martes, 26 de enero de 2010

Konsierto

A pesar de los años transcurridos, aún hoy, cuando recuerdo aquel concierto infernal, sigo riédome como un enano.
Meses preparando el maldito concierto y, como casi siempre, alguien tuvo una idea de lo más tonta que, a todos los demás, también nos pareció cojonuda.
Entre otros grupos, tocarían unos punkis, un grupo inglés, desplazado exclusivamente para la ocasión, una leyenda musical y urbana de los noventa. En aquel instante, nadie se acordó de la piesnegrada que suelen atraer estos grupos. La cagamos, no económicamente, pero si hago un repaso a las bajas habidas entre nuestras filas, algo si la cagamos, aunque... será mejor empezar por el principio.
La sala es de mediana capacidad, unas 400 personas, dos pekeñas barras, una frente al escenario y la otra al fondo a la derecha, junto a una puerta, dando acceso a un espacio de exposiciones más pequeño y saturado de trastos, amontonados apresuradamente el día anterior en un rincón, para dejar algo más de espacio libre.
Tres grupos, aquello iba a durar horas, por lo tanto, llevo provisiones, hierba y más hierba. A mí, no me vuelven a joder la noche cuatro “pies negros” de mierda. Sé por experiencia ke, los venidos del este europeo, son especialmente cabrones, hay ke meterles de entrada, sino estás listo, te buscan la vuelta y la arman sin remedio.
Todo comienza estupendamente, la sala medio llena antes de empezar, y en la calle se van agrupando, por afinidad estética, pequeños grupos. Jevis, punkis, alternativos, y los típicos gilipollas que nunca saben donde ir.
No somos demasiados, doce o trece del colectivo y algunos amigos afines, que suelen compartir con nosotros las noches musicales. Cuatro en la puerta, dos más en cada barra y el resto dando vueltas.
Saludando a gente ke hace tiempo no veo y haciendo algo de relaciones públicas mientras me llega el turno de currar en alguna barra.
Con el primer grupo va llenándose el local. Cervezas, muchas cervezas, porros por todas partes, y en los rincones, rulos y carnés de identidad.
Se baila, y, entre tanto decibelio, se intenta sobrellevar alguna conversación. Hierba va, hierba viene.
A la primera localizo lo que ando buscando, lo que, creo, llegará a ser la fuente de nuestros problemas esta noche, un grupo de diez o doce manguis con estética punki, mucha cresta, altos y desarrapados, poniendo cara de perdonavidas y sableando tabaco a diestro y siniestro. Si había problemas vendrían de aquellos gualtrapas.
Con el primer grupo el personal iba asimilando priva y mas priva. Nadie está pedo de momento. La fiesta acaba de comenzar.
Como siempre, en la calle se amontonan los típic@s “ratas”. Tip@s incapaces de gastarse los tres euros de la entrada que, en realidad, sólo sirven para pagar los gastos y las molestias a los músicos.
Los de la puerta ya andan a la greña con los mamones de siempre, que afirman no tener dinero, y luego se lo gastan todo en alcohol, o en drogas de síntesis. No me molan los pastilleros, la mayoría están sonados y solamente disfrutan armando bronka.
Ya estoy en mi turno en la barra, y paso el tiempo observando toda la sala, atento a los pies negros, que están comenzando su función. Gorreándolo todo, utilizando un lenguaje y unos gestos amedrentatorios y prepotentes. Es su manera de camuflar las escasas luces, su incapacidad a la hora de tomar las riendas de sus propias vidas. Hacer algo por si mismos, y para si mismos, es la tarea que siempre tienen pendiente.
La atmósfera comienza a subir, el personal anda eufórico y algo salido de madre. En general, el ambiente es inmejorable, baile, risas y camaradería. Conocía a casi todos, al menos de vista, repartidos entre los pequeños grupos siempre hay algún amigo asiduo a nuestros conciertos.
Estando en la barra todo se acelera. Voy a servir una cerveza a un pies negros que, aunque parezca raro, no se ronea para pagar, a pesar de formar parte del grupito de mamones.
De pronto, oigo gritos en medio de una discusión acalorada.
Recuerdo nuestro último encuentro con aquella escoria y no me lo pienso, en vez de servir la lata, la agarro por la parte superior y descargo un golpe terrible y certero sobre su asquerosa mano que, el muy imbécil, tiene apoyada en la barra. El muy cabrón.
Ruido de huesos rotos y un grito, o más bien un siniestro aullido, sale de la boca de aquél buitre advenedizo. Intenta golpearme con la mano que todavía tiene sana, pero no le doy tiempo, mi spray para la artrosis, Reflex por mas señas, está preparado en mi mano izquierda. Se lo descargo en el morro, y vuelve a aullar como una fiera malherida.
Me agacho y saco del macuto mi viejo bastón de boj. Introduzco la mano por el cordón que tiene en un extremo mientras doy la vuelta y salgo de la barra.
El hijoputa aquél suelta maldiciones en una jerga incomprensible que suena muy mal, tiene la mano hinchada y amoratada y aún busca más gresca. Lo complazco, le arreo un bastonazo de cojones en la rodilla derecha, que cruje como un viejo tronco seco, y cae de rodillas. Riéndome, le regalo una ensalada de hostias y dos feroces viajes en las costillas con mi apreciado, viejo y curtido bastoncito. No creo que vuelva a incordiar el resto de la noche. Apesta a pies y ketamina. Me olvido de él.
Después de aquello estoy que me subo por las paredes. Busco crestosos guarrindongos. Doy con dos de ellos que ya están liados con el grupito de chicas de la radio.
Una tía canija, bajita, mucha cresta, cara de rata y ciega de ketamina, y un tipo de mediana estatura y aspecto de haber matado a su madre el día anterior andan a tortas con ellas.
La tía enclenque patalea como una gata rabiosa. Una amiga mía la tiene agarrada por la cresta. Mientras le arrea sopapos, la otra intenta arañarla ferozmente, pero ella esquiva y da risotadas, hostia va, hostia viene.
Las otras tres féminas se encargan del tipo con pinta de parricida que, a la hora de la verdad, no dura mucho, dos o tres zarpazos en su asquerosa y siniestra jeta, una patada en los huevos y un práctico spray, acaban con él.
Mientras aúlla lo arrastran al rincón, donde yace fuera de combate mi primera victima, allí lo terminan de rematar, y lo depositan, eso si, muy ordenadamente, junto al otro gilipollas.
La piesnegros paticorta corre la misma suerte, un ojo a la funerala, la ceja correspondiente partida, arañazos por todos lados, un desgarro en la oreja y un hombro dislocado, es el parte médico provisional de aquella rata urbana. A golpe de vista, el diagnóstico es de pronóstico reservado.
El grupo sigue sonando. Le ponen el ritmo al asunto. Observan alucinados tocando a toda pastilla. La selectiva y despiadada venganza acaba de comenzar.
Voy acercándome a otro barullo y tropiezo con un tiparraco de aquellos, está tirado en el suelo e intenta en vano agarrarme un pinrel. Lo pateo de muy mala hostia, dos patadas, una en toda la boca, y la definitiva, en medio de los riñones, lo mandan al mundo de los sueños.
Dando risotadas y un poco alucinado, lo arrastro junto a sus compañeros de infortunio que yacen en el improvisado depósito. Me entretengo unos minutos cortando largas y tiesas crestas apestosas con mis tijeritas de llavero. Le pongo un sello muy personal a la tarea.
Me vuelvo a mirar a nuestra última victima. Su cara parece una etiqueta de anís del mono, raída por el tiempo y la roña, esa roña antigua que nunca se quitan. Le meto un par de hostias más, no me gusta la puerca jeta que tiene el muy hijodeperra.
Es el momento de reponer fuerzas, me digo. Me acerco a la barra a buscar mi bebida isotónica y vuelvo al rincón.
Sentado al lado del aquél montón de desgraciados me lío un canuto de mi mejor hierba, mi AK-47 pata negra. Es muy energética y vivaz, justo lo que necesito ahora mismo.
Fumando, comienzo a ver surcar por los aires latas de cerveza y tetrabriks de Don Simón. El festival está en su mejor momento. Suenan gritos y hostias por todos lados. La música sólo es ruido de fondo.
Un capullo alto y desgarbado, anda haciendo preguntas walkman en mano, aparece en mi campo visual justo en el momento en que, una lata vuela despistada y acierta de lleno en el tarro de nuestro aspirante a periodista. Me parto de risa, y le birlo el walkman que cae de sus manos. El tontolaba se sienta en el suelo y llora como un niño, al que han dado un collejón y robado el caramelo.
Restablecidas las energías me incorporo rápidamente a la fiesta, no quiero perdérmela, llevaba diez años esperando una oportunidad como aquella.
El guantazo que me dieron me puso en onda, y es que a la que pierdes el ritmo llueven hostias. Me han dado de lleno, pero me ha despabilado algo el colocón que todavía me hacía flotar un poco. No sé de donde ha venido el hostiazo.
Miro en dirección de la otra barra, parece que se las apañan bien. Tirando de ellos por los pies, traen dos tipos más, me río mientras le enseño el almacén de mamones. De uno de los nuevos todavía me acordaba. Le doy un patadón de propina. Los apilan con los demás, y, muertos de risa, los van contando. Les digo: aún quedan algunos en la puerta. Voy a despedirme de ellos por todo lo alto.
Me duelen el ojo y el oído derechos y tengo un corte en la cara, justo delante de la oreja. A pesar de todo sonrío angelicalmente y avanzo entre la gente rumbo a la entrada. Esquivo una hostia lanzada al vuelo. Se la lleva el tipo alto y despistado que tenía a mi lado hace un momento.
Camino de la puerta tropiezo con un grupo de ocho o nueve jevis que conozco. Han hecho un corro y, a modo de aportación desinteresada,
se van pasando a hostias y coscorrones a otro imbécil crestoso cargado de ketamina. Le largo un guantazo yo también mientras les cuento donde los vamos almacenando y les pido que lo dejen allí cuando acaben. Ríen, el tipo no acaba de caerse y llevan 20 minutos en ese plan.
Cuando llego a mi destino tres de mis compañeros disputan ferozmente con tres tipos de la misma tribu. Esos cabrones trabajan organizados. Nos buscan la vuelta. Andan detrás del dinero de las entradas. El compañero que custodia la pasta sólo tiene tiempo para evitar que se la sirlen. Lo sustituyo diciéndole que se vaya para adentro.
Entonces los vi, de los tres, dos nos la jugaron una vez. Me da la risa mientras mis colegas esquivan hostias, agotados después de una hora larga con ese
plan de vida.
Un impulso salvaje y primitivo se apodera de todo mi cuerpo. Veo venir a uno de los crestosos, uno que recuerdo perfectamente. Ocultando mi mano izquierda detrás del cuerpo pongo el bastón fuera de su vista, y lo dejo acercarse, viene confiado y prepotente, lo tengo a medio metro, en ese momento, saco veloz mi pedacito de boj y le arreo un golpe salvaje y feroz en todo lo alto del cráneo, se tambalea, y aprovecho el pequeño hueco que deja al caer para pasar a la ofensiva cruzando el umbral de un salto.
Ya estoy en la calle, y lo primero que hago es patear al cabrón caído en el suelo. Lo saco a patadas de delante de la puerta. Intenta levantarse, se apoya en un brazo, berreando algo en su jodido idioma que no hay quién entienda. Le doy un buen bastonazo, que hace desistir a la inquieta extremidad de seguir adelante. Antes de que su jodida cara vuelva a tocar el suelo, le endiño un terrible patadón en el hígado que lo impulsa un metro más, alejándolo de la escena.
Antes de regresar de nuevo a la entrada me aseguro de que aquél cabrito no de más la tabarra, le jodo bien jodida una rodilla con mi -ya mítico- bastoncito.
Sólo quedan los dos que agobian a mis colegas. Siguen dando voces, quieren entrar a empujones. Van tan ciegos que cuesta mantenerlos a raya.
Me acerco sigilosamente por detrás, al primero, un golpe rápido en el tarro, de izquierda a derecha, uno de mis mejores golpes, al otro, un golpe más fuerte en una de sus rodillas, se oye un fuerte chasquido y cae al suelo, entonces, haciendo chistes de pies negros y conciertos, los apaleamos si compasión,
Tengo delante, después de tanto tiempo, al tipo que intentó sirlarnos el dinero de la barra diez años atrás. Tiene la cabeza abierta y llena de sangre, un brazo inútil y, posiblemente, una rodilla que ya nunca volverá a ser la que fue.
Me lío un petardo tranquilamente mirándolo fijamente, quiero ke se kede con mi cara, que la vuelva a ver en sus pesadillas. Le cuento, mientras enciendo el canuto, que la ketamina es muy chunga, que no debería tomar esas mierdas. Voy dándole hostias, fumándome mi porrito y diciéndole: “yo, so atontado, soy de Verdún, y tengo muy buena memoria”.
En el improvisado almacén ya no cabe ni un alfiler. Pido voluntarios para tirar a esa basura en el container más próximo. Si me echan una mano entrarán gratis. Enseguida salen ocho o nueve. Voy con ellos contento como unas pascuas. Les abro la tapa y les digo: lástima, acaba de pasar la recogida. Los meten a todos en el container y se van de vuelta al garito. Quieren ver lo que queda del concierto. Yo también, pero no tengo tanta prisa, espero un par de minutos, entonces, le quito el freno al dichoso trasto y lo empujo con fuerza calle abajo.
Sonriendo beatíficamente los dejo en manos del destino.

lunes, 4 de enero de 2010

El fantasma de medianoche

Viajo en un mercancías de la Southern Pacific. Son las siete y media de la tarde, y el Silbador salió a las diecinueve horas de L.A. Hace un frío terrible. Dos vagabundos calientan su cena en un viejo hornillo de petróleo.
Un viejo indio, taciturno y de rostro hermético, me observa con ojos de piedra. Mi saco de lona parece haber acaparado toda su atención.
Soy el único que lleva tabaco, así que invito a los vagabundos cada vez que enciendo uno. Sorprendidos, aceptan la invitación en silencio. El viejo indio no fuma. Nos mira impasible desde el otro extremo del destartalado vagón. Sentado, y con una vieja y raída manta del ejercito de Salvación sobre los hombros, me parece que, al ver a tres tipos blancos estrafalarios y hambrientos, contiene una sonrisa.
Mi ropa es de segunda mano, limpia pero llena de remiendos.
Volamos a cien kilómetros por hora, y por entre las rendijas del viejo vagón de madera se cuela un aire gélido. Los vagabundos se levantan y hacen flexiones para no perder calor.
De mi bolsa de marino saco una botella de whisky. Doy unos tragos y se la paso a uno de los vagabundos. Un tipo alto y amojamado que lleva un viejo abrigo ennegrecido por el hollín y las noches al raso. Da un par de tragos, le pasa la botella a su compañero y me dice: "El Fantasma de medianoche" marcha de L. A. a las siete y llega a Frisco por la mañana. Bill y yo siempre lo tomamos para ir a Frisco. Pero hace un frío terrible mientras sube como una exhalación por la costa. ¿Verdad Bill?
Bill asiente entre dos tragos. Es un tipo silencioso y de aspecto tímido y amable. El indio nos mira, enigmático como un brujo navajo, y adivino su divertida curiosidad, disimulada tras un rostro atezado y duro.
El vagón suena como una traqueteante melodía bop. Me meto en el saco de dormir y apoyo la cabeza en mi vieja bolsa de marinero. Al amanecer en Frisco…

Gatita insular, estos días ando releyendo, por enésima vez, a Kerouac. Es mi manera de viajar por los EUA de finales de los cuarenta. Tú, estás tan ricamente en primavera, pero yo, con el cuerpo frío a causa del invierno, y el corazón helado y reseco por tus desdenes, viajo por donde quiero. Desde casa, y algo colocado, viajo, escribo y te evoco en la distancia.
Me han contado que en tu subtropical isla las nativas vais siempre en taparrabos y estáis todas buenísimas. Que sois unas amantes maravillosas ¿Es cierto? ¿Me han tomado el pelo?

El viejo indio no se ha movido ni un milímetro. Insondable, con su viejo sombrero de hongo, que luce dos plumas blancas, parece dormitar, impasible a todo lo que lo envuelve.
El interminable convoy silba en la oscuridad. Sin salir del saco, me siento y miro por entre las rendijas del vagón. La noche ha ganado terreno al dejar atrás las luces de la ciudad, y el Silbador remonta California a toda máquina. Las estrellas brillan vacilantes al ritmo del tren, y la noche es fría y maravillosa.
Mañana estaré cómodamente instalado en la granja alquilada por Merylou en las colinas próximas a Frisco. Lleva meses allí. Cultiva marihuana y la vende entre los hipsters de la bahía y los universitarios de Berkeley.
La tibia y suave Marylou, y su dulce acento sureño, me esperan desde hace semanas, pero por culpa de Roy me quedé atascado dos semanas más en L. A. Roy andaba enloquecido por la ciudad, bebiendo vino de oporto californiano y ligando con todo lo que se moviera.
Andy, su mujer, una rubia amable y despampanante, nos pidió a Frank y a mí que lo buscásemos y se lo lleváramos de vuelta a casa. Tardamos una semana en localizarlo, y otra en convencerlo. Su mujer, y Mae, su hijita de cinco años, lo esperaban en su pequeño apartamento del centro.
El tren zumba costa arriba. Uno de los vagabundos sale de su oscuro rincón y apaga la vieja lámpara de petróleo que había colgado del techo. El vagón se hunde en las tinieblas.
Me castañetean los dientes, y fumo pensando en la tibia cama de Marylou. En su media melena caoba. En sus cálidos y grandes ojos. En The Place, el viejo café lleno de poetas e intelectuales hiperactivos. En sus enloquecidas y delirantes juergas de bencedrina y alcohol por las colinas que rodean Frisco…

Debes saber, agraciada sirena atlántica, que, en el vagón desolado y frío donde viajo, ese traqueteante, ruidoso y bello vagón de Kerouac, se te hielan las entrañas. Bebo whisky barato a causa del frío, o sea, la antítesis de tu bella primavera insular. Allí, seguramente os lo bebéis con hielo, pero en estos pagos, donde me toca viajar por unos días, lo bebemos a palo seco. A gollete o a morro, según quién lo cuente.
Cuando se me contagia el frío del texto lo dejo estar unas horas. Para regresar al glacial y trepidante viaje con renovados bríos, me fumo un par de globos de maría vaporizada.
Un intermedio que me hace pensar en tu cálida isla, en tus cálidas miradas, en tu bonito trasero, porque, dadas las circunstancias, suelo verte más de espaldas que otra cosa. Resultado: tienes un culo que me cae bien. He llegado a comprenderlo en toda su extensión. Incansable, recorro sus interminables simetrías. Tan redondito y bien puesto.
En el Silbador o Fantasma de Medianoche, según el vagabundo que te lo cuenta, hace un frío de mil demonios; sobre todo cuando enfila la costa Norte de Gavioty y sigue la línea de la rompiente. En los tramos rectos alcanza los ciento treinta por hora, entonces los vagones rechinan enloquecidos.
Al Fantasma de Medianoche, lo llaman así, porque se coge en L.A. por la tarde y nadie te ve hasta que llegas a Frisco por la mañana.

Hace un rato que hemos pasado Margarita, y el Silbador deja la costa, pierde velocidad y se adentra en las montañas.
Llevo puesta toda la ropa de abrigo que tengo. La gorra con orejeras y forrada de lana, los guantes de ferroviario, y el viejo chaquetón de la marina, aun así, y sin salir del saco, el aire corta como un cuchillo.
Los vagabundos han encendido de nuevo su lámpara de petróleo. Caminan por el vagón y se golpean hombros y muslos para entrar en calor.
El viejo indio sigue inmutable, no habla, no hace ni un gesto, parece estar en trance. Sin un mover un músculo, con su raída manta sobre los hombros y ajeno al viento, que, dentro del vagón, sopla en todas direcciones. A las plumas de su sombrero tampoco parece afectarles. No se mueven. Es un hecho extraordinario.
Doy unos tragos y le paso la botella Bill.
-Pues si muchacho -me dice, cogiéndome del brazo entre trago y trago-. En el Fantasma, las noches de invierno son un infierno. El viento se te mete en las entrañas. Cuando sientes que el frío te llega al corazón, buen whisky y ejercicio. Te lo dice el viejo Bill, muchacho.
Mirando al viejo indio, continua: Si muchacho, los únicos indios que viajan en trenes de carga son los fugitivos y los hechiceros. Y éste, pinta de fugitivo no tiene. Por lo poco que sé, los hechiceros suelen viajar de comunidad en comunidad. Recorren grandes distancias, y son respetados y temidos por los de su raza. Suelen celebrar las ceremonias del Peyote. Curan enfermedades, dan consejo, y son solitarios y evasivos. Lo más peligroso de un chamán indio es su calabaza. Sólo ellos pueden manipularla. Si tocas su calabaza y no eres brujo, el infierno se cernirá sobre ti.
Esto último, Bill lo dejó caer recalcando lentamente las palabras. La presencia del indio parecía inquietarlo…

Creo, mi añorada beldad aborigen, que, en tu isla dorada, estos días ha llovido a cántaros, así que dentro de unos días se cubrirá de verde pradera. Lucirá un bello mantón que la protegerá de la brisa marinera.
Y tu ciudad, tanta veces teñida de un gris macilento, a la luz de las farolas se contemplará limpia, fresca y reluciente, y, te aviso, intentará competir con el brillo de tus ojos. Aunque sea en vano, bella nativa, lo intentará.
Los trenes de carga de la época en que viajo son inhóspitos y desangelados, y, es curioso, los viajeros parecen no serlo, vagabundos o no, suelen ser tipos duros y soñadores, y, por lo general, amables y cálidos en el trato.
Cuentan historias de hombres solitarios que recorren el país en trenes de carga. "Vagabundos del Dharma" que trabajan esporádicamente aquí y allá. Son, seguramente, hombres que, a causa de la gran depresión económica que asoló el país en aquella época, se lanzaron a la carretera en los años treinta. Se engancharon a esa vida y ya no pueden dejarlo. No sabrían, y probablemente, aunque pudieran, no cambiarían de vida.
Te supongo disfrutando de fríos y tropicales zumos de frutas, yo, en cambio, sólo té y jarabe para la tos.
Días solitarios. Islas y trenes. Un poco de marihuana y palabras.
Pero…, aunque estés tan lejos, te tengo aquí, a mi lado. Te evoco, te pinto y te recorro.

-¡Muchacho! ¡Muchacho!
La voz de Bill me saca de mi dulce sueño por las colinas de Frisco. El tren ha reducido un poco la velocidad.
-Estamos cerca de la ciudad muchacho. Recoge tus cosas y prepárate. ¿No tendrás un poco de whisky por ahí?
La botella ha rodado por el vagón y he de levantarme para buscarla. Comienza a amanecer, y la luz se cuela por las carcomidas rendijas, pero no es suficiente. Bill enciende la vieja lamparita. El viejo indio sigue en el mismo sitio. Con su inescrutable mirada clavada frente a él.
Recojo la botella, que, a causa de la pendiente, había llegado hasta un rincón.
Doy dos largos tragos y se la paso al viejo Bill, y, de un soberbio lingotazo, se ventila medio cuarto de litro.
Saltaremos cuando el tren casi se detiene en el nudo ferroviario, justo a las afueras de Frisco. Miro al exterior por un resquicio, no se ve nada, y el viento es húmedo y cortante, y la densa bruma de la bahía se ha adueñado ya del paisaje.
Entre los tres, apuramos la botella en dos rápidas rondas. Tengo el frío metido en el alma.
Me quedan dos dólares en el bolsillo. Más que suficiente para el desayuno y la llamada a Marylou. Bajará de las colinas en su destartalada furgoneta para recogerme.
Por las rendijas se va colando la bruma de la ciudad. A los pocos minutos una densa niebla se ha apoderado del vagón. No se ve nada que esté a más dos metros.
-Muchacho -me dice Bill, estirando el brazo para pasarle la casi vacía botella a su compañero-: "Cuando llegue el momento, tiras tus cosas y saltas del vagón. Hacia arriba. No mires al suelo y salta hacia arriba. Es más fácil caer de pie si saltas hacia arriba. Salta justo después de nosotros. Con esta niebla puedes romperte la crisma si no saltas en el momento adecuado.
Antes del nudo ferroviario tenemos un kilómetro de recta con el tren a poca velocidad, es el mejor sitio. Los guardafrenos y los vigilantes pueden verte a partir del cambio de vías. Hay que saltar antes, es más seguro".
El vagabundo alto y reseco -que se ha levantado, algo más animado después de unos tragos- abre la pesada compuerta del vagón unos minutos antes de que el Silbador aminore la marcha, y una ráfaga glacial nos traspasa de arriba abajo.
-Muchacho -me dice Bill-. Justo al otro lado del cambio vías, junto a la gasolinera del viejo Ed Dunkel, hay un restaurante barato donde van a comer los guardafrenos. Puedes llamar a tu chica desde allí.
-¿Cómo sabe que hay una chica? -le pregunto sorprendido-.
-Repetías su nombre en sueños muchacho -respondió, atusándose el denso mostacho-. Debes quererla mucho para atreverte a coger el Silbador en pleno invierno.
Paseaba inquieto de un lado a otro del vagón cuando me di cuenta que el viejo indio había desaparecido.
Bill -le digo, algo asustado- el viejo indio ha desaparecido.
-Se ha esfumado en la niebla. Pero sigue ahí. Algunos hechiceros son capaces de esconderse tras la niebla. Bajará tranquilamente cuando el Fantasma acabe su trayecto y nadie reparará en él.
Me han contado que hay chamanes que pueden moverse usando la niebla como nosotros lo hacemos con el Fantasma de Medianoche -me contesta en tono misterioso-.
El tren aminoraba lentamente la velocidad.
-Bueno muchacho, aquí nos despedimos -dijo el tipo alto y desgarbado.
Pareció entrarles mucha prisa. Sin esperar al nudo de vías donde en convoy casi se detiene, tiran sus bultos y saltan.
Quedarme a solas con el viejo indio era algo superior a mis fuerzas. Sin pensármelo ni un segundo, tiro mi viejo saco de lona y salto a la cuneta.
Caigo mal y ruedo unos metros entre las piedras. Me levanto rodeado de una bruma impenetrable.
Recojo mis escasas pertenencias, y, cuando quiero darme cuenta, los dos vagabundos y el Fantasma de Medianoche han desaparecido en la penumbra.
Cruzo las vías hasta llegar a una solitaria carretera de los suburbios y camino en dirección a la ciudad pensando en Marylou. En un magnífico desayuno con café muy caliente y bollos de crema. Al poco, las luces de la vieja gasolinera se recortan entre la niebla…