viernes, 28 de agosto de 2009

De repente l

Y si la vida,
esperando tu voz,
un mal día
de mí escapa,
has de saber,
bella mujer,
que mis ojos
mirarán a tu mirada,
y mi voz
dirá tu nombre,
será la última palabra.

¡No veas oruga! Te voy a contar una historia que, gracias -de nuevo- a mi buen corazón -un gran corazón, por dentro y por fuera-, te voy a poder contar.
La noche anterior a los hechos escupí un poco de sangre. Sólo un par de veces. Me preocupé, así que al día siguiente por la tarde fui al medico. Estaba muy mosca con aquello. Llevaba dos meses tosiendo en seco, con la tensión alta, y fumando más de la cuenta.
Fue al toser, en el lavabo del consultorio. Sangre a piñón, salpicó todo el lavamanos. Cuando vi al medico no hubo que decirle nada. Un golpe de tos, tiñó, de rojo intenso, el fregadero de la consulta.
“A urgencias ahora mismo”, “habría que pedir una ambulancia, pero tardará” fueron sus palabras.
Rápidamente llamé a una amiga, que, aquella desdichada tarde, se vio, obligada por las circunstancias, a ejercer, el agradecido, pero duro papel, de ángel de la guarda motorizada.
Todo empezó a zumbar, a oírse lejano, mi sombra salió entonces, para decirme dulcemente: “tu vida está en juego ahora, se irá en unos minutos, veremos como te portas”.
En la calle, de pie, junto a un pequeño charco de sangre, la esperé, mientras sentía como la vida escapaba con la respiración, a boqueadas cada vez más abundantes. ¡Mierda! exclamé, ahora me ha subido la tensión. Sangre y más sangre, ¡qué manera más tonta de morirse! pensé. Encima hay un tráfico del copón. Son las ocho de la tarde y el Pº Valldaura va petado de vehículos.
En pocos minutos, pasé, de estar preocupado, a saber que mi vida pendía de un hilo, y qué una vez más, me rescataría, si tenía suerte, si llegaba a tiempo, una mujer.
Es una arteria, me decía. Ha petado una arteria, y si esto no va rápido, estás listo. No era una muerte digna de un depredador como yo, así que estaba mosqueado. ¡Vaya mierda de muerte! Aquí, como un primo, esperando a una tía que está más pirada que yo. Para más cachondeo enfrente del Bronx.
Era miércoles oruga.
Con la sensación de tener una puñalada en el pecho, donde aire y sangre acababan de romper una relación antigua y bien avenida -el lugar donde la vida se renueva, donde amb@s se buscan, se persiguen, se esperan, se funden y confunden, pues el destino de uno, son la vida y la razón de la otra- y sabiendo que estar calmado y reposado era lo único que podía ayudarme.
Eso hice, apoyado en la farola comencé a respirar despacio, a contener la tos, y a buscar, con un brillo plomizo y algo desvaído en la mirada, un pequeño coche azul marino.
Largos minutos fueron aquellos. Pensé en mi musa, en mi destino, en que si tenía mala suerte, ya no habría nunca más, la posibilidad de que nuestros caminos se volvieran a cruzar. Me rebelé contra eso. No era justo. Pero... ¿cuando ha sido justa la vida?
Cálmate y no te muevas, no tosas. Respirando suave y acompasadamente recordé mi último poema “Espejos”, el poema que cierra “Ruido de fondo”, escrito un domingo, días atrás. Recité una estrofa, una estrofa que hacía referencia a qué quizá la vida escaparía de mí sin volver a verla. Fue un poema premonitorio. Tengo una sombra que, a veces, va de listilla.
Allí estaba, diez días después de escribir aquellos versos, inmóvil, impotente, apoyado en una farola de la Av. Río de Janeiro, esperando, viendo como la vida, literalmente, escapaba de mí por momentos.
Al entrar en el coche atardecía, y al sentarme, su cara cambió.
Vamos rápido, hay mucho tráfico, y dame algo para ir guardando la sangre, tienen que ver todo esto, le dije. Me apañé con un rollo de papel de water amarillo y su envoltorio de plástico, donde iba guardando toda la sangre que podía recoger.
Ella miraba como en estado de shock, o quizás era yo, que observaba a mi alrededor sorprendido y casi ausente. Dentro de mí, algo lo veía todo como si fuera una función de teatro.
Empapaba de sangre el papel y lo guardaba en la bolsa, y una mirada distante, serena, un azul plomizo, denso, ahogado en reflejos rojos, iba adueñándose de todo.
En algún momento del trayecto, parados en un semáforo creo, me invade el crepúsculo, y, de repente, siguiendo un extraño impulso, giro muy despacio la cabeza, la miro a los ojos, y le digo suavemente: “Montse, puede que esta vez no tenga tanta suerte”

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