lunes, 27 de enero de 2020

Nasti de plasti

Allí estaba de nuevo. Meses y meses de no hacer nada, intentando quizá dejar atrás su último trabajo. Fuera llovía sin parar desde hacía dos días y cuando se asomaba a la ventana a echar un cigarro de tanto en tanto, el fuerte viento azotaba su rostro, mientras él, aterrorizado, se preguntaba si sería capaz de hacerlo otra vez. 
Lejos quedaban los tiempos en que se sentía capaz de escribir sobre cualquier cosa -tras el detalle más nimio descubría una historia digna de ser contada-, ahora, en cambio, solo lo habitaba un páramo desolado a merced de los elementos. Todo era frío, distante y carente de significado. Un solar abandonado tras un infranqueable y viejo muro de piedra, un mundo despojado de horizontes...
Un año en blanco, por dios, qué desperdicio, se decía consternado. Un año de ausencias, de despedidas, de soledades, de búsquedas infructuosas. Y la muerte siempre ahí, llevándose pedacitos de su vida, uno tras otro. Un año duro y desalmado que había quedado atrás por fin.
Los personajes que solía encontrar tras cualquier esquina habían desaparecido, las mujeres inquietantes y bellas también se esfumaron hace tiempo y los paisajes de siempre ya no le decían nada. 
En aquel momento el mundo aparecía a sus ojos como un aplastante y laxo espectáculo en blanco y negro lleno de almas marchitas vagando sin rumbo, día tras día; seres errantes y moribundos arrollados por una realidad anodina y machacona. Nada que sentir, que oler, nada nuevo por lo que palpitar... 
El tiempo en que se lanzaba sobre el texto con la incosciencia y el brío de un navajero adolescente se lo habían ido sirlando las páginas ya escritas.
Malgastar las horas de las tibias y soleadas mañanas de invierno, tomando café en una terraza vacía con vistas a una plaza desierta, se había convertido en una rutina diaria. La patética imagen de un tipo sin expectativas. Estaba a verlas venir y atenazado por el tedio... 
En resumen: su vida era un muermo.