lunes, 31 de agosto de 2015

Orange 1 (fragmento)

Cerró el periódico, lió un cigarrillo y miró a su alrededor. Se levantó, caminó unos pasos en dirección al centro de la plaza y levantó la vista. A pesar de las farolas, el cielo de la sierra era abrumador; aprovechando la ausencia de la luna, las estrellas se amontonaban como si estuvieran en un planetario, y sintió cómo el peso de aquel paisaje deslumbrante y lejano se desplomaba sobre él, despojándolo de la estéril carga emocional acumulada en Barcelona durante meses. 
Por un instante se contempló insignificante y renovado en aquel espacio inabarcable enmarcado por las luces de los fanales que, fijados en la parte exterior de los pilares que sostenían los arcos de los soportales, recorrían el perímetro de la plaza. Desandando sus pasos volvió a la terraza, apagó el cigarrillo y dio un trago largo, muy largo. Abrió la pequeña mochila. Buscó dentro del neceser, sacó un blister plateado y extrajo un paracetamol, con gesto cansado se lo introdujo en la boca, y, ayudado con un poco de gin tonic, lo dejó resbalar garganta abajo.
Fue entonces cuando oyó la voz cálida y profunda de Loti llamándolo a medida que se acercaba caminando bajo los soportales. Levantándose bruscamente, sonrió y se abrazaron. Después de tantos meses volvían a estar juntos. Se despidieron de Jacinto, cruzaron la plaza mirando las estrellas y, aprovechando las sombras de una calleja próxima, se besaron largamente. Una euforia imparable se fue apoderando de Matías a medida que, cogidos por la cintura, quedamente dejaban la plaza atrás y se acercaban a la casona.
Si bien en principio la casona fue la casa señorial de los Valcárcel, una de las familias pequeño burguesas de la comarca que, durante la guerra y la posguerra -primero gracias a la industria, a la que benefició estar en el lado “nacional”, y una vez acabado el conflicto gracias al estraperlo- había prosperado más de lo que se merecían al amparo de su filiación franquista; la mala traza para los negocios, y el desenfreno y abulia de los hermanos Valcárcel durante sus últimos años, a punto estuvo de despojar a sus herederos de la casona donde la familia había vivido desde que fue edificada a mediados del diecinueve. Situada en una calle próxima a la plaza del ayuntamiento, la vieja casona -trescientos metros cuadrados con un sótano y cuatro plantas construidas- gracias al esfuerzo de Loti y de su sobrina Inés, últimos vástagos de la saga familiar, se había transformado en un hotelito de quince habitaciones que funcionaba bastante bien gracias a que la UNESCO había declarado a la sierra de Béjar reserva de la biosfera.

domingo, 23 de agosto de 2015

Orange (fragmento)

Cuando por fin el autobús se detuvo, Matías salió de su sopor y miró adormilado a su alrededor,  apenas quedaban tres personas en el vehículo. Tras un día de viaje agotador ya estaba en su destino. Había cogido el AVE a las nueve de la mañana en Barcelona, cambió de tren en Madrid, y al llegar a Salamanca ochenta y tantos kilómetros de autobús hasta Béjar. La voz del conductor sonó por los altavoces avisándolos de que era fin de trayecto y todos los viajeros debían bajar del coche.
Salió del autobús, andó unos metros, dejó la pesada bolsa de viaje en el suelo y miró a su alrededor. Desde la esquina de la plaza donde se hallaba podía verse, a lo lejos, parte de la silueta de la sierra recortando el paisaje; atardecía y las montañas iban perdiendo verdor a medida que los últimos rayos del sol desaparecían tras incendiar sus crestas.
Mientras recorría con la mirada los viejos soportales buscando el bar que llevaba apuntado en una pequeña libreta marrón, sintió un escalofrío que le hizo abrir la bolsa que tenía a sus pies y sacar una cazadora tejana. Parecía perplejo hasta que se dio la vuelta y encontró el rótulo del bar que había dejado a la vista la marcha del autobús. Agarró sus bártulos y recorrió con paso entumecido los escasos metros que lo separaban del bar hasta que, dando un suspiro, se sentó en una de las solitarias mesas que el establecimiento tenía bajo los soportales. Dejó los bultos encima de una silla y se acercó hasta la barra.
El camarero charlaba animadamente con dos clientes y, al verlo entrar, dejó la conversación y se acercó hasta él y le preguntó: —¿Es usted Matías? 
— ¿Es usted adivino o un chamán de la sierra?
— No se sorprenda. Estaba sobre aviso. Loti me llamó hace un par de horas. Disculpe, no me he presentado: Soy Jacinto, dueño de este garito y amigo de Loti. ¿Y usted, hace mucho que la conoce?
— Bastante. La conocí en Barcelona a finales de los ochenta. Entonces era una marchosa y extravagante estudiante de arte que vivía en el bohemio barrio de la Ribera y se hacía llamar Orange.
— ¿Le sirvo alguna cosa?
— Estoy sentado ahí fuera. Tráigame una cerveza y algo para picar. Unas almendras si tiene.
— No hay almendras, pero le puedo poner un platito de zorongollo. Es una ensalada típica de la sierra. Muy rica, se lo aseguro.
Las noches de Béjar eran frescas en verano y gélidas en invierno, cuando, atraídos por la nieve, se llenaba de madrileños que iban a pasar el fin de semana. Pero un martes de finales de agosto al caer la noche no eran muchos los parroquianos que paseaban bajo los soportales buscando un sitio donde tomar una copa después de un día sofocante.
Cuando se terminó la ensalada miró de nuevo el reloj. Carlota se retrasaba y recordó que era muy capaz de dejarlo tirado. Se preguntó qué hacía allí. Cómo se había dejado convencer por aquella mujer voluble y fantasiosa. Carlota era mucha Carlota y, el otoño pasado, cuando se volvieron a encontrar, casi como la primera vez años atrás en un café del casco viejo de Barcelona, las cosas fueron rodadas. Charlaron y charlaron hasta el anochecer, tomaron unas copas y, esta vez, a diferencia de la primera, que terminaron en el bohemio ático del barrio de la Ribera donde ella vivía, acabaron en el pequeño piso de Matías. Tres días después, Matías tenía clarísimo que pasaría una temporada en la sierra de Béjar posando para unos retratos que Loti quería hacerle a toda costa. De hecho, se llevó un par de bocetos que le hizo durante un paseo por Collserola. Matías pensó que, quizá allí, en la sierra, encontraría la inspiración y el estímulo que andaba buscando desde hacía ya demasiado tiempo… Buscaba un tema especial para una novela y estaba convencido de que la sierra, aquel paisaje agreste y rotundo cargado de energía, donde todo sería nuevo para él, podía ser el catalizador que acorralase su inquieta imaginación y diera rienda suelta a su creatividad.. 
El golpeteo de unos nudillos contra la puerta acristalada que daba paso al local lo sacó de sus cavilaciones. Se dio la vuelta y vio al camarero que, gesticulando, le indicaba que tenía una llamada.
— Diga... Sí, Loti, sí. Ya sé que eres tú. No podía ser nadie más.
Estuvo unos minutos asintiendo con la cabeza hasta que colgó exclamando entre dientes: ¡Maldito chichi naranja!
— Póngame un gin tonic y déjeme el periódico, que esto va para largo –le dijo al camarero al tiempo que rodeaba la pequeña barra y salía de nuevo a la calle resignado a esperar lo que hiciera falta.