viernes, 28 de agosto de 2009

De repente lll

Después de 22 horas en urgencias me llevan a la planta. Son las siete de la tarde. Estoy en un séptimo, justo encima de las consultas externas. Es una sala de Nefrología y Neumología con pocas camas, y sin el barullo habitual de estos sitios. El ambiente rebosa tranquilidad.
Con el oxígeno puesto -y 48 horas por delante sin comer ni beber, de estricta inmovilidad- me lo miro todo, dolorido y cansado. Contento de haber dejado atrás un día terrible. Pendiente de unas pruebas que no se harán hasta el lunes y determinarán mi destino.
En realidad, eso no me preocupa ahora mismo. No es cáncer, estoy seguro sin necesidad de ninguna prueba.
Tengo cuatro días por delante, me digo. Vas a descansar. No debes moverte para nada -un muermo insoportable para un tipo como yo-.
Están probando un medicamento para la tensión. Hay que pillarle el punto y pautarlo, pues la tensión ha sido una de las culpables de que esté aquí ahora.
Pienso, en este momento, en los días con un poco de falta de aire, en lo intranquilo que me ponía, me recordaban, en cierto modo, el brote sicótico. Quizá eso, y la tensión alta, me han confundido, y equivocadamente, he achacado al tratamiento que sigo estos síntomas que, por otro lado, era plausible tenerlos con lo que tomo.
El tabaco es mi próximo objetivo. Será duro, pero no hay más remedio.
Vienen a verme numerosos amigos, por lo tanto, almaceno un montón de libros y comics que han ido dejando por aquí. Trivi, trajo, con algo de ironía supongo, la 1ª parte de las obras completas de Freud. Sería capaz de terminarlo en estos días, pero no tengo fuerzas para sostenerlo, es un ladrillo enorme, pesa una tonelada.
El domingo por la mañana ¡por fin! me levanto. Después de la dosis de antibiótico paseo despacito por el largo pasillo. Son las siete y media, tengo el tiempo justo para acercarme a las ventanas de la sala de espera, para desde allí, ver el mar, y al sol despuntar en el horizonte. Iluminan mis sombras.
Me llena de energía sentirlo despertar sobre el azul del mar, el paisaje es maravilloso. La ciudad despierta llena de luces, largos rosarios amarillentos iluminan las calles, y la gente va presurosa en sus vehículos, que hormiguean por ellas, entre brumas, con brillos tenues, como serpenteantes luciérnagas en la huidiza oscuridad.
Camino despacio, pasillo arriba, pasillo abajo, pensando en todo. En el último poema, en “Ruido de fondo”, en mi incierto futuro, en la muerte, en lo cerca que ha estado. Dos días a mi lado, afilando su siniestra guadaña, mientras yo, me la miraba con una medía sonrisa socarrona, diciéndole: “Me sabe mal cortarte el rollo, pero…, creo que todavía no es tu momento. No seas impaciente, no es mi hora, además, no me verás triste, ni me oirás lamentarme, nadie, ni siquiera tú, podrá borrar la sonrisa de mi rostro”.
El lunes me vuelven a dejar en ayunas. Tengo dos pruebas cruciales hoy. Una fibrobroncoscopia, que jode bastante más tenérsela que hacer que pronunciar el estrafalario nombrecito, y un escáner, entre las dos me han hecho polvo el día.
De la primera, aunque parezca raro, salgo riéndome.
¿De qué ríes? -pregunta la enfermera.
Del colocón de la anestesia y del pobre desgraciado que me sigue en el turno -le digo, con una media carcajada algo flipada.
Si con el primer cigarro que uno se fumó le hubieran hecho una prueba como esta, no quedaría ni un fumador en el planeta.
Dos horas de buen humor me dejó, de efecto secundario, la asesina prueba. Eso lo único bueno que tiene, eso, y quedarte descansadísimo en cuanto terminan.
Esa noche pensé en los resultados. Iban a ser malas noticias, en cualquier caso serán malas noticias. Si todo va mal, si todo ha de acabar pronto, me quedará el alivio de, al menos, tener acabado mi primer libro de cuentos.
Durante la mañana siguiente me traen el diagnostico: un enfisema pulmonar con hemorragia masiva, a modo de complemento directo, han sido l@s responsables de mi ingreso.
El tabaco -el muy cabrón- y la tensión alta, fueron los vehículos que me secuestraron, me trajeron a esta sala, y casi me cuesta la vida.
Salgo de aquí mañana, después de comer. He de dejar el tabaco, otro culebrón. Vienen sin pausa, uno detrás de otro.
Al atardecer de ese día, viendo la oscuridad caer desde un ventanal, le doy las gracias a mi buen corazón -el responsable, otra vez, de que salga de un mal trago-, mirando el cielo cambiar de color, primero azul y rojo, después viran, parecen desaparecer y fundirse en un fugaz violeta profundo que la noche se traga rápidamente.
Veo sus ojos, sus brillos, danzando en el horizonte, de repente, sonrío y le digo: voy a escribir un pequeño y bello poema. Un poema como tú, ¿sabes?
Escribo un poema pequeñito, tierno y algo triste, pero lleno de misterio y energía, un poema de sombras tímidas, audaces palabras de amor.
Reflejos inconscientes toman mi voz, los sonidos ya no me pertenecen. Salen disparados -como rayos azules- del bolígrafo. Veloces, van estrellándose contra el papel. Es la hora del leopardo, de la sombra en el espejo.

De repente ll

Al llegar al hospital me deja en la puerta de urgencias y marcha a buscar el inasequible hueco para meter el coche, y yo, entro con mi bolsita repleta de papel de water y sangre.
Dando boqueadas me toman la filiación. A partir de ese momento todo va muy deprisa. Me ponen en una silla de ruedas y del tirón a la sala de urgencias, una sala llena de camillas, pacientes, goteros, y familiares con cara de preocupación.
Me aparcan allí, en medio de todo el turrón, y cuando llega mi amiga pone el grito en el cielo. Ya me habían visto. Andan preparando un box.
En un instante, una avalancha de enfermeras y médicos, se lanzan sobre mí sin compasión. Una voz masculina va dando órdenes, haciéndome preguntas todo el tiempo. Alguna de las enfermeras me abre dos vías, una en cada brazo. Auscultan, toman la presión y hablan entre ellos.
A los 5 minutos el paisaje ha cambiado a mí alrededor. Recostado en una camilla observo todo el despliegue sanitario que se desarrolla delante de mis ojos. Contesto preguntas, toso, y escupo dentro de unos botecitos que van guardando en una repisa.
Ya cuelgan de una percha, suero, coagulante y antibiótico.
-Procura contener la tos, te hemos dado codeína para eso, pero tardará un poco en hacer efecto. Tienes la tensión alta.
¿Haces algún tratamiento?..., ¿has tomado drogas?..., ¿no?..., bien..., ¿cuanta sangre has escupido?..., vale.
Ahora hay que esperar..., no debes moverte para nada, procura no toser... la doctora se quedará aquí un rato para controlar la tensión, y después iremos viniendo de tanto en tanto.
-Me ponen oxígeno. Eran las diez de la noche. Las próximas tres horas iban a ser cruciales, por lo tanto, me someten a una estrecha vigilancia.
Calculo la sangre, de momento la cosa sigue igual. Tan igual, que acaban por ponerme una tira roja en la muñeca. Ya tengo sangre reservada. Lleva un código numérico que, afortunadamente no tiene un 5 entre sus dígitos.
A partir de las once y media la cosa comienza a decrecer. En ese momento entra una enfermera con una jeringuilla llena, y me cuenta: Es morfina, no te preocupes, es un analgésico como otro cualquiera.
Por mí cojonudo, con la noche que me espera, seguramente es lo único agradable que me va a pasar, le digo.
Una sonrisa maliciosa se adueña de mi rostro mientras la morfina me invade en cálidas oleadas, adormece mis sentidos, dejando en mis ojos una mirada de otros tiempos, una luz azul de brillos apagados, vidriosa, de un pálido y sutil gris, un gris sin esperanza. Me relaja, pone distancia emocional entre la realidad y yo.
Llega una doctora nueva que, al parecer, teme una parada cardiorrespiratoria, me mira y dice: “eras paciente del Dr. Crespo”.
¡Quién puede olvidar una cara como la suya! me cuento. Es cardióloga, y desprende un aura, una energía, que la convierten en una mujer con gran magnetismo, además, extremadamente atractiva. Me pone un parche de nitro y mira el electrocardiograma mientras su bonito rostro dibuja una afectuosa sonrisa.
Me quedo con las ganas de decirle: doctora, usted, sin duda, se hizo cardióloga debido a su mala conciencia. Ha roto tantos corazones, que ahora, para compensar, se dedica a arreglarlos.
La conocí hace poco más de un año, al final de mi jodido tratamiento para la hepatitis c. Lo recuerda seguramente porque fue un culebrón de lo más entretenido. Tuve ratos espeluznantes, con la tensión por las nubes. Quizá batí alguna marca, porque andaba por la consulta durante mi penúltima visita del maldito tratamiento.
Poco a poco, van llegando familiares y amigos que, al verme, parecen alarmados, tienen la palabra cáncer escrita en la mirada.
Montse se va. Ha de trabajar por la mañana.
Aquella noche la traspasé despacio, contando el caer de las horas… largas, cortas, ligeras, esperando el luminoso amanecer con una leve y tierna sonrisa en el apagado rostro, recostado en una insufrible camilla, a duermevela, con una antigua y denostada novia, la morfina, que me dio, por unas horas, un billete para el tren del olvido, dejando atrás el -casi mortal- crepúsculo, el dolor.
Sólo mi sombra permanece. Al acecho, atenta al menor cambio. El brillo de mis ojos en la oscuridad desprende suaves y cálidas luces, rebotando en las oscuras esquinas. Un láser de neón azul, fugaces destellos amarillos. Inundándolo todo de energía, y relegando, a un lejano segundo plano, un nombre, y la luz de la última mirada, los ojos -como corales rojos- de una mujer.

De repente l

Y si la vida,
esperando tu voz,
un mal día
de mí escapa,
has de saber,
bella mujer,
que mis ojos
mirarán a tu mirada,
y mi voz
dirá tu nombre,
será la última palabra.

¡No veas oruga! Te voy a contar una historia que, gracias -de nuevo- a mi buen corazón -un gran corazón, por dentro y por fuera-, te voy a poder contar.
La noche anterior a los hechos escupí un poco de sangre. Sólo un par de veces. Me preocupé, así que al día siguiente por la tarde fui al medico. Estaba muy mosca con aquello. Llevaba dos meses tosiendo en seco, con la tensión alta, y fumando más de la cuenta.
Fue al toser, en el lavabo del consultorio. Sangre a piñón, salpicó todo el lavamanos. Cuando vi al medico no hubo que decirle nada. Un golpe de tos, tiñó, de rojo intenso, el fregadero de la consulta.
“A urgencias ahora mismo”, “habría que pedir una ambulancia, pero tardará” fueron sus palabras.
Rápidamente llamé a una amiga, que, aquella desdichada tarde, se vio, obligada por las circunstancias, a ejercer, el agradecido, pero duro papel, de ángel de la guarda motorizada.
Todo empezó a zumbar, a oírse lejano, mi sombra salió entonces, para decirme dulcemente: “tu vida está en juego ahora, se irá en unos minutos, veremos como te portas”.
En la calle, de pie, junto a un pequeño charco de sangre, la esperé, mientras sentía como la vida escapaba con la respiración, a boqueadas cada vez más abundantes. ¡Mierda! exclamé, ahora me ha subido la tensión. Sangre y más sangre, ¡qué manera más tonta de morirse! pensé. Encima hay un tráfico del copón. Son las ocho de la tarde y el Pº Valldaura va petado de vehículos.
En pocos minutos, pasé, de estar preocupado, a saber que mi vida pendía de un hilo, y qué una vez más, me rescataría, si tenía suerte, si llegaba a tiempo, una mujer.
Es una arteria, me decía. Ha petado una arteria, y si esto no va rápido, estás listo. No era una muerte digna de un depredador como yo, así que estaba mosqueado. ¡Vaya mierda de muerte! Aquí, como un primo, esperando a una tía que está más pirada que yo. Para más cachondeo enfrente del Bronx.
Era miércoles oruga.
Con la sensación de tener una puñalada en el pecho, donde aire y sangre acababan de romper una relación antigua y bien avenida -el lugar donde la vida se renueva, donde amb@s se buscan, se persiguen, se esperan, se funden y confunden, pues el destino de uno, son la vida y la razón de la otra- y sabiendo que estar calmado y reposado era lo único que podía ayudarme.
Eso hice, apoyado en la farola comencé a respirar despacio, a contener la tos, y a buscar, con un brillo plomizo y algo desvaído en la mirada, un pequeño coche azul marino.
Largos minutos fueron aquellos. Pensé en mi musa, en mi destino, en que si tenía mala suerte, ya no habría nunca más, la posibilidad de que nuestros caminos se volvieran a cruzar. Me rebelé contra eso. No era justo. Pero... ¿cuando ha sido justa la vida?
Cálmate y no te muevas, no tosas. Respirando suave y acompasadamente recordé mi último poema “Espejos”, el poema que cierra “Ruido de fondo”, escrito un domingo, días atrás. Recité una estrofa, una estrofa que hacía referencia a qué quizá la vida escaparía de mí sin volver a verla. Fue un poema premonitorio. Tengo una sombra que, a veces, va de listilla.
Allí estaba, diez días después de escribir aquellos versos, inmóvil, impotente, apoyado en una farola de la Av. Río de Janeiro, esperando, viendo como la vida, literalmente, escapaba de mí por momentos.
Al entrar en el coche atardecía, y al sentarme, su cara cambió.
Vamos rápido, hay mucho tráfico, y dame algo para ir guardando la sangre, tienen que ver todo esto, le dije. Me apañé con un rollo de papel de water amarillo y su envoltorio de plástico, donde iba guardando toda la sangre que podía recoger.
Ella miraba como en estado de shock, o quizás era yo, que observaba a mi alrededor sorprendido y casi ausente. Dentro de mí, algo lo veía todo como si fuera una función de teatro.
Empapaba de sangre el papel y lo guardaba en la bolsa, y una mirada distante, serena, un azul plomizo, denso, ahogado en reflejos rojos, iba adueñándose de todo.
En algún momento del trayecto, parados en un semáforo creo, me invade el crepúsculo, y, de repente, siguiendo un extraño impulso, giro muy despacio la cabeza, la miro a los ojos, y le digo suavemente: “Montse, puede que esta vez no tenga tanta suerte”

martes, 25 de agosto de 2009

Perfil

Un perfil,
blanco, negro,
rosa y marfil.

Mapas

"Sería capaz de arrastrarme por una alcantarilla del Raval por tener la oportunidad de suplicarte un poco de amor".
La frase era inapelable. Lo decía todo acerca del autor de la misma. Prácticamente, era una declaración de principios en toda regla.
-No hace falta -dijo con una sonrisa. Escríbeme algo sobre mapas.
¡Maldita sea su hermosa estampa! Llevo meses con uno delante. Con el tiempo, ha llegado ha convertirse en una especie de Pepito Grillo que me recuerda un trabajo inacabado o inacabable. "Junto al delta" no parece querer terminarse.
El mapa del esquivo e impenitente delta lo tengo desplegado delante de las narices desde hace tiempo, mucho tiempo.
A todo el que llega a casa le suelto el mismo rollo: Si. Lo puse para ambientarme, y parece haberle cogido el punto al ecosistema. No hay manera de sacárselo de encima. Está apalancado en el salón como un piojo a una costura.
No es un mapa, es un parásito que me chupa la energía como un buitre hambriento. El día que se me crucen los cables, lo pongo de patitas en la calle y le pego fuego con gasolina sin plomo.
El último capítulo, el decisivo, no sale. Se esconde y exhibe con virginal audacia. Y ahí está el jodido mapa para recordármelo.
Mapas, mapas. ¡Qué sabrá ella de mapas! No estudia topografía que yo sepa. Si quiere saber sobre mapas que espabile. La facultad del ramo en cuestión, sita en el antiguo Cuartel del Bruch (también llamado, durante la guerra civil, Cuartel Bakunin) espera con los brazos abiertos a estudiantes fascinados por los misterios de esa ciencia. Remitirla al estamento científico correspondiente es lo más ético, pero no creo que sea lo que busca.
Las búsquedas y los mapas son endogámicos, o simbióticos. La historia está plagada de ejemplos: Alguien encuentra un mapa o sabe de la existencia de uno. Lo comenta con sus compadres... y, cómo te descuides, al poco se monta una expedición para ir a buscar algo que, por norma general, suele estar en algún lugar remoto, y además, con el grave inconveniente de ser prácticamente imposible el regreso sano y salvo.
Los mapas incitan a la búsqueda. Atizan nuestra curiosidad y estimulan la imaginación, pero también alimentan la codicia. Las tramas, las traiciones más negras y siniestras, se nutren en esas aguas revueltas, y alejan a los hombres de sus mujeres, a las madres de los hijos... Y todo por una quimera imposible de verificar.
Tesoros enterrados, mundos desconocidos, barcos perdidos, terribles tormentas, bucaneros, marinos abandonados en islas remotas...
A todo eso nos arrastró nuestra insana, pero necesaria, inclinación por los mapas, por saber que hay más allá del horizonte de tus bellos ojos mujer.
Por saber si la belleza existe más allá de ellos.
La búsqueda de la sabiduría, de la plenitud, de la felicidad, y su cúspide, el inmenso privilegio de amar y ser correspondido, no tiene límites geográficos ni mapas de referencia.
No fue el deseo de ir, sino el de regresar, lo que fomentó la necesidad de mapas. Siempre dejamos cosas atrás, y ejercen una poderosa influencia.
"Si, yo estuve allí", es la frase que sólo pueden acuñar los privilegiados que acertaron a regresar de su odisea.
Me cuento entre ellos -ahora vendría al pelo un pequeño fragmento del libro "El siglo de las luces" de Alejo Carpentier, pero... cómo no lo recuerdo, nos quedamos sin el-.
A ella no le cuesta nada pedir. Y aquí estoy, como un primo, levantándome temprano y acostándome tarde. Busco palabras para ella como la grúa busca incautos vehículos mal aparcados.
Sube mi consumo de psicodélicos estupefacientes.
Anoto y guardo.


"Cuando necesito un mapa me acerco al barrio gótico. En una vieja tienda especializada en el asunto, semioculta en una oscura calleja próxima a la Plaza de Pí, hago mis escasas adquisiciones topográficas.
Una vetusta tienda donde puedes encontrarte con avezados viajeros que vuelven de supuestos viajes por tierras lejanas.
Un frustrado y metafórico astronauta, que se perdió y no llegó ha tiempo a Cabo Cañaveral, busca un mapa que le indique el camino de vuelta.
El dueño del negocio, un tipo amable, alto, calvo, desgarbado y con gafas, que luce un viejo, siniestro y deslucido guardapolvo de color azul desvaído, sin duda a causa de los muchos lavados, escucha, con la atención de un comerciante fenicio, el rollo patatero que le endilga, con nerviosismo y sin compasión, el presunto astronauta. No es más que un chiflado por los mapas celestes, que trata, sin asomo de misericordia que alguien escuche su odisea.
Mientras tanto, con una sonrisa de hiena, me paseo por la tienda curioseando sin rumbo...
De pronto, oigo el rechinar del muelle de la puerta. Vuelvo la cabeza ¡sorpresa! Un foráneo y bello delta de venus acaba de traspasar en umbral. Veo mi oportunidad, y suplanto, con toda solvencia, al tipo de la tienda que anda medio narcotizado con el rollo inacabable del friky astronauta.
-¿En que puedo ayudarla señorita? -Le digo, acercándome con paso decidido.
Una gorra negra de golfillo 1920 sobre media melena roja, grandes e inquietos ojos, nariz de Cleopatra, labios carnosos y sonrisa abundante.
El abierto abrigo azul marino deja ver un bonito jersey de cuello amplio y color canela, que resalta sus pequeños, altos y algo separados pechos.
¿Ya sabe lo que busca? le pregunto, intentando acercarme lo suficiente para poder asomarme al balcón de su cuerpo.
-Pues un mapa, como todo el mundo ¿Acaso venden algo más en esta tienda? Bonito timbre de voz y acento del sur -me digo, buscando a toda velocidad un cuento que atrape su curiosidad.
¿Canaria? -pregunto, seguro de acertar y con media sonrisa de suficiencia.
-Pues no. Sevillana. No da ni una.
-Supongo que querrá un mapa de la ciudad -continuo, cambiando de conversación.
-Ahora si que ha acertado. Es usted un lince -me larga, siguiendo el juego.
En la otra esquina, la calva del taciturno empleado comienza a sudar mientras escucha un cuento que llena al friky de satisfacción. Va de una estancia de dos semanas en la estación espacial internacional. El alegórico astronauta parece haberse vuelto más ligero, y se diría que comenzará a flotar por la tienda de un momento a otro.
-¿De veras trabaja aquí? -pregunta incrédula.
-No. Sólo soy un becario, un desinteresado voluntario que se dedica a entretener a las clientas guapas para que no se vayan cansadas de esperar y sin comprar nada.
Pero venga, acérquese a la puerta que quiero mostrarle algo. ¿Ve usted el local de enfrente? Pues lleva años y años cerrado a cal y canto. ¿Y sabe por qué? Al último propietario le dio jamacuco y salió por patas como alma que lleva el diablo. No se le ha vuelto a ver por aquí. Se hizo jipi y se fue a vivir a Ibiza. Allí lo conocí un verano. Al calor de unas setas sicodélicas, me contó lo sucedido:
Tras ese enorme portalón, ahora hay una tienda, pero..., en otros tiempos, tuvo usos muy tétricos. Una siniestra maldición se adueñó del lugar, y por más rituales benéficos que el dueño llevó a cabo, no hubo manera.
Entonces recurrió a la ciencia, y, por medio de un amigo, contactó con un profesor de la politécnica aficionado a lo oculto. Las investigaciones parasicológicas, llevadas a término por dos profesores, y tres de sus más intrépidos alumnos, arrojaron algo de luz, de conocimiento de la causa, pero no hallaron la solución.
Amariconados lamentos, suenan y resuenan sin cesar entre los centenarios y gruesos muros de piedra.
Ese inofensivo portalón, era, en otro tiempo, una entrada secreta que daba paso a las temidas mazmorras de la infausta inquisición. Por aquí solían sacar de tapadillo los restos de los detenidos que no sobrevivieron al martirio.
En estas mazmorras recalaban los acusados de sodomía que no podían pagar la connivencia del brazo secular.
El pecado nefando, azuzaba el verdugo brazo con saña. El inquisidor general saciaba en los prostíbulos de fuera de las murallas sus instintos más animales, para después, sin remordimientos ni compasión, descargar sus sentimientos de culpa, con sádica y refinada crueldad, sobre los reos.
Los pobres desdichados que caían en sus manos sentían el infierno antes de morir. Por esa causa, y sin que se sepa como, los afeminados y terroríficos gritos de dolor continúan clamando clemencia.
Sus amariposadas almas siguen recorriendo sótanos y pasillos sin descanso, llenado de asarasados lamentos todo el local, inasequibles a los innumerables sortilegios que su dueño llevó a cabo entre esos muros.
Maricas de todo el planeta vienen hasta el portal a rendir tributo a los mártires caídos en las lúgubres mazmorras eclesiásticas de aquél tiempo…
No señorita, no estoy chiflado -le explico con una sonrisa.
Soy cuentista, y estas centenarias calles rezuman historia y autenticidad. Animan a la fabulación. Un lugar idóneo para mis propósitos...
-¿Qué son? -pregunta divertida.
-De momento invitarla a un café. Hay un bar con terraza aquí al lado, a la vuelta de la esquina...

domingo, 23 de agosto de 2009

Farola

El escritor ha prometido un relato.
Un capricho de mujer lo hace bajar hasta el centro. En el metro, viendo pasar las paradas, piensa, algo perplejo, que, por culpa de una bravata suya, y de un antojo femenino, debe recorrer un barrio buscando una metáfora de la existencia que forma parte del mobiliario urbano. Una mañana fría, donde la llovizna tiñe de plomo la búsqueda.
Se para en una estrecha callejuela del barrio viejo, que rebulle de turistas pateando ese monumento de piedra que se extiende por todo el casco antiguo. Se pregunta que hace allí, un frío y desapacible domingo otoñal, buscando una luz para una historia.
Como un estúpido, busca una luz que ya ha encontrado. Un femenino anhelo que va a complacer, pero se distrae, y camina por las estrechas calles observándolo todo. Camina sin pensar en nada, quiere que sea el destino quién guíe sus pasos.
Se para un momento y piensa en ella ¿Qué farola será más de su agrado? Se encoje de hombros ante su propia pregunta.
Cambia de rumbo, deja el Raval. Vuelve sus pasos en dirección contraria. Ha recordado algo. Una plaza. Una farola concreta. Recuerda… la Plaza de la Palla. Una diminuta plaza que aúna cinco calles del Casc Antic. Tres de ellas con soportales donde protegerse de la lluvia. Allí nacen o mueren tres estrechas y breves callejuelas que parecen recorrer una profunda herida urbana entre bloques vetustos y deslucidos, donde el sol es incapaz de abrirse paso.
Imagina a un hombre con gabardina gris y gorra. Un hombre de otro tiempo:

“Espera en uno de los soportales una noche de invierno. Mira la farola con atención. Es su aliada y su enemiga.
Casi es la hora. Mete la mano en su bolsillo izquierdo y palpa el negro revólver que siempre lo acompaña. La policía y los verdugos de la patronal lo buscan.
Una fría llovizna comienza a caer. Un húmedo manto que hace rebotar la luz de la farola en el empedrado.
De pronto, oye un ruido. Un taconeo femenino se acerca por una de las estrechas callejas. Pone toda su atención en la cadencia de los pasos que han roto el silencio y sus pensamientos. Es ella. Es Adela.
El hombre, semioculto entre las sombras, pronuncia en voz baja un nombre: Mónica.
Los tacones avanzan por la calle Semoleres. Cuando desemboque en la pequeña plaza será el momento. La farola le facilitará el trabajo.
La mujer llega a la plaza, titubea un instante, parece presentir algo. Mira en dirección al oscuro callejón donde el hombre aguarda. Intenta huir, volver sobre sus pasos, pero el hombre no le da tiempo. Sale veloz de entre las sombras revólver en mano, flexiona un poco las rodillas y hace dos rápidos disparos. El primero, a la mujer, que cae desplomada. El segundo, a la farola, hundiendo en las sombras toda la escena.
Con paso resuelto, se acerca hasta la mujer, que yace moribunda.
-¿Julián? ¿Eres tú Julián? –pregunta con un hilo de voz.
-Si Adela, soy yo.
-Lo hice por celos Julián. La denuncié por celos. Si ella desaparecía, serías para mí.
-La torturaron hasta morir. Murió ella y el hijo de pocas semanas que llevaba en su seno. Mi hijo Adela.
-Te juro que no lo sabía Julián. No lo sabía.
-Nos veremos en el infierno Adela.
Julián, con mucha parsimonia, vuelve a sacar el revólver del bolsillo de la gabardina. Apunta a la cabeza y hace un tercer disparo.
Protegido por las sombras, entre la fría, turbia y gris llovizna, se aleja calle Carders adelante. Nadie a sus espaldas. Nadie en la conciencia.”

El poeta, en unos segundos, ha visto toda la acción. Anota lo sucedido en su vieja libreta y se aleja sonriente.

domingo, 16 de agosto de 2009

La casa sin rostro

La luna nos contempla,
la fugacidad de tu deseo
y mi sed de tu aliento,
relámpago y trueno
entretejidos, turbulentos,
chocan en la montaña
de tus amores esquivos.
El azar no existe,
y tu rencor, y tu amor,
palpitante sinrazón,
duermen conmigo.
Hermoso y fugitivo
ensueño, retraído,
voraz y primitivo,
es tu cuerpo, insensatos
y efímeros, los sentidos.
La ilusoria y frágil
morada de cartón
donde vives y sueñas,
esa casa que, con tanto
esfuerzo has construido,
es, por desgracia,
tan singular y pequeña,
que no cabe el amor,
que, cielo, no cabes
ni tú, ni nadie contigo.
Y sin embargo, sueño
encuentros, invento
juegos de alcoba,
de mesa, baño y sofá,
besos nuevos,
placeres furtivos.

jueves, 13 de agosto de 2009

A una flor solitaria

Escribe flor solitaria. Cuéntame, cuéntate. Escribe tus miedos, tus dudas, tus sueños. Cuéntame tu soledad, tus mentiras, tus miserias. El cuento de tu vida es el de todas las vidas, porque más allá de la locura no hay nada, sólo el vacío multiplicándose.
Escribe lo que somos, lo que eres, de lo que ha sido -lo reprimido y que está enraizado-. Y de tu sombra –lo que todavía no es y está germinando- escríbeme, porque detrás de la sombra ya no hay nada, salvo el pecado original, el odio, el diablo, la nada.
Escribe para no cruzar esa puerta que la sombra guarda. Y baila, porque el baile, al igual que la escritura, es un ritual que ahuyenta a los malos espíritus.
Pero escríbete en la libreta de negras tapas.
La que tú me regalaste está vacía. Páginas en blanco. Porque mi sombra, señora mía, se alimenta en otras fuentes, quizá más humildes y, por eso mismo, y aunque no lo creas, no implica a nadie en sus andanzas.
Yo, señora, que he visto la muerte de cara, y también el infierno, el odio y la locura, he aprendido algunas cosas importantes.
Mi paseo por el dolor, por el amor y la muerte, plasmados están en unas torpes y apresuradas letras.
Así, desde esa dura cátedra que representa lo vivido, desde esa humilde tarima que, con valor, paciencia y esperanza me he ganado; desde ese escaño donde los insolventes morales jamás articularán ningún discurso, la disculpo y le deseo el bien.
“Escribe que yo te escribiré” estas palabras son de mi sombra. Tras ellas se escondía una vocación frustrada. Un día, con la razón nublada por el sufrimiento, por fin conseguí escucharla, eso, señora mía, es, al menos para mí, el Tao. Me devolvió la vida y la cordura.
El sueño cumplido de mí primera obra curó las heridas, me limpió el alma. Todo lo que de negativo hice en la vida lo pagué paseando con la muerte del brazo.
Has de saber que, según cuentan, limpiarse uno mismo su propia mierda es una cuestión de madurez, por eso te digo: escríbete.
El amor, señora, desgraciadamente no está al alcance de cualquiera, y lamentablemente, para algunas personas ni siquiera el sexo es accesible.
Para mí el amor es luz, para ti sombra.
Cuenta tu cuento libreta negra, página en blanco.
En la libreta tan linda que me regalaste no hay nada escrito, pues no consigo encontrar palabras que me seduzcan lo suficiente para ir llenando las pálidas hojas de tu oscuro obsequio.
Quizá, con ese gesto, me pedías algo de puño y letra. Algo especial, único.
Seguramente mis reticencias se deban a causas que desconozco, pero en definitiva, no me decido, dudo. Quizá no quiera alimentar tu desesperanza, o la mía. Flor solitaria, libreta negra, página en blanco.
Porque para mí, como ya debes intuir, la escritura es arrebato y arrobo. Me cautivan las palabras casi tanto como tú, flor de un día.
De mí tienes besos de carne y de papel, y puede que de aire también. Esos besos que recorren el espacio para buscar tu boca, tu sexo dorado, me parecen de aire. Pero… seguramente sean más de tu gusto los de mar. Esos besos en tus rizos; tan próximos y llenos de espuma con sabor a caracolas, como el mar, como las olas.
El jaguar, hembra efímera, es un latido en mi interior, un salto ancestral y salvaje hasta lo más profundo de uno mismo. A el debo mis paginas más lúcidas. Es el lugar donde habitan las palabras no leídas, no dichas.
Esas esquivas palabras olvidadas que a veces parecen no existir, se ocultan en ese mundo intangible y fugaz; donde la improvisación es el único instrumento capaz de atraparlas y traerlas al papel.
El jaguar no piensa, actúa. Escribe historias para tu corazón, para tu tímido y voraz sexo, para tus dulces labios y bellos ojos.
Las palabras pueden ser un bálsamo o una maldición. A cada uno corresponde la interpretación, pues en ellas, se enmascaran muchos significados posibles, y siempre es el lector quién, en última instancia, al hacerlas suyas articula y define su mensaje.
Me gusta tu mirada, y ese sexo adolescente que olfateo en la distancia, que beso con pasión, que sorbo entre gemidos de placer.
Unas bragas multicolores guardadas con celo, que admiro y huelo apasionado; acompañan mi existencia de náufrago de mil tormentas.

miércoles, 12 de agosto de 2009

La belleza eres tú.

La belleza eres tú, y el aire que respiras, y la cama donde duermes.
Y el calor que siento cuando abro el cajón donde guardo tu aroma de mujer,
azul y apasionado, me muerde por las noches,
me quita el sueño y agita las manos,
tu piel, el fantasma de tu piel me toca y me desmayo.

La sirena

"Pintarte en un jardín. Buganvillas y jazmín, menta y hierbabuena, rosas y claveles, en un balcón natural que, osado, asoma sobre un acantilado, junto al mar.
Tanto tiempo para comprender…
Desentrañar un ovillo complicado.
La distancia. El miedo a una misma. La pasión. Saber echar el freno…
Sentirse sola y olvidada.
Retazos. Frases sueltas. Escribe que yo te escribiré.
Pero… junto al mar, mujer.
Escribir algo nuevo y diferente. Palabras tiernas para un jardín umbrío.
Y en el viejo cajón de la memoria poner flores de esperanza y un columpio. Regarlas con mimo. Acabar un poema (una décima excéntrica) que por ahora sólo tiene tres versos.
El eco de tu voz, que, en las solitarias noches de verano, aún resuena por los rincones, me habla de miedos y desencuentros.
Una caricia soñada o recordada me despierta. Un verso, un verso perdido, aparece fugaz, como tu cuerpo. Ese perfil de mujer herida. Donde no acierto a ser bálsamo."

Las gaviotas, suspendidas en las grúas que salpican la ciudad, esperan el amanecer. En la distancia, el mar parece reclamarlas…
Una canción de Burning “Una noche sin ti”. Y escribo:

El pequeño lago orlado de chopos, que proyectan su frondosa sombra sobre el agua, parece despertar cuando el sol se traga sus negruras más hondas. Y en el rincón donde cuelga la pequeña cascada, los trinos de los pájaros y el rumor del agua interpretan melodías veraniegas justo antes de que el calor abrasador los disperse entre las frondas.
En lo alto del pequeño salto de agua aparece una mujer. Está desnuda, y una media melena adorna su rostro. De pronto, con un depurado estilo, ejecuta una pirueta en el aire y desaparece en el agua provocando unas leves ondas en la superficie. Un bello salto que la funde con el fondo de la laguna.
No me ha visto, así que procuro no fijar mi atención en ella para que no pueda percibir mi presencia. Mis ojos de voyeur no quieren delatarse.
Con apacibles movimientos, se desplaza grácil y veloz, por lo que deduzco a una buena nadadora. Surca la superficie sin un ruido. La bella cadencia de sus movimientos parece hipnotizarme, y la contemplo furtivo.
Con los pequeños prismáticos, la veo desenvolverse en el agua. Su piel aparece entera, cuando, con un impulso de los brazos, sale del agua y camina por las piedras hasta el lugar donde tiene extendida la toalla.
Su armonioso perfil resalta en la singular y agreste belleza del lugar y, sin embargo, parecía formar parte del paisaje.
Es mi turno. Salto al agua, me sumerjo un par de metros y nado hasta que me falta el aire. Al salir a la superficie me quedan treinta o cuarenta metros para llegar a las rocas donde toma el sol la bella nadadora.
El arrullador canto de la cascada parece llamarme. Nado despacio hasta que el agua del pequeño salto golpea mi cabeza. La mujer parece no haberme visto. Salgo rodeando los húmedos y ligeros hilos de la cascada. Hay una oscura cavidad justo detrás de la cortina de agua. Un espacio umbrío y cantarín. Una gran piedra plana, ribeteada de musgo en la entrada, alfombra el lugar.
El perfil de la mujer parece difuminarse detrás de la acuática cortina, y, cuando el sol aparece de entre las nubes, su piel se transforma, sus reflejos dorados se multiplican a través del manto de agua, y la convierten en una mujer de fábula. Sus brillos refulgen como una alucinación.
Seguramente pasa unos días en uno de los bungalows que hay río arriba.
De pronto, la veo levantarse bruscamente y lanzarse al agua. Nada a gran velocidad, atravesando en un momento los poco más cincuenta metros que separan una orilla de otra. Una gran nadadora, y, dicho sea de paso, con un culo de miedo. Su media melena, que ha recogido en un pequeño y coqueto moño, le da un aspecto arrebatador.
Ahora, de pie en la distancia, parece una sirena que, imitando a los salmones, ha llegado desde el mar, y tratase de situarse, de fundirse con el paisaje que la rodea.
Las bellezas solitarias, a pesar del halo de mujeres fatales que las envuelve, siempre me han atraído. Próximas, y distantes, y bellas. Y esta mujer, que, con tanta gracia, rebulle por la laguna, parece arrastrar, al mismo tiempo, una sombra densa y ligera. Un cierto aire contradictorio y hermoso.
Y yo, quisiera nadar desde aquí hasta el mar, que ahora, al volverla a mirar, creo que la envuelve.

Y las gaviotas, ahora vuelan sobre el mar, lejos de las grúas que, agresivas como arpones, sangran la ciudad. Esas grúas donde, desde hace tiempo, parecen vivir.

Un sueño

Mientras corregía mi último artículo, la oí gemir en la habitación de al lado. Me levanté sin hacer ruido. Tenía la puerta entornada y no pude reprimir el deseo de observarla. Sobre la cama, y de espaldas a la puerta cabalgaba muy despacio sobre el rojo vibrador que yo guardaba en el cajón donde tenía su ropa interior. Lo compré exclusivamente para ella. Por hacer más placenteras sus espaciadas visitas.
La rendija de la puerta, que había dejado expresamente abierta para que yo la pudiera ver, era un mirador privilegiado para observarla. Con la mano derecha mantenía el vibrador fijo sobre el colchón y, como un jockey, cabalgaba lentamente sobre el. Movía el culo despacio en leves círculos mientras subía y bajaba lentamente sobre el vibrador.
Por supuesto, sabía que la observaba. Los gemidos eran su peculiar manera de decirme que dejara de trabajar y le prestase atención.
¿Estás ahí? – preguntó con un entrecortado hilo de voz.
-Claro cielo. Llevo unos minutos espiándote. Es lo más sensual que he visto en mucho tiempo. Esa posición te hace un trasero precioso.
-Siéntate en la silla y mírame de cerca –exigió, con la voz entrecortada por el placer. ¿Te gusta? –preguntó con un tono apagado y algo ronco.
-Si. Te voy a hacer una foto. ¿Dónde tienes el móvil?
-Sobre la mesita. Te lo he dejado preparado.
Entonces dejé la silla. Me arrodillé detrás de ella. Le separé las nalgas con las manos y le puse la lengua en el ano. La moví vivaracha sobre su apretado agujerito. De pronto, ronroneó como un felino, y sus movimientos se aceleraron. Arriba y abajo, arriba y abajo. Yo le iba lamiendo el culo, recorría toda su superficie.
-¡Te quiero, cabrón, te quiero! –gritaba con la voz apagada y rota.
Salí de cama y cogí el celular. ¿Te va bien un plano general? ¿Te hago también unos planos cortos? –le pregunté acariciándole el culo.
Asintió con la cabeza, pues en aquél momento era incapaz de de articular una palabra.
Cogí su bonito bolso –un regalo de una de sus tías- y lo puse sobre la almohada.
Hice la primera foto de pie. Un plano amplio, donde resaltaba en la parte superior izquierda el bolso de piel marrón. Al sentir la luz del flash gritó de excitación.
Los planos cortos la enloquecieron. A diez centímetros de su sexo, que ahora se movía despacio, se levantaba un poco y volvía a caer sobre el vibrador.
Ahora no te muevas zorra –le pedí, con un tono quebrado por la excitación.
Se paraba, y, al ver la fugaz luz del flash, gemía profundamente mientras continuaba con sus lentos movimientos. Arriba y abajo, arriba y abajo.
Le abría las nalgas con una mano y disparaba con la otra. Una, dos, tres, cuatro…
Le di unas cuantas nalgadas para estimularla un poco. Sus movimientos adquirieron velocidad, y tomé las últimas fotografías.
-Sesión terminada, guapa.
Gimió, y sin sacarse el vibrador, se dio la vuelta hasta ponerse bocarriba.
Sudaba profusamente y tenía la mirada perdida. Alargó un brazo para pedirme el móvil. Dobló la almohada y descansó la cabeza. Cogió la lupa de la mesita, y, muy excitada, comenzó a mirar las fotos. Entonces le separé las piernas y moví el vibrador adentro y afuera. Lo introducía, hacía una pequeña rotación y atrás de nuevo.
Sus gritos comenzaron a preocuparme. Sólo faltaba que los vecinos se alarmaran y llamaran a la policía. Le hice un gesto con la mano para rogarle que guardara silencio… Eso pareció excitarla aún más.
Bruscamente me apartó de ella, se sacó el vibrador con mucho cuidado y, exigente, me dijo: ponte un condón y métemela, métemela toda.
Saqué un condón de la mesita y se lo di. Se lo puso entre los labios. Jugó un poco con el, y lo fue desenrollando a lo largo del pene dando chupaditas. Cuando le pareció que ya estaba correctamente colocado, se puso a cuatro patas dándome la espalda. Por detrás, la quiero por detrás susurró. Y cógeme del pelo, cógelo fuerte.
La agarré por las caderas y la arrastré hasta el borde de la cama, y de pie, con un golpe seco, se la introduje entera diciéndole: mueve el culo cielo, mueve el culo…
Hacía mucho calor, así que nos íbamos turnando. Ella se movía atrás y adelante, haciendo una rotación al separarse un poco, cuando se cansaba era mi turno. Yo hacía casi lo mismo, con la única diferencia de que yo, en vez de hacer una rotación, la cogía por las caderas y le movía el culo.
Haz una foto, haz una foto, suplicó. Yo te preparo el móvil cariño, así no has de pararte.
Después de darme el móvil se movía enloquecida. Haz fotos, haz fotos, suplicaba. Al sentir el primer destello del flash, me la sujetó con una fuerte contracción. Ahora, con la vagina apretada a mi sexo, se movía despacio, saboreando sus desplazamientos.
Adelante y atrás, adelante…, se para. Haz una foto mi niño. Atrás, adelante, una leve rotación, un destello del flash. ¡Ahhh! Me corro mi amor, me corro. Mírame bien, que me corro mi vida, me corro… ¡Ahhh! ¡Ahhh!.
Se separó y tumbó bocarriba. Lucía una sonrisa de oreja a oreja. Hizo un ademán invitándome a fotografiarla así, tan bella y feliz.
-Déjame respirar un poco cariño. Déjame respirar, que ahora voy a por ti.
Te vas a enterar de lo que es capaz de hacer con la boca una chica francesa enamorada.

lunes, 10 de agosto de 2009

Temprano

Temprano despierto por amarte,
tu placer de madrugada
endulza mi amanecer,
ay, tan temprano.
Temprano, muy temprano,
madruga mi corazón,
despierta desarbolado,
tu calor, tu piel,
tu pelo desbaratado.
Y el dolor de tu ausencia
llega temprano.
Y, como tu no ignoras,
no moriré en París
bajo un cielo encapotado,
en Barcelona será,
un radiante amanecer
mis ojos se cerrarán
de un no verte prolongado,
la parca madrugará
vendrá temprano, muy temprano.

Rojo

El rojo de tus labios,
ese carmín que me persigue,
me puede, me desata y contempla.
A ciegas, te busco con las manos,
y en mi montaña todo huele a primavera,
de mis ojos a mis venas.

jueves, 6 de agosto de 2009

Décimas

Morena, estoy cansado
de dormir solo
y con tus bragas al lado.
Al borde de tu abismo
te sueño olvidada,
de través, ensimismada,
a mis ojos fugitiva,
y a tu piel, morena,
va la mía encadenada,
entre lunas, condenada.


Al rayar el alba,
entre las brumas
marinas vuelan
palomas blancas.
Es tu sonrisa,
robándome el sueño
y la mirada,
décimas de amor,
sin cadencia ni metro,
a tus pies depositadas.


Quiero sentirte
desnuda, entre
sábanas azules
y risas blancas.
Los pies de besos
calzarte, señora,
besos de miel,
tiernos como
tus pechos, rojos,
como tus bragas.