domingo, 22 de enero de 2017

Corte cuatro, Good morning little schoolgirl 6 (unos días de febrero)

Nos besamos apasionadamente en cuanto cerré la puerta con llave y cruzamos la maltratada cortina del minúsculo sucedáneo de recibidor, después di unos pasos atrás y la miré, entonces hizo el ademán de quitarse el abrigo, interrumpió el gesto, miró el perchero, sonrió, y luego, mientras se lo quitaba y colgaba me miró; y sus radiantes ojos y la arrebatadora sonrisa de marfil que los acompañaban me confirmaron que aquella mañana se sentía invencible, y asumí, con una aparente actitud de resignación que me hizo sonreír de oreja a oreja, que no había más alternativa que plegarse a sus deseos, pasiones, exigencias…, o sea, lisa y llanamente: a lo que a la nena le saliera del chichi.

Llevaba mi gorra irlandesa, una camiseta gris de tirantes, una faldita verde de cuadros escoceses, un top negro muy mono, liguero y medias negras, bragas rojas –que me mostró levantando un instante la falda, asegurándome mientras lo hacía que le gustaba que de vez en cuando asomase fugazmente alguno de los lacitos que disimulan los cierres de los tirantes – y unos juveniles zapatos granates de tacón ancho.
En cuanto se me acercó, aprovechando que los tacones la situaban a una altura muy adecuada, comenzamos a besarnos de pie en medio de la sala y, a los pocos segundos, le metí mano por debajo de la falda y comencé a acariciarle el coño por encima de las bragas… Me miró sorprendida y un poco incómoda, como si no le gustara que fuera tan impaciente, y creo recordar que fue entonces cuando le dije: — Es por las bragas. Ya que vas a regalármelas, me gustan bien mojadas, que retengan tanta esencia de mujer como sea posible. Ámbar por un tubo ¿entiendes? Sonrió halagada, y, acto seguido, empujado con firmeza los dedos índice y corazón hacia adentro sin apartarle las bragas, le pregunté: — ¿A qué hora has de estar en casa?
—Sobre las dos, un poco antes de que mi madre llegue del trabajo.
Bien, tres horas pueden dar para mucho, pensé. Y nos metimos en faena llenos de entusiasmo.
Me quedé enseguida de lo cachonda que iba, al menor roce se estremecía como si hubiera sentido una pequeña descarga eléctrica. 
Si no llega a echarme una mano todavía estaría intentando quitarle el sujetador, era el primero con el cierre en un costado que me había tropezado, un detalle que dice mucho sobre lo fuera del mercado que me estoy quedando; y, por fin, otra vez sus sedosas y entregadas tetas entre mis ávidas manos.