, y con un viejo pijama de rayas por atuendo, se siente triste y apagada. La mujer que la mira atónita desde el espejo no se parece a ella. Desolada, se mete en la ducha. El agua caliente se pasea por el cuerpo desnudo, y, por un momento, piensa en las probables causas de la tristeza que siente al regresar a su isla.
Siempre es primavera. Aquí siempre es primavera –repite con un hilo de voz-.
Se pone un blanco y acogedor albornoz. Se seca el pelo, y, cuando guarda el viejo secador de su madre en el pequeño armarito de baño, las lágrimas comienzan a caer, cálidas resbalan por las enrojecidas mejillas.
Se sienta en el bidet. Fría y sola, derrama lágrimas desesperanzadas y enigmáticas. Cree no saber el porqué de su tristeza. La gratificante euforia, sentida al reencontrar los viejos amigos de su tierra natal, los paisajes de su juventud, las viejas postales grabadas desde que era niña en la memoria, han dado paso a una tristeza tibia que la asalta, sin causa aparente, a la menor ocasión.
Se imagina caminando por las dunas de Maspalomas, ataviada, únicamente, con un sombrero verde. Rodando, se deja caer duna abajo. El roce de la arena en su piel es algo que recuerda de niña.
Pero..., ahora, es un sensual roce que le endurece los pezones. Recoge arena con la copa del sombrero y se la tira en la cabeza. Al sentir los diminutos y suaves granos caer desde su media melena, recorrer su cuerpo, resbalar por sus pechos, por el pubis, se estremece.
Es la noche de fin de año -la cena será en unos minutos- y está densa.
Pesada, lenta y coqueta, se arregla el pelo. Se pinta los labios. Se mira en el espejo, hace un bello mohín de disgusto, y busca una barra de labios de otro color.
Los grandes y brillantes ojos, esta noche, lucen un apagado fulgor que, con unos pequeños toques de color y una larga raya marrón, prolongada hasta rebasar el párpado inferior, consigue disimular.
Se arregla el flequillo y se mira en el espejo para comprobar el resultado. Sus labios dibujan media sonrisa. Al deshacerse del albornoz, y mirarse en su desnudez, un gesto de intima aprobación la recorre. Sigue siendo un buen ejemplar de belleza insular.
Al salir del baño, observa las dos viejas maletas que la han acompañado desde Barcelona.
Los viajeros –reales o metafóricos-, viajantes, artistas en gira, y demás ralea que se mueve por un motivo u otro, o sin motivo alguno, tienden a crear lazos emocionales con esos funcionales objetos que, cuando viajan, parecer concentrar su mundo, su vida, dentro de si.
Ahí, suelen llevar, estos itinerantes seres, desde el libro del que no pueden prescindir hasta la ropa interior preferida.
Abre una de ellas. Saca un portafolios azul y busca en su interior. Escruta entre un montón de papeles hasta encontrar una solitaria hoja amarillenta, donde un poema parece esperar la luz su mirada, el tacto de sus manos, el roce de la piel.
Entonces, recita una estrofa: “Tus lindos ojos van y vienen…”
Sin duda es un bello poema, pues, por un instante, consigue dibujar, en el apagado rostro, la más bella de sus sonrisas, y un brillo deslumbrante se apodera de sus ojos, mientras su voz, muda y cálida, recorre los escasos versos.
De un salto, sus emociones la ponen en Barcelona. Ese cabrón de poeta andará por la ciudad persiguiendo faldas libreta en ristre. Luego piensa que no. Andará, eso seguro, pero quizá lo haga sin salir de casa. Quizá, desde allí, encuentre palabras para mí.
Con lo que a mí me cuestan, y ese cabrito las tiene a patadas -murmura sonriendo-.
Dijo que buscaría palabras para mí, y todavía no lo ha hecho.
Guarda el viejo portafolios en la raída maleta castaña. La cierra con mucha ceremonia y la vuelve a dejar junto a la otra.
Al salir, mientras le da al interruptor de la luz, mira las maletas unos segundos, y una risa incontenible se manifiesta, se apodera de su ánimo, y, al cerrar la puerta, lanza una sonora carcajada.

La insular y bella nativa ignora que al poeta, en realidad, lo que le gustaría es llevar sus maletas, y que encuentra palabras en sus silencios, que, de sus sinuosas y lánguidas miradas, el autor, cual mago con chistera, saca historias y más historias.
Un hilo de tinta se apodera de su voluntad y, tras él, la mano se desplaza ágil por el papel. En algunas ocasiones, el hilo de tinta y el autor parecen intercambiar papeles. ¿Qué más da? Perseguido o perseguidor. Tanto monta. Sólo cuenta el resultado.


*Fragmento de "La estrella y el vagabundo".

viernes, 16 de julio de 2010

Epílogo*

Es el momento de darle matarile a las últimas palabras.
Ya con la confirmación médica de mi curación -menos mal, después de pasarlas tan putas-.
50 semanas de odisea urbana. Contento, muy contento.
La experiencia que se describe es sólo una interpretación -una visión subjetiva-. La de un buen observador. Nos cuenta como su mundo se va desmoronando, desapareciendo, mientras él intenta aferrarse a ese mundo con todas sus fuerzas. No pudo elegir, no pude elegir.
La realidad siguió en movimiento, y sus circunstancias pesaron más que la férrea voluntad de que no me arrebaten nada más.
La romántica experiencia se atravesó cuando no debía -la historia de mi vida-, con esta mujer, toda la vida me ha pasado lo mismo. Algo se cruza siempre. No tengo suerte.
Básicamente, la terrible experiencia vivida transmuta en estos cuentos. Son un acto de amor. El más bonito y largo acto de amor de mi vida.
Un servidor, o sea, el infortunado que pilló de lleno -a cuatro bandas y encima simultáneas-, se desnuda sin rubor ni vergüenza alguna, y de paso pinta a una bella mujer que también sufre, como él.
Asumir los costes de mis actos sin que me destrozaran ha sido una ardua tarea, quizá la más digna de emprender para una persona. Yo, bebí un amargo cáliz hasta la última gota -os lo aseguro-.
Tengo un retrato duro y contradictorio, pero sincero, el mío. Un desnudo en lo más alto de un puente. En esos momentos sólo lo esencial queda y tomas tu decisión: cuéntaselo leopardo. Dile que la quieres. Inclinó la balanza la esperanza de una sonrisa entrevista en la playa.
El otro cuadro es de una mujer. Un hermoso, brillante y enamorado -a que engañarnos- fotograma musical. Me guste o no -es que si- fue así, y así lo pinté. Pintarla ha sido mi billete de vuelta. Un hermoso billete.
Contarlo: me acojonó la idea cuando el leopardo la sacó a relucir, pero hecho está. El trabajo más duro, íntimo, largo y solitario de mi vida.
Con el largo viaje concluido con éxito, y habiendo pagado una factura muy alta, encaro el futuro. Un futuro lleno de cuentos... un rosario de cuentos... Espero.
 
      
Los viajes se completan interiormente, y los más atrevidos, no hace falta decirlo, se hacen sin moverse del sitio.
El coloso de Marusi. Henry Miller.

*Final del libro "Ruido de fondo".

jueves, 15 de julio de 2010

21 de agosto*

Otro día oruga. Hoy sale mi puente, mi sombra, mis miedos...
Faltaban dos minutos para las 5. En la soledad más absoluta, bajé despacio hasta el puente. Nadie alrededor, nadie en el puente. 
Avanzo lentamente, mirando al vacío por entre sus frágiles barandillas. El pulso se acelera. Los ojos miran a ambos lados del abismo -salta, Mario, salta-Elijo mi sitio.
Me siento en el centro -en lo más alto de sus metálicos arcos- mirando el crepúsculo. Hacía mi ciudad natal -mi querida Barcelona-. 
Enciendo un cigarro oyendo esa voz que ya conozco tan bien -la de mi sombra-, me dice: salta, salta. Trato de no oírla, pero es imposible. Las manos sudan y tiemblan. 
Mientras miro el sol del atardecer me veo a mí mismo saltando una y otra vez. No sé qué hacer. De pronto, una voz se cuela dentro de mis pensamientos ¡piensa en tus hermanas! Le hago caso. Me reconforta. 
Los minutos pasan lentamente, y una angustia inexplicable se apodera -poco a poco- de mi ser. Miro el abismo como hipnotizado. El fin de mis problemas está allí abajo. En el duro asfalto.
El sol del atardecer enrojece mi rostro, lo deslumbra. Me calo el ala del sombrero y me despojo de mis gafas de sol mientras una veleidosa brisa refresca mis sentidos. Cierro los ojos, y un brillo rojo amarillento se acerca desde el horizonte. Son sus ojos -los de mi Eva- y, me cuento: si lo haces, lo pasará mal.
Veo a mi sombra sentarse en el barandal. Me anima a acercarme. Aparecen de nuevo los bellos ojos. Lloran. Las lágrimas resbalan muy despacio por su rostro. La sombra parece decirme: ¡olvídala! sólo te ha traído disgustos, en cambio yo, te ofrezco paz, sólo paz. 
Para entonces es Mario el que siente resbalar aquellas lágrimas por sus mejillas. Mis hermanas miran asustadas. Perciben mi inquietud. Intuyen mi terrible dilema y se apostan presurosas junto a esos ojos -brillantes como azulejos- hermosos -como corales rojos- que han dejado de llorar y se cierran apenados. No quieren ver lo que está a punto de ocurrir.
Un impulso extraordinario se va apoderando por momentos de mi cuerpo.       Siento miedo. Un profundo miedo se apodera de todo. No sé que va a suceder.  Miro el reloj. Han pasado veinticinco minutos.
Sentada en el frágil barandal, mi sombra sonríe malignamente. Siento un chasquido y miro al horizonte -ella sonríe-. De pronto, veo al leopardo saltar, y de un rápido y certero zarpazo lanza a la sombra al vacío. La oigo estrellarse contra el asfalto. Levanto de nuevo la mirada, y ella vuelve a sonreír con los pies en el agua mientras mis hermanas juegan confiadas y tranquilas en la arena.
Estoy agotado cuando me levanto. Camino despacio y sosegado hacía el final del puente. Lo cruzo sonriendo feliz. 
El leopardo atravesó el espejo. Ha matado al Minotauro. Y Mario retoma su solitaria senda. Hacía las vías, detrás la arena, y a continuación el mar infinito. 
La sombra de mal agüero ya no está conmigo. 
Me acerco a la estación y compro un billete. El tren pasará en un momento.
                                                      
                                          
Posdata:
No ha sido un tratamiento. Ha sido un culebrón.
El interferón da paranoia.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

miércoles, 14 de julio de 2010

20 de agosto*

Vuelvo a releer los primeros cuentos. Recuerdo su génesis, y creo que Regli tiene parte de ella -le fui largando escritos y más escritos-. Será curioso observar como fueron evolucionado -creciendo- mis pequeños relatos.
El año que viene ha de ser el momento. Una vez terminado “Ruido de fondo”.
Ayer hablé con Trivi por teléfono -le di la mala noticia de Mª José-. Charlamos un poco de todo. En especial de los cuentos. Sobre todo de los primeros, los que fueron mi guía para salir del laberinto.
Acuñó una frase genial -me conoce el muy cabrón-. La tengo que incluir por huevos: “Los cuentos, eran más yo, que yo mismo”. Un tipo listo mi amigo.
Hablamos de miedos -conoce a mi musa-. La ley de Murphy oruga : “Si algo va mal ni se te ocurra lamentarte, aún puede ir mucho peor”. Ésta es mía.
Mi Eva era todo un temperamento de jovencita, además una lanzada -como casi todos nosotros-. Bajita, guapa e imprevisible, divertida, soñadora, y lo mejor: maravillosamente femenina.
Cambiando de onda pero no de frecuencia: la banda sonora del expreso está bordada. No lo digo por darme coba, pero refleja muy bien mi experiencia. Su luz y su frecuencia -mi dura convalecencia- con musical apariencia. Sonoros espejos de mi vida. Mi dolor -mi pasión y penitencia-. Mi puñetera existencia.

*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

martes, 13 de julio de 2010

19 de agosto*

Noche casi en blanco. Camino rondas adelante muy temprano. Por fin soy capaz. Amanece cuando llego a casa.
El 3 de mayo salí de casa de mi madre después de comer. Tenía el tiempo justo para llegar a las 5, a mi cita con la sombra. Era un puente oruga. 
Bajé del autobús en la parte alta de Mongat, justo después de cruzar la autopista. 
Allí estaba. Era mi puente. Muy largo, tremendamente desnudo y de frágiles barandales. Estrecho y solitario. 
Elegí Mongat. Era mi talismán. El pueblo de mi más bello cuento -el de las sonrisas de mi musa-. El lugar donde no contesté la pregunta de mi Eva.
Lo seleccioné a propósito. Aún estaba algo ido pero quería salir victorioso. Por eso elegí aquel lugar. 
Llegué pronto. Faltaban todavía algunos minutos. Encendí un cigarro y esperé…  
Observaba desde arriba a mi sombra. Era larga, sinuosa y con un negro abismo de asfalto bajo sus metálicos arcos -la autopista de la costa-. 
En mis manos había ya un leve temblor. Mientras corrían los minutos comencé a sentir la cantinela que ya conocía tan bien: ¡salta, salta!
Me voy a Gracia oruga. Me estoy poniendo excesivamente emotivo.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

jueves, 8 de julio de 2010

13 de agosto*

Poco queda por relatar de mi musa ¿cuándo fue la última vez que la viste desnuda Mario? Fue en Vallpresona (el verano del 93). Yo subía de la playa y me la tropecé delante de una tienda tomando el sol con una amiga.
Mi menda, andaba entonces detrás de otra morena -una antropóloga- taimada y suspicaz, cuya principal preocupación era buscar un semental irresponsable  -conmigo pinchó en hueso- que la dejase embarazada y madre soltera.
Sus pechos -los de mi musa- son altos y algo separados, pero bien puestos y proporcionados. Elegantes -pero no discretos-. Armoniosos; resaltan su rostro, y, si tienes la suerte de verla reír, compruebas que esos pechos también lo hacen, y al abrirse los abanicos que tiene por pestañas, sus almendrados ojos se tornan grandes y brillantes mientras su pelo cae hacía atrás y ondula con un leve y suave giro de su cabeza. La miro y desfallezco.



*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

martes, 6 de julio de 2010

18 de agosto*

Ya mismo atacaré San Mario -que no fue tal-, donde se selló mi mala fortuna. Un roce cálido de mis dedos en su pelo desencadenó mi desgracia y sus miedos. En mi situación no podía ser una amenaza ni para una tortuga, pero hay estados de ánimo donde estas cosas se pueden retorcer hasta convertirlas en cualquier mal sueño.
Hoy he visto a mi musa de cerca pero distante. Nuestros ojos no se han encontrado. Ella lo ha evitado, yo no. A pesar de su miedo atávico se ha dado una vuelta por un lugar que sabe frecuento. Amigos incómodos sin necesidad. Me he marchado yo, por más películas que se monte soy todo un caballero.
Miro a mi izquierda, a mi muerte. Le pregunto, y me dice: Escribe Mario. Escribe tus cuentos -no intentes comprender-, nada hay que comprender. Sólo sobrevivir y contarlo es importante.
Texto raro el San Canuto -que no San Mario-. Tengo dos versiones, una de abril y otra de mayo. Le tiré los tejos oruga -nada sexual por supuesto-. Pero debía saber que realmente me importaba. Poco a poco, le dije muchas veces aquella tarde, donde, de pronto, se convirtió en una furia fugaz por un roce de mis dedos en su pelo.
No he venido a discutir, le dije. “He estado 47 años sin ti, puedo estar 47 más”. Después, ella fue un mar de lágrimas, y una voz de mujer desconsolada me rogó: “Mario, ¡por favor!, no me hagas eso”. No lo hice, me quedé oruga; volví a quitarme los zapatos. Entonces me castigó. Salí temblando como un metrónomo.
Subiendo la cuesta de la C/ Almansa las lágrimas me inundaron. Me sentí el hombre más solo y triste de toda la historia de la humanidad. Camino de mi locura y con un sueño de futuro roto en pedazos. Ése, fue el final de un día en el que pretendía estar con ella un rato. Conocerla más de cerca.
Desde entonces tengo una espina en el corazón. Me ha gustado toda la vida oruga -toda la vida-, y ninguno de los dos entendió al otro. Todo malentendidos -para cortarse las venas dentro de un container-. Toda la vida esperando, y tenía que ser estando los dos hechos polvo cuando tuve mi oportunidad.

*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

domingo, 4 de julio de 2010

10 de agosto*

Estoy de vuelta oruga. Francia sigue en el mismo sitio, pero yo no, las paranoias no son mi mundo cotidiano.
Todo evoluciona favorablemente para el leopardo. Mario va mas despacio, su memoria es un almacén sin fondo. Un archivo vital duro de recordar, donde, a veces, las imágenes del pasado son más intensas que la realidad. El leopardo, en cambio, es el aquí y ahora. Los dos son míos. Son facetas, reflejos en el espejo de mi vida.
Las francesas son una debilidad que sigo teniendo, y Francia anda llena de esas criaturas tan apasionadas y sensuales, con ese acento tan dulce que las hace irresistibles para mis yos.
Fuimos hasta Berga con el coche petado. Un pequeño universo lleno de las cosas más dispares era nuestro vehículo: desde un perro a un par de altavoces, pasando por un enorme fardo de vegetales sin cuento.
Una vez allí, trasladamos gran parte de nuestra nutritiva carga a otro vehículo más espacioso. Por fin pude poner los pies en el lugar apropiado.
Largo viaje hasta Tarascon, municipio del que forma parte el pueblo de destino. Carreteras llenas de monumentos dedicados a los guerrilleros que liberaron los pirineos franceses de fascistas alemanes.
Ya de noche, recalamos en nuestro diminuto pueblo.
Rodeados de estrellas y oscuridad -sin luz- pasamos nuestra primera noche.
Pensé en Mª José hasta que pude conciliar el sueño. En su pronta marcha hacía la nada. Su viaje definitivo. Miraba las estrellas cuando las lágrimas mojaron mi rostro. Oruga, la vida a veces duele.
Esas jornadas fueron de reflexión profunda. Allí, en las montañas, supe lo que buscaba en los lugares -en las paradas- de mi paranoia ¿por qué esos sitios y no otros? ¿qué buscaba? Era mi identidad -perdida en un laberinto multicolor de pastillas- lo que buscaba.
Ella -la bella mujer- era gran parte de mi memoria lejana e inmediata -el azar lo quiso así, o fue el destino-. La conozco desde siempre y, por supuesto, también buscaba a la chica de hoy. La sonrisa de Mongat era un objetivo. Y lo demás de ella, un referente donde encontré gran parte de mi memoria. Enlazó grandes retazos de mi vida que andaban dispersos dentro de mí -me conoce desde siempre-.
El pasado y el presente se enlazaron con un nudo llano -simple y eficaz-. Se usa generalmente para unir dos cabos que han de soportar tensión. Ésta, los aprieta más y más.
A pesar de los pesares, le debo mucho a la panterita, y también a mi viejo amigo Trivi. Vio mi estado tan bien como ella, pero sin armarme ningún número de circo emocional. A aquellas alturas, fue todo un detalle.
Vengo del huerto urbano. Cuido un pequeño universo vegetal -sus progresos y debilidades- va bien oruga, y surtido, no te creas. Este otoño le vendrá muy bien a Mario. Necesitará ayuda para un mal trago. De los suyos -ya sabes- del corazón.
Bellas noches las del pirineo francés. Estrellas y más estrellas visten el cielo, persiguiendo mis paseos nocturnos -saetas de luz iluminan mis pensamientos-. Lloro mientras veo el espectáculo. Brillantes y múltiples ojos en el espejo de mi ser -alumbran levemente los senderos en la oscuridad-. Radiantes lágrimas del universo, asomadas al abismo insondable de la noche definitiva, lloran conmigo.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

jueves, 1 de julio de 2010

23 de julio*

No me lo creo oruga*. No me vengas con milongas -estás jugando conmigo-. De acuerdo que tanto cambio de sistema operativo puede agobiar, pero de ahí a que se volatilicen los poemas hay un océano. Que te pone nerviosa el Ubuntu ¡venga ya!
Para tu información, no es mandinga. Así que no te hagas ilusiones y no me marees los cuentos, porque si se pierden los poemas te condeno a la perpetua.
Ayer, tenía una luna llena para mi sólo -próxima y brillante-. Con esa luz que tienen las lunas de verano -noche de amantes-. Sus rayos rebotaban en las baldosas del suelo -dando a la pared un brillo cambiante- jugando con las sombras. Éstas, corrían asustadas a ocultarse tras el bajo del viejo sofá, huyendo de los placidos reflejos que amenazaban con iluminar sus rincones más profundos. Un haz -ligeramente plateado- rielaba en los azulejos, llevando un fugaz y pálido gris blanquecino a la estancia -al tocar levemente los perfiles de la oscuridad- poco antes de que, su luz, despejara los abismos que encierra la noche. 

*Ordenador personal del autor.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

lunes, 28 de junio de 2010

26 de mayo*

Me siento muy cansado. La anemia me persigue de buena mañana.
Oigo cantar a los pájaros y pongo las noticias. El mundo sigue como siempre, hoy, algo peor que ayer. Me cuesta un poco todavía oír los informativos, antes los escuchaba con interés y sentido critico. Hay que esperar para eso. Desenchufado estoy, como las grabaciones de primeros de los noventa.
Tengo el verano por delante sólo para mí. El interferón me ha dejado hecho polvo.
Cuando lo cuente se verá todo el proceso. La aceleración, el salto y la recuperación.
Me voy a mimar como si fuera mi novia. Me lo he ganado a pulso.
Estoy puteando al móvil. ¡Qué se joda! me la pegó el muy cabrón. Con la paranoia y cli, cli, cli. Me cabreé con él -no sabía hacer nada-, además, cuando suena no estoy, por móvil que sea.
Espero que a la chica se le pase algún día el mosqueo. Me rio por no llorar -un viejo recurso psicológico-.
Fumo petardos por no deprimirme más -es un buen remedio-, y tarareo canciones de los cuentos. La música me acompañó en mi extraño y poético viaje.
Ahora que tengo tranquilidad me ha entrado un cansancio total, pero como no doy un palo al agua me es indiferente.
Leo, escribo, paseo y pienso con serenidad, ordenadamente, aunque tengo algún mosqueo literario de vez en cuando, entonces lo dejo hasta otro día.
Me mirabas con ojos de tiburón -dijo-. Yo no le conté cómo miraba ella.
La segunda vez con ella a solas y ya discutes. A estas alturas no sé qué pensar  -la psicología femenina es un misterio insondable como el origen de la vida-. Ahora me da risa, pero me dejó para el arrastre. Uno que está en las últimas y huyendo de bronkas, se va feliz a contemplar un par de ojos que le hacen olvidar todo aquél mal rollo y ¡hala! “verbena de la paloma”: Si te vas malo, y si te quedas peor ¡cosas de la vida!
Me parece estar viendo al dentista agazapado como un buitre detrás de “la silla”. Cuesta acostumbrarse al jíbaro. Aprendo americanismos hablando con él.
Gafas de sol nuevas y agujero en la oreja. Me ha dado el punto de encalomarme un pendiente -discreto eso si-. Debo tener necesidad de reafirmarme, así que bien está.
L@s marom@s de por aquí, cuando hablan de automóviles, no dicen coche, ni buga, ni tequi, ni carro, balbucean algo que suena como tropecientos tedei.
Dan vueltas constantemente. Cuando pasan aflojan la velocidad -como quién busca aparcamiento-, en ese instante, alguien se acerca al vehículo un momento y vuelta a empezar. Los monos hacen la ronda. En todas partes existen esquinas como esta.
Ahora que voy un rato casi todos los días -a charlar y tomar mi doble cero-, me hace reír esa noria vista tantas veces -el cuento de nunca acabar-. Por estas selvas urbanas a las rayas las llaman filetes -argot local-.
Unos, curran en las construcción, otros, en derribos, en plan simbiótico pero sólo en lo económico.
Necesito ir a la playa pronto y el problema de la piel no me deja -es una putada-. Ya tengo ganas de nadar un poco.
Hasta hace quince días no supe que el peor mensaje dejado en mi contestador nunca existió, fui a comprobarlo. Pienso en la voz que era y ¡joder! no tengo suerte con las que me gustan de verdad. Dos meses dándole vueltas ¡qué estupidez!
El dentista está acabando. Hoy he visto salir a una de sus víctimas después de una hora de sesión, sudaba como un condenado a trabajos forzados. Me recordó a mí hace tres meses. Llevo una campaña que parece diseñada por la KGB para joderme la vida y los sueños.
Últimamente ya no tengo sueños raros -sólo alguno divertido-. Ya no golpeo la sombra enorme que me amenazaba. Era frustrante -mis golpes no le hacían nada- me agotaba y despertaba sudando. Este sueño lo tuve muchos años y hace tres meses le volví a ver la jeta al sueño -después de mucho tiempo-. Ya no ha aparecido más.
No doy un palo al agua -salvo algún recado puntual-. Paseos y hierba en el parque. Me recuesto en mi árbol, desde allí veo las sombrillas de la piscina. Son psilocibes gigantes- me resulta agradable y tranquilizador mirarlos. Escribo.
Estoy de vacaciones pastilleras -no tomo nada-. Un delicioso sueño que durará hasta el próximo miércoles.
Esta parte será una convalecencia de verdad, y no el rollo de los primeros 6 meses. Sólo acordarme se me ponen los pelos de punta.
Soy afortunado. Tengo los cuentos.  Son un pequeño fruto premonitorio salido del caos. Algo he traído -palabras y sentimientos- del fondo de ese pozo.
Hoy, he de comenzar mi último episodio -máximo tres folios- sobre la casa encantada o la mujer araña -todos caen en sus redes-. Cinco meses después, ya sereno, encaro la triste tarea -fuiste un imbécil Mario-. En papel aparte de este telediario -por el que siento mucho afecto- con el que he ido de la mano de vuelta a la realidad.
Será un ejercicio de memoria, no desapasionado y frío -eso sería imposible-, pero si, con la distancia suficiente para verlo en todas sus facetas. Ese triste día comencé a ser consciente de que algo iba a ocurrir.
Termino el libro sobre Jung, una ayuda inestimable para mí. Racionalizó mis terrores -les dio coherencia-. Me hizo ver los cuentos bajo otra luz y reconocer mis sentimientos verdaderos. ¡Qué lástima panterita! nunca más te tendré al lado, para morirse. Verla llorar de aquella manera me dejó anonadado y muy preocupado.
Comencé el San Canuto -la armadura al menos-. De momento no dan ganas de reírse. Todo se andará -oigo a Los Lobos, me sube la moral-.
Voy a pasar muchas horas solo conmigo mismo, hay que irse acostumbrando.
Cambiando de onda, sigo despellejándome, a otro ritmo, con otra frecuencia y menos intensidad.
Los días se parecen mucho unos a otros.
La anemia va jodidamente lenta, pero tengo un hambre de lobo. Supongo que saber que te espera tu vida en algún sitio, y saber cual, es un estimulo importante.
Hoy he soñado algo que no puedo recordar. Es un palo, me había acostumbrado a escribir sobre ellos -folio aparte-.
En cambio, sigo con el San Canuto -un texto para mirar con lupa-. Una obligación terapéutica que no literaria. Algo es algo.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

domingo, 27 de junio de 2010

21 de mayo*

He ido a mi casa. Tengo que ir haciéndome a la idea. Casi todo es diferente.
Debo planificar los próximos meses -toda la mierda de 20 años es mucha letra para una sola canción-. 
El silencio, los espacios abiertos y la libreta serán fundamentales. Van a ser largos meses de monje otra vez ¡cosas del destino!
Escribir es básico, a veces tengo ganas de irme de algún lugar por no olvidar un pequeño detalle -he de escribirlo-. Esta libreta es también un espejo o una “silla caliente” gestáltica.
Hoy dejé parte de lo escrito en casa. El ordenador se ha puesto chulo. Escribiré en Linux mientras se soluciona.
Los espacios cerrados con bulla y mucha gente todavía no los aguanto con comodidad, así que los frecuento poco. Los próximos meses son de autodisciplina. Asignatura que resolveré.
Otra vez de monje, Mario ¡otra vez!
No quise detenerme con el tema de la radio -había trabajo que hacer-. Tenía que hacerlo. Ahora tengo que pagar el precio. Nada es gratis y menos esto de que hablo. Necesitaba hacerlo. Si lo hubiese dejado antes y todo hubiese acabado mal no me lo hubiera perdonado nunca. Quizá entonces no hubiese tenido el valor -ni las ganas- de salir adelante que tengo ahora. Bien está lo que bien acaba. Había que hacerlo.  
Tengo que ser prudente con mis emociones. Debo soltarlas poco a poco. Y nada de impresiones fuertes por un tiempo.
Vuelvo del infierno con algo de sabiduría propia -exclusivamente mía-. Lo sentido y vivido es un pequeño tesoro rescatado de ese pozo sin fondo que todos llevamos dentro. Yo bajé y di un corto vistazo al mío. Lo sé y lo cuento.
Desde el punto de vista exclusivamente personal creo haber estado unos días en el inconsciente colectivo, o muy cerca de los símbolos arquetípicos y los propios -tengo mis símbolos propios-.
Puedo decir también: he estado en el pasado, un pasado como una película de símbolos. Son parte de mí y algo más, un sentimiento puro por la vida y las personas que me rodean, me han ayudado y sufrido conmigo. Ahora tengo un compromiso con ell@s.
Poco a poco. La paciencia nunca ha sido mi fuerte, ahora la reforzaremos. 
Sigo despellejándome a marchas forzadas.
Pienso en cómo me lo montaré para estar lo más cómodo y tranquilo en casa. Me molesta todo el tiempo que necesito -demasiado tiempo-. Me pongo como un niño impaciente, entonces, mi razón dice no. 
Hay que esperar. Esperar y construir algo mientras tanto ¿Cuántas libretas necesitaré? las que hagan falta, y seguramente algo de propina. Meses y meses. ¡Mierda! no hay otra salida en el laberinto ¡vaya rollo!
Tengo que ir a mi Lhasa particular y quedarme allí.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

sábado, 26 de junio de 2010

Siesta*

Quizás los dragones que amenazan nuestra vida
no sean sino princesas anhelantes
qué sólo aguardan
un indicio de nuestra apostura y valentía.
Quizás en lo más hondo
lo que más terrible nos parece
sólo ansía nuestro amor.
Rainer Maria Rilke.



Playa semidesierta. Tarde de verano. Suave brisa. El calor es muy agradable y el sol no abrasa, sólo mece tibiamente mi cuerpo. Estoy desnudo, y el mar suena como una nana de la infancia -adormeciendo mis sentidos-. 
Al fondo una embarcación a vela surca el horizonte. Navega grácil y ligera, parece saltar por encima de las olas. No distingo sus líneas en la distancia, pero remonta las pequeñas olas con soltura adolescente. Sus velas se agitan con la brisa. La misma brisa que siento en el rostro. Tendido en la arena bajo una sombra artificiosa.
Avanza frente a mi -va más rápido de lo que parece-. A ratos, todas sus velas se despliegan con energía, en ese momento, sé que una racha de viento duro la atrapa y la impulsa hacia delante con decisión. Al principio toda la embarcación titubea. Imagino entonces al patrón cambiando alguna vela de posición, porque de pronto, todas sus velas recobran la soltura y la embarcación retoma su rumbo a gran velocidad. Parece la reina del mar.
Un instante después alguien se tumba cerca de mí, y unos pequeños pies aparecen a tres centímetros de mi rostro mientras una cálida voz de mujer dice: no te gustan tanto, pues ahí los tienes. 
No me lo pienso, cojo el izquierdo con las dos manos y juego con sus dedos y con cuidado de no hacerle cosquillas le agarro el tobillo y comienzo a chupar lentamente su dedo gordo (sabe a mandarina y limón). 
Tengo una mano libre, así que se pone en marcha. La acaricio entre los dedos y la lengua se mueve alrededor del contorno de su dedo mayor mientras mis labios suben y bajan muy despacio sobre ese bonito terminal sensible. Le acaricio el tobillo, entonces oigo un dulce suspiro, y la cálida voz me dice: eres muy cariñoso -no lo sabes tu bien encanto-. 
Le paso la lengua lentamente entre los dedos y los succiono despacio. Es muy sensual, y la propietaria no se queja. Mis manos para entonces acarician su tobillo. La lengua, como una serpiente húmeda y caliente, avanza poco a poco por su geografía podal. Se desliza por su empeine arriba y abajo una y otra vez mientras la dueña anda fumándose un petardo que atufa a un kilómetro. 
Está desnuda. Lo sé. Mis manos y lengua comienzan a subir poco a poco desde su bello tobillo. Entonces retira bruscamente el pie. ¡No corras tanto! ahora el otro, dice una voz. 
Fue como hacérselo con gemelas. Le mordía suavemente los tobillos. La acariciaba entre los dedos. Me los metía en la boca mientras ella, juguetona, los movía con cuidado, complacida al parecer. 
Se da la vuelta suavemente -ahora esta boca abajo- y empiezo de nuevo. Esta vez tendón de Aquiles arriba, poco a poco (empiezo a dudar, no se si tendré saliva para todo). 
Mi lengua asciende, sube y baja, y sigue hacía arriba por su cuenta y riesgo. Lo mismo hacen las manos: Acarician sus corvas mientras mi lengua avanza inexorable por ellas -flota en el ambiente un olor a protector solar con limón- hasta que me detengo justo detrás de sus rodillas. Es un sitio de lo más sensible y sensual. Mis manos ya acarician la parte inferior de sus muslos. Oigo un apagado suspiro de placer. 
Voy despacio. Lo hago a conciencia, nada de chapuzas. La lamo toda y sigo subiendo despacio hacía mi objetivo. Sus piernas están relajadas mientras las lamo una y otra vez. A medio muslo me coge la cabeza y se da la vuelta. Ahora está boca arriba. Sigo besándolos por la cara interior -en plan ascensión montañera-. El olor de su sexo me envuelve. Estoy acabando con los muslos cuando abre las piernas. Me arrastro un poco más arriba. Ya tengo a mi alcance su sexo, y, me digo: no necesita nada de propaganda -llévalo en secreto-. 
Delicadamente, entierro mis labios entre sus piernas -sin prisa Mario sin prisa-Sus jugos más íntimos inundan de sabor mis labios -una jaima en el desierto de su piel- y la lengua se pierde por sus pliegues mientras ella abre un poco más las piernas para que no me deje ningún rincón sin explorar. Gime un poquito, o más bien ronronea. 
Siento como los músculos de su vientre se tensan, y comienzo a notar un temblor casi imperceptible. Su lindo cuerpo comienza a vibrar poco a poco, y una voz acaramelada y dulce, me dice: ni se te ocurra pararte ahora.
¡Plop! ¡joder oruga! volví a llenar de babas la funda de la almohada.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".

jueves, 24 de junio de 2010

Apunte (Eloína y Fermín)

Eloína es una mujer menuda, de ojos grandes y oscuros, pelo corto y muy negro. De andar ligero, sonrisa amigable, perfil breve y mirada curiosa y reflexiva.
Fermín, su compañero, es un tipo raro, de mediana estatura, de pelo ralo, largo y rizado, que le da, a un redondeado rostro, aspecto descuidado y furtivo. De movimientos pausados, mirar inquisitivo y semblante de poeta, al que el destino, encaminándolo por donde no debía, había jugado una mala pasada arrastrándolo hasta el solitario páramo informático donde se ganaba el sustento.
Su guarida, una pequeña y calurosa habitación saturada de pantallas y zumbidos, que, como si de un eremita tecnológico se tratara, es también refugio y santuario, de donde todas las mañanas escapa el tiempo justo para comerse un bocata de jamón a toda pastilla y soltar unas cuantas ironías más o menos afortunadas…
Eloína trabaja en una revista bimensual de corte social y reivindicativo. De tirada discreta, pero leída en las esferas políticas de la ciudad. Una ciudad plagada de trepas y mangantes de alto nivel, que otorga, a su cotidiana labor, un plus justiciero, y convierten, las largas y agotadoras jornadas previas al cierre de cada número, en un contradictorio ejercicio, estresante y placentero al mismo tiempo, y que, antes de llegar a casa, alivia con un par de quintos…

miércoles, 23 de junio de 2010

The end*

Las verdaderas intenciones por las que el depredador comenzó a escribir todavía se ignoran. Conociéndolo como lo conozco, seguro que ese cabrito tenía más de una.
A veces me sorprende incluso a mí, que convivo con él desde intuí que existía... ¿cuándo se detendrá?
Saltó como un autómata del Tibidabo cuando yo empecé a ver rojo -por lo visto él también me conoce de algo-.
El cuento de navidad es una breve imagen de la que se avecinaba. Como el grito lejano de un viejo compañero “cazador de cabelleras” autoritarias de otro tiempo. Y de paso, aprovechando el tirón y la oportunidad, le metí unas dosis simbólicas de temporada. 
Mi actitud cambió impulsada por aquel viejo resorte -ya no me dejo arrebatar nada más, a poco que pueda evitarlo-. En ese instante, caí en la cuenta de que existía el depredador -de hecho siempre estuvo allí- y ocupó -por medio de algún extraño sortilegio- mi lugar ante el ordenador. Trabajó por mí, y además, se las arregló para montar el pollo en una consulta de la que tuve que rescatarlo “in extremis” -con el viejo truco de la puerta trasera- cuando se oían ya sirenas a lo lejos.
Hay amig@s y compañer@s que aparecen y desaparecen. Hay también, guiños y chistes particulares para algunos de ellos repartidos a todo lo largo del trabajo -algún personaje, incluso salta de uno a otro por la patilla- que espero rían, primero a solas, y después los intercambien.
Algún guiño pasará desapercibido, y seguro que algún otro sólo hará reír a una persona -era para ella, que lo sepa-.
Los cuentos del depredador se entrecruzan en el tiempo con los de la casa encantada. Saltando de unos a otros fui -cual cojo saltimbanqui- adelante y atrás -corrigiendo o actualizando, ya no lo recuerdo-. Así he pasado mis duras horas navideñas de soledad, frustración e impotencia. 
La casa encantada es una aproximación a un corazón solitario. Tampoco sé el de quién, si el suyo o el mío, o quizás ambas cosas.
Comenzó por ser un humilde intento de provocar risas en alguien a quién recordaba especialmente por su sonrisa, y que el azar volvió a cruzar en mi camino. 
Esa parte de los cuentos son quizá el lado femenino, mío o del depredador, no lo sé.
Son una mirada profunda, sincera y breve, a veces dura, a veces divertida, otras asustada, pero sobre todo, escritos con corazón y algo de mala leche.
Un mal día, me sorprendí a mí mismo buscando adverbios, personajes y adjetivos para articular las imágenes intensas y fugaces que regresaban una y otra vez a mi memoria. Así que los volqué como los sentí, desde el corazón -algo de eso quedó en el papel- y no le hizo demasiada gracia a su destinataria.
Punto y aparte. El “On the road”, donde el relato se torna chispeante y divertido -un requisito previo que me impuse-, pretendía ser un breve homenaje a la “Beat Generation”, de la que me siento en parte heredero cultural, y tratar de hacer –si no reír- al menos sonreír, a la protagonista y musa de gran parte de los cuentos.
Ya no recuerdo con cuantos propósitos comencé, ni los que se fueron apuntando sobre la marcha, al despiste y por el morro ¡en fin! fueron múltiples y combinados. Yo entreveo varios -sólo los más evidentes-. Esto último, lo dejo caer con la mala intención de complicarle el trabajo al listillo de turno, que, desde hace rato, está intentando hacerme el perfil psicológico -todavía no terminé y ya busco otras presas literarias-.
En general, la mirada siempre subjetiva y directa en primera persona, o no, donde las cosas se cuentan mientras suceden, o no, tiene cierto ritmo de novela negra, salvo el “On the road” por razones evidentes.
Algo hay en ellos de algunos de los autores por los que siento una especial predilección y me han hecho vivir momentos increíbles:
Vázquez  Montalbán, la escena de la nevera “El estrangulador”.
De Keruac, por supuesto “On the road” y “Vagabundos del “Dharma”.
De Raimond Chandler, “La hermana pequeña”.
De Luís Mateo Díez, maestro en el lenguaje de los años fríos, tristes, raídos y polvorientos de nuestra posguerra, “El expediente del naufrago”.
De Joseph Conrad, el mar y la aventura, “La línea de sombra” y “El agente secreto”.
De Burrouhgs, “Naked lunch” y “Ciudades de la noche roja”. El viejo Bill no podía faltar.
¡En fin! ahí van algunos. Quizás el único mérito del autor ha sido digerirlos y traer de nuevo esas palabras al papel -cual mago con chistera, niño con mecano o punki de vomitona- aunque algo más desordenadas y confusas.
Después, su trabajo, simplemente consistió en enfrentarlas y buscar cómo trabar de otra manera todas ellas, y darles otro uso, humor, color, sentido, intención, ritmo, velocidad, y de paso, intentar cambiar con ellas, cuentos, por sonrisas.
Desearía haberlo conseguido.
Telaraña o laberinto tanto monta.



*Fragmento del libro" Ruido de fondo".

martes, 22 de junio de 2010

3 de julio*

Hay un solano que te mueres oruga. Esta mañana ha sido de biblioterapia. Ya sabes, gestalt oruga, mucha gestalt he tenido que padecer.
Hoy, hablé con Ángel de Contrabanda, de su libro, de los cuentos -todavía no acabó la corrección-. De mi “pelotazo” le cuento que ya está resuelto, y le pregunto si se notó en la entrevista que grabamos para el documental -me cuenta que no-. Al parecer está todo bien -menos mal-. Ahora sería incapaz de repetir aquella mítica hazaña. Fue el último esfuerzo que tuve que hacer antes de que se me fuera la pelota.
Un hecho interesante: una alucinación condicionó todo mi cuelgue posterior. Fue gracias al caramelo de miel y limón, la sufrida, bella y triste flor de invernadero -mal sitio para una flor mediterránea-. ¡No sabes llamar! gritó, y le enseñé el caramelo. Se enfadó -qué raro-. ¡El caramelo te lo comes tú!
Qué más quisiera yo, pensé. Me reconocí, sabía donde vivía ella, pero no bien quién era yo.
Asomada al balcón la vi con sus bonitos hombros desnudos. Estaba jodidamente guapa a pesar de todas sus desdichas. Vi a su madre detrás de ella, sentada, con el pelo blanco y vestida de negro.
Regresó su nombre de nuevo a mi mente -era mi Eva-. El nombre de mi frágil y delicada musa. Oí entonces una voz que me decía: Mario, cada día está más guapa esta mujer, y que ojazos.
Tuve envidia de las gafas que dice tiene para leer, me hubiera cambiado por ellas. Por un momento hasta pensé que había quitado el numero del portal por complicarme más la vida.
Allí me quedé, pasmado, mirando hacía arriba mientras desaparecía en su torreón, ingrávida, inalcanzable y distante, con una sombra negra de mal agüero sobre ella -sobre mí-. ¿Qué tienes, amor?
Fue la última vez que vi cara a cara a la flor del atardecer -es su mejor momento-. Eran la cinco y cuarto cuando conseguí llegar a mi casa sin titubeos. Un rato de paz antes de que todo volviera a comenzar.
Tiempo después, tuve que situarme en la misma posición, justo en el mismo sitio, y mirar hacía arriba -era imposible-, desde aquel lugar no podía ver a nadie que estuviera sentado detrás de ella. Eso fue una alucinación en segundo plano oruga. Era miércoles –igual que el último día que subí a su garito-, como te lo cuento.
A las ocho de la tarde vino Trivi -habíamos quedado. No lo recordaba, o quizá si, pero me era imposible encontrar un par de calcetines parejos.
Cuando empujó la puerta andaba en eso. Calcetines por todos lados formaban parte esencial de la decoración caótica desplegada a mí alrededor -una trinchera era todo aquello para mí-. Lo miro y le digo: “las he pasado canutas. Anduve una maratón y estoy seco, pero soy incapaz de salir solo. Me voy tío, me voy”. Salimos a la calle.
Iba algo mareado y confuso, con una depre total y absoluta, desorientado. Cogimos un taxi hasta el bar de Edelmiro -yo seguía con mi rollo: me voy tío, me voy-. Me pareció que ponía la cara de psicólogo mientras me iba echando vistazos de cuando en cuando -me costaba interpretar sus miradas-.
Cenamos mientras le cuento mi empanada, de alguna manera, para mí aquello era una despedida en toda regla, y mejor que con mi más viejo amigo imposible.
Por si hay que irse, le digo una y otra vez -entre 0.0 y 0.0-, o habrá que irse -Luís Mateo Díez total-. Me animó bastante -había salido lúgubre y denso- y estaba contento.
Quizá no quise que mí viejo amigo me viera desesperado mientras me despedía de la vida. Observaba cada detalle a mi alrededor como quién le hecha el ultimo vistazo al mundo -esa última imagen antes de la noche definitiva-. Pensaba: hay que morirse, pues se valiente. Que tu amigo no te vea desesperado. Sonríe, haz chistes, que guarde un recuerdo alegre, al menos él (23 de marzo oruga).
Al día siguiente hice la llamada que no deseaba hacer. Llamé a mi madre y le dije, a mí pesar, que vinieran a buscarme -mala solución-. No tenía ganas de aguantar al “vaya, vaya”*.
Desde el día 19 todo fue de mal en peor. Cuando dejé a Kasti junto a la estación de Canyelles.
Al llegar a casa comencé a estar más y más inquieto, no podía dormir. De esa manera comenzó la maratón. Salí a la calle, vueltas y más vueltas alrededor de las pistas de baloncesto. Tres horas con ese plan de vida me dejaron agotado. Pero seguía temblando, en aquel momento, recordé las dudas expuestas al dr. Crespo -sobre todo por el hecho de vivir solo- al comenzar el tratamiento para la hepatitis c. Conocía casos. Alguno me dijo: tío, tuve que dejar esa mierda, lo vuelve a uno medio loco.
Aquello no traía nada bueno, y por añadidura, el tema de la radio se había complicado a causa del dúo dinámico. Pretendían hacer de jefes del cotarro a pesar de su incapacidad manifiesta.
Querían, amaban el consenso, pero eran incapaces de ceder nada en sus posiciones, que, ya entonces, no tenían nada que ver con la realidad diaria del colectivo.
Todo se resumía entonces en tratar por cualquier medio de desacreditar a los demás. El consenso eran ellos, que no cedían nunca en nada, a pesar de sus continuos errores de apreciación por falta de capacidad y experiencia en asuntos que implicaran a más de diez personas, donde, las distintas posiciones, requerían ceder todos un poco para que no sobrara nadie.
Eso para el dúo no era consenso. Éste, según su criterio, consistía en hacer lo que ellos decían o no hacer nada. En llegar tomar las decisiones por agotamiento del resto -hartos ya de tanto discutir- y cuando los compañeros se iban de las asambleas ante la inutilidad de estas.
El día de la ocupación del dial por parte de la radio mas nacional de España, RNE, canal 5 noticias -otra vez el 5, oruga- no aparecieron.
Sólo dos días después vinieron a quejarse por cómo habíamos reaccionado y a exigir que se apagara el emisor, pues éste, estaba dentro de su propiedad y tenían -según dijeron- miedo a la multa que podía caerles. Cuando yo, ya sabía que, en realidad, lo que querían era joder el colectivo porque no podían dirigirlo a su antojo.
No hubo mas remedio. Los insumisos se sometieron a los dictados de Radio 5 a una velocidad digna de un campeón de los 100 metros lisos -católicos de esplai-. Pero ese día oruga, les dimos una lección asamblearia que recordarán toda la vida.
Arrastraron a los despistados de turno. Suelen ser los personajes que se limitan a venir a su programa cada quince días, y, por consiguiente, lo ignoran todo sobre el día a día de nuestra pequeña emisora. Intentaron arreglarlo planteando un ruin chantaje. Había que obedecerles -ellos dos decidirían lo que era libertario- o no habría repetidor en su propiedad.
Así, el panorama no permitía que yo reposara lo necesario. En aquel momento apareció la ojos bonitos en mi mundo, fue, en ese instante, una bella goleta en el océano de un náufrago. Una jaima en el desierto.
A partir de entonces mis tareas en la radio se multiplicaron por 5.
Reuniones, programa, entrevistas para otras radios, para algún periódico, la campaña, las charlas, actos y más actos. Mi disgusto monumental con la panterita, que -para su desgracia y la mía- también pasaba por un muy mal momento en aquella época -mi bello amor-.
Estas circunstancias me sumergieron en un triste torbellino. Donde la desorientación ganaba terreno a marchas forzadas. Así fue todo hasta el final. No quise o no pude retirarme a tiempo, y los múltiples tratamientos simultáneos que seguía -hepatitis c, vih, antidepresivo, antibióticos por lo del dentista, antiinflamatorios y calmantes para la artrosis de tobillo-, comenzaron a pasarme factura sin compasión.
Al día siguiente (20 de marzo) subí por la tarde a la radio -había que ajustar la antena-. Desde allí llamé a mi goleta, y por lo oído la preocupé. Dijo alterada: “¡estás en la radio!”. Le conteste: “si, pero no me he acordado de subir el rulo. El rulo ya te lo bajaré yo”.
No pude quedarme. Comencé a temblar al oír una canción -The Maytals- el Bam, Bam. La presión arterial se me puso por las nubes y salí desesperado a la calle -todo era una amenaza-.
Entonces decidí subir a la montaña oruga. A caminar por los paisajes que tan bien conozco. Estuve desde las 6 de la tarde hasta las dos de la madrugada dando vueltas y más vueltas.
Pasé por Kan mas Deu en varias ocasiones -arriba y abajo-. Una y otra vez       -pararme era imposible-. Con la luna como único testigo del comienzo de mi extraña maratón. Caminar era lo que impedía a mí ataque de pánico pasar a mayores -no corras Mario, no corras-.
Subí a mi cima -esa cima donde me senté tantas veces-. Coronada por un repetidor de radio y tv. El lugar, donde -cuando llegue el momento- arrojarán mis cenizas.
Mirando el mar -sin goleta en el horizonte- me detuve unos minutos para recuperar el aliento. Había calma. Me serenó la luz de la luna -era un espejo plateado- rielaba en el agua enviando su luz a mi montaña.
Después de eso, un barranco enorme y por él cuesta abajo hasta la carretera. Llegué a casa agotado, viendo borroso y sin sueño. La fiesta había comenzado.


* Homínido envidioso como un niño. La única habilidad de la que está dotado y trata de ejercer con solvencia es tratar de darle la bronca a todo el mundo y liarse a voces por cualquier cosa.




*Fragmento del libro "Ruido de fondo".