jueves, 10 de diciembre de 2015

Orange 7 (fragmento)

Hizo un disparo al aire y los monos huyeron en todas direcciones, enfocó la linterna sobre el bulto tirado en el suelo mientras se acercaba sigilosamente; nada más llegar a su lado se oyó un gemido, entonces vio al hombre. Se aguantaba las tripas con las manos y, por entre sus dedos, la sangre escapaba a borbotones. La imagen del hombre tirado sobre la nieve desangrándose llenó sus ojos de pánico y tuvo un flash-back, por unos minutos creyó estar de nuevo en el cerco de Leningrado bajo el fuego de la ofensiva rusa que trataba de romper la línea del frente y atacar al ejecito alemán por la retaguardia. Podía oír las balas silbando sobre sus cabezas, el tableteo de las ametralladoras y los gritos enloquecidos de los soldados rusos, mientras avanzaban entre los estallidos de los obuses para caer sobre ellos con sus lanzallamas. Como un autómata, Alejandro se quitó la bufanda y la anudó alrededor del vientre del herido. Lo arrastró con cuidado hasta un árbol cercano y lo recostó contra el tronco. Entonces sus miradas se cruzaron. Ninguno hizo preguntas, ambos sabían que el final solo era cuestión de minutos, poco más de media hora como mucho.
Alejandro se sentó a su lado y le ofreció un cigarrillo. El hombre asintió con los ojos, Alejandro lo encendió y, como tantas veces había hecho sobre la nieve del sitio de Leningrado, se lo puso en los labios. No cruzaron palabra alguna mientras el herido se despedía del mundo. Cuando terminó de fumar, dejó caer el cigarrillo de la boca, levantó la mirada y asintió con un breve gesto de la cabeza;  Alejandro supo de inmediato lo que debía hacer, acercó el cañón de su Tokarev a la sien del moribundo y apretó el gatillo. Un segundo después, como si despertara de una pesadilla, la escena de la ofensiva rusa desapareció, y oyó el ruido del disparo recorriendo la noche del valle como un aullido. Los ecos que devolvían las colinas próximas rebotaron en su cabeza mientras arrastraba trabajosamente el cadáver del desconocido hasta la puerta de la casa del guarda contigua al viejo laboratorio, pensando que los disparos de la Tokarev, más allá del valle, se habrían confundido perfectamente con los de algún furtivo de la sierra. Resoplando, se quitó el guante de la mano derecha, la introdujo en el bolsillo del abrigo donde llevaba el manojo de llaves y buscó a tientas hasta que sus dedos reconocieron la que necesitaba.
Al darle a la luz, ésta se proyectó sobre el cadáver, que yacía frente a la puerta. Alejandro examinó uno a uno los bolsillos del muerto. Al llegar al bolsillo interior de la cazadora encontró la cartera del intruso. Entró en la casa y encajó la puerta, atizó el fuego de la estufa, introdujo un par de troncos y acercó la mesa camilla a la estufa, se quitó la bufanda, el abrigo y la gorra y los dejó sobre el sofá; después se enjugó el sudor de la frente con la manga del brazo izquierdo, cogió una silla, se sentó junto a la mesa y, una vez sereno, vació el contenido de la cartera.
El carnet de conducir inglés confirmó sus sospechas, iban tras ellos. Nacido en Gibraltar pero con residencia en Madrid. Agente comercial de una empresa británica, según constaba en un carnet profesional. Treinta mil pesetas, doscientas libras y una tarjeta de American Expres.