miércoles, 19 de septiembre de 2012

DDO (El manuscrito de Juan Fernández)*

Sentado en las escaleras del destartalado porche de la casa de su madre, Juan, rodeado de un silencio ensordecedor, esperaba la llegada de la policía.
Su madre yacía inerte en el sillón de la pequeña y cuidada biblioteca. Junto a ella y al lado de la ventana que daba al patio posterior de la casa, la vieja mesita donde solía leerle de niño. Sobre ella, una cafetera, la funda de sus gafas de lectura, un tubo vacío de somníferos, una taza de café y un ejemplar de 1984 de Orwell. Encima del libro, las gafas y un sobre con el nombre de su hijo escrito. La cuidada caligrafía de la madre no dejaba dudas sobre la autoría.
Poniéndole dos dedos en la yugular, comprobó si, como parecía a primera vista, su madre había muerto. No cabía duda, estaba fría como el mármol.
Dejó la habitación sin tocar nada, llamó a la policía y salió al porche.
La mañana era fría y gris, y un ligero chirimiri comenzó a caer a la par que él, caminando lentamente de un lado a otro del jardín, rompía a llorar desconsoladamente hasta que el ruido de la grava del camino le anunció la llegada de los agentes.
Desde hacía unos años, este tipo de muertes eran bastante frecuentes, por lo que los inspectores no solían hacer muchas preguntas en estos casos. Esperaban al resultado de la autopsia para ir más allá.
-Ha dejado una nota para usted. Parece una cita de algún libro -le dijo uno de los funcionarios. 
No la toque -le advirtió al mostrársela. 
¿Sabe qué puede significar?
-Ni idea. Como habrá podido comprobar, mi madre era una gran amante de la lectura. Quizá haya sido su manera de despedirse de mí.
Un par de horas después, el forense, la policía y el cadáver de su madre habían desaparecido. Pero él seguía allí, sentado en el porche con la mirada fija en el jardín que lo veía jugar de niño.
Fue entonces cuando un profundo sentimiento de culpa se adueño de su ser, y, en silencio, comenzó a rememorar los últimos años de su vida…
El país se hallaba entonces en una profunda crisis económica, social y moral, lo que propicio una caída en barrena de las ideas y fuerzas progresistas. Un hecho que relegó a un apéndice irrelevante la representación de estas fuerzas en el parlamento. 
Esto facilitó una sólida mayoría de la derecha más cavernícola, que supo aprovechar esa oportunidad para realizar los cambios constitucionales que, dos años después, dieron paso a la aprobación de la ley conocida popularmente como DDO (Real decreto de defunción obligatoria).
A partir de ese momento, conceptos como: extinción de la renta vital, cuota vital disponible, venta de renta vital… etc. se fueron haciendo habituales en las conversaciones de los ciudadanos.
Según el FMI, la longevidad era profundamente antieconómica y atentaba contra la supervivencia de nuestro modo de vida. A partir de ahí, las grandes corporaciones de relaciones públicas y las empresas publicitarias, elaboraron un cuidadoso y gigantesco plan que cambió radicalmente el modo de pensar de la gran mayoría de las personas, que llegaron a internalizar los valores desplegados con gran maestría a través de los medios de comunicación de masas. Incluso la Iglesia, reticente al principio, a cambio de generosas ventajas fiscales y grandes aportaciones económicas directas, acabó por asumirlo y declaró en pecado mortal a todos los feligreses que se rebelaran contra la normativa. Al fin y al cabo, el paraíso los esperaba más allá de este valle de lágrimas.
Él mismo era funcionario del departamento que gestionaba la RVD (renta vital disponible) de los ciudadanos, y conocía perfectamente los mecanismos administrativos que se fueron poniendo en marcha a raíz de la entrada en vigor del DDO. Jefe de una sección en la oficina encargada del fraude vital, era uno de los responsables de localizar a los ciudadanos mayores de setenta años que habían huido de sus domicilios para no firmar el requerimiento judicial que los obligaba a presentarse en el Ministerio de Finalización dos días después de cumplir los setenta.
La RVD era un bien susceptible de ser comprado y vendido como cualquier otra mercancía. Todos los contratos de compra-venta de renta vital debían formalizarse en el RCV (registro de cuota vital) para hacerse efectivos. No había excepciones ni contratos privados con valor legal.
Toda persona que ocultase o diese apoyo a los huidos era reo de alta traición y condenado a fuertes penas de reducción de su CVD.
La administración era la encargada de comprar y vender la renta vital disponible de los ciudadanos que, por contrato, habían puesto fin a su vida sin agotar su cuota vital; para después, una vez descontada su suculenta comisión, repartir el dinero obtenido entre los beneficiarios del testamento del finado.
Los ciudadanos que querían vivir más allá de su CVD (cuota vital disponible) sólo tenían dos opciones: comprar renta vital u organizarse y hacer acopio de dinero y medicamentos amén de estar dispuestos a llevar una vida clandestina hasta el fin de sus días.
Juan formaba parte de la segunda promoción de rastreadores del Ministerio de Finalización, por lo que había trabajado en todas las fases de implantación del llamado DDO y conocía de primero mano la evolución que había convertido al MF en un mastodonte burocrático ingobernable.
Al principio los rastreadores no tenían mucho trabajo, la mayoría de los jubilados, imbuidos por la intensa campaña mediática, se presentaban convencidos en las instalaciones gubernamentales que los devolverían a sus seres queridos dentro de unas toscas urnas decoradas con los colores nacionales; pero, poco a poco, comenzaron a huir de sus domicilios. Con poca maña y ninguna estrategia al comienzo y gran habilidad y maestría en los años finales de aquella pesadilla.
La respuesta ciudadana fue trasversal, pues los altos precios de los bonos de renta vital hacían inasequible su compra para la gran mayoría de la población. Este hecho facilitó que jubilados y jubiladas de todas las profesiones llegaran a formar parte de la red clandestina más importante de nuestra historia. Médicos, militares, científicos, artistas, profesores, expertos de los diferentes servicios de información, falsificadores, ladrones, en fin, profesionales de todos los ámbitos de las actividades humanas, se conocieron en los diferentes centros clandestinos donde convivían. 
Desde esos centros partieron las ideas y estrategias que acabarían por llevar al colapso al temido Ministerio de Finalización, que se desplomó y, como un castillo de naipes, acabó por arrastrar en su caída al resto del entramado institucional.
Nos cuenta Fernández lo mucho que se complicó la localización de los huidos al multiplicarse las fugas de forma generalizada y bien organizada. Este hecho fue fundamental en la caída del DDO, pues, si bien el gobierno tenía razón en cuanto al cuantioso ahorro en gastos sociales, sanitarios y farmacéuticos, no contaba que, con el paso del tiempo, el MF se había ido convirtiendo en una máquina gigantesca que fue devorando más y más recursos económicos y humanos hasta convertir en una falacia estalinista las supuestas ventajas económicas que ofrecía sobre el papel la implantación del DDO.
Los últimos años fueron años de complots y emboscadas, de lucha sorda, despiadada y sangrienta. Fue en el contexto de aquellos últimos años cuando aparecieron los odiados “Finalizadores”, una sección de asesinos que elegía a sus funcionarios entre individuos que presentaban rasgos psicopáticos muy acusados.
Otro hecho clave fue la capacidad y pericia que mostraron los resistentes en la falsificación de documentos, pues las circunstancias dieron pie a que llegasen a trabajar juntos expertos falsificadores y funcionarios que se habían dedicado a ello en su vida activa. Ésto facilitó en gran manera la movilidad de las diferentes colectividades clandestinas y una comunicación mucho más fluida con los grupos de apoyo que se habían ido organizando entre la sociedad civil.
El conocido como “Manuscrito de Juan Fernández”, es un valioso documento al que tuve acceso hace unos meses. Una amiga que trabaja en el archivo histórico del DDO se lo tropezó una mañana que, a petición de un periodista que debía escribir un artículo sobre una efeméride, buscaba los documentos relativos a la finalización de un conocido escritor. 
Tuvo el detalle de escaneármelo, y lo tengo por el documento más importante de los que he podido reunir en toda una vida dedicada al estudio de la negra historia del DDO. 
El DDO (Real decreto de defunción obligatoria) fue en realidad la punta de lanza de los grupos de poder interesados en instaurar una sociedad totalitaria en nuestro país.
Lo que más me sigue impresionando del que podríamos llamar “testamento vital de Juan Fernández”, es su drama personal. Las consecuencias fueron terribles para él. Incapaz de asumir el vergonzante trabajo que su marido desarrollaba en el odiado MF, su mujer lo abandonó llevándose a sus dos hijas consigo. 
Sus veinte años de lucha clandestina como infiltrado en el MF lo convirtieron en un hombre solitario y taciturno. Incluso la madre, con la bofetada moral que le dio con su suicidio, pues fue el único beneficiario de su seguro, regalándole así los diez años de vida que ya no quiso vivir, renegó del hijo.
“"Nada es verdad, todo está permitido”", decía la cita literaria que su madre le dejó a modo de despedida.
Por lo que he podido averiguar, el último día de Juan Fernández transcurrió en la vieja casita que con tanto cariño había conservado, la casa de su madre.
Los libros abiertos de William S. Burroughs que se encontraron en la salita de lectura donde su madre le leía libros de aventuras cuando era un muchacho, nos cuentan que estuvo buscando un fragmento en la obra del autor de la cita que ella le había dejado quince años atrás.
A las cuatro y media de la tarde hizo una llamada al centro de emergencias. Después de colgar, cargó con una sola bala el revólver que lo había acompañado durante veinte años, se sentó en el sillón preferido de su madre y se pegó un tiro.
En la mesita, el manuscrito, encabezado por un parágrafo de la novela Nova Expres escrito con una caligrafía apresurada que rezaba así: 
"“He dicho que las técnicas esenciales de Nova son muy simples: consisten en crear y agravar conflictos."




*Para la revista "¡A les barriades!"






lunes, 16 de julio de 2012

La función

Fue en el Llantiol, en una oscura función que hablaba de desolación y conflicto, donde vi por primera vez a Estrella entre candilejas. Tras años de conocerla, de escribirla, de callarla; de verla tras una concurrida barra improvisando pequeños papeles, la sentí por fin haciendo lo que más le gustaba.
Hacía más de quince años que no entraba en Llantiol. No pasan los años por la pequeña sala de espectáculos. Recargada y coqueta, como una mujer madura que no quiere renunciar a las miradas masculinas. Por un instante me ví veinte años atrás, cuando fui con una antropóloga funcionaria de correos algo paranoica con la que salí un verano de primeros de los noventa.
“Eso me vendría de perlas ahora mismo, veinte años menos”, me dije mientras, dando un vistazo general por la sala, buscaba el rincón del bar.
La Cía. Imperfecta estrenaba obra, y mí me gusta un 25% de la compañía, así que no podía faltar. Sentado en tercera fila y con un chupito para matar las ganas de fumar y la impaciencia, esperaba intrigado que se levantara el telón. Asoma un ojo por entre el hilo de luz que dejan pasar las cortinas del escenario; pero no es ella.
Dijera lo que dijera el programa, me pareció una propuesta en evolución más que una fórmula. No creo que existan fórmulas para las emociones.
Una para todas y todas para una, como los Tres Mosqueteros, que también eran cuatro. ¿Cuatro sombras de una mujer o el rostro oscuro de cuatro mujeres? Un camino contradictorio y de largo recorrido sugiere la pregunta.
Un páramo donde cuatro mujeres bailan al compás de sus miedos, sus ilusiones y carencias, buscando un hilo conductor que las resuelva.
Paisajes ominosos donde a cada instante la realidad parece desplomarse sobre sus cabezas en un incansable gotear que amenaza con ahogarlas, con borrarlas
del mundo y la memoria. 
Detenidas por el peso de su excesivo equipaje en un desolado cruce de caminos, contemplan el ir y venir de los otros, o, inmersas en su danza, imaginan la mirada del espectador tras las bambalinas.
Atrapado en ámbar como el mosquito de Parque Jurásico, mientras Estrella, con voz cálida, apagada y distante, interpreta una versión narcisista del “Bésame mucho”; toda una antítesis del “Muérdeme un poco” que me cantaba en sus mejores noches una tía con la que salí hace unos años.
Una sonrisa, rojo carmín y el pelo mojado y negro; negro de bote, pero negro al fin y al cabo.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Mientras tanto

Para Noni Labajos.


Eran cerca las ocho cuando llegué a l`Assosi.
En la mesa del fondo, bajo la inmensa pantalla de televisión, que solo funcionaba la noche de los sábados, cuarentona desconocida toma gin-tonic a primera hora.
Suenan los hermanos Allman (su directo en el Fillmore).
En la barra hay un tipo pequeño con greñas y patillas. Perilla igualmente jevi. Así que debe ser jueves.
-Amador, ponme una Voll que vengo nublado. Me ha parecido ver junto a la tele a una tía buena tomando un gin-tonic. Anoche debí fumar demasiado.
Amador asiente con la cabeza mientras saca una jarra fría del congelador. Cuando llega con la cerveza, en tono confidencial, me dice:
Ha llegado nada más abrir. No es de por aquí. Ha pedido el pelotazo con cara de pocos amigos y se ha largado al rincón. No va de napia, porque lleva tres cuartos de hora sentada y todavía no ha pisado el tigre; y está pa darle matarile.
Me solía fiar de sus retratos robot. La barra tiene una perspectiva privilegiada, y, desde ella, los brillantes ojos de Amador, como un láser, barrían periódicamente toda la sala.
-Será una pantera en busca de niñato chulo y pastillero -aventuré.
-Me parece que no. Si fuera de ese palo estaría sentada en la barra. Además lleva un yin-yang en cada oreja –apuntó Amador.
-Una friki de rollo oriental; y cuarentona de buen ver… Tío, tengo que encontrar la manera de entrarle; que las de por aquí están más vistas que las series de sicópatas…
-Anda con ojo, que a esa edad están todas resabiadas, y con la premenopausia a veces suelen gastar muy mala leche -me advirtió, mientras me daba el cambio.
-¿Por qué no pones algo que le vaya bien? Un poco más suburbano… La Velvet, por ejemplo. Un toque underground seguro que le cambia el humor.
Sin duda, por debajo de la inagotable guitarra de Duane Allman, nos debía oír cuchichear, porque dejó de mirar a la pared y se removió inquieta durante unos pocos segundos…; después sacó el móvil y se refugió en alguna de sus aplicaciones. Lo utilizaba a modo de escudo, como yo hacía con los cigarrillos cuando me sentía vulnerable.
Salvo dos mechas que caían a ambos lados del rostro, llevaba el pelo recogido en un pequeño moño. Pelo castaño oscuro, grandes ojos del mismo color, la nariz posee una ligera curva árabe en la punta, labios rojos, o quizá granates; entre las opacidades que proporcionaban la distancia y la escasa iluminación de la mesa rincón era difícil de asegurar. Pechos de canalillo, que, tensando en su cúspide la tela de blusa, todavía mostraban su osadía con altivez juvenil.
Cuando empezó a sonar la Velvet cogí la cerveza y me senté en una mesa. Saqué la libreta y el bolígrafo. Había ganado unos metros…
Su aspecto, con ese aire cuidadosamente desaliñado, cantaba entre las viejas y deslucidas mesas; o quizá, como si de una luciérnaga se tratara, la hacían resaltar en la yerma penumbra de su rincón.
Mientras reunía energías para entablar conversación comencé a garabatear ideas… Tenía varios versos sueltos con los que especular, y pensé que quizá podría aprovecharlos para hacerle un poema.
Ella parecía inmersa en lo suyo, pero no era del todo cierto. Varias veces, al apartar la vista de la libreta para pegar un trago, la sorprendí levantando un instante los ojos por encima del iPhone. El rincón es un agujero inexpugnable, hasta allí no llega la señal de internet ni de coña.
Era genial, estaba tonteando y aún no se había dado cuenta. O quizá era yo el que no se enteraba de nada, y no era el cazador, sino la presa. No sonaba muy bien, pero era mucho mejor para mis propósitos…
Además, iba más apretada que los tornillos de un submarino. Un cuerpo de curvas serpenteantes y armoniosas, expectante y acurrucadito en un rincón con los ojos muy abiertos. Demasiado cinematográfico para ser casual. Había premeditación. Sin duda conocía el negocio.
Con gesto decidido, me acerqué hasta su mesa y le dije: Hola, me llamo Matías.
-Yo Trinidad, pero todos me llaman Noni –contestó alargando la mano para saludarme.
Sin tener en cuenta el gesto, me agaché y la besé en ambas mejillas.
-¿Has venido por lo de los jueves? –pregunté, al tiempo que me sentaba.
-¿Qué pasa los jueves? –preguntó divertida.
-Desde hace unos meses, todos los jueves se reúne aquí una conocida asociación de fumetas. Cada uno trae su maría, y hacen intercambios de esquejes, semillas, hierba. Fuman, charlan de cultivos…
Siempre viene gente que ha contactado con ellos por internet, y suelen sentarse a esperar hasta que alguien les pregunta. Sobre todo la peña que anda de paso por Barcelona.
-Ando de paso, pero no he venido por éso -respondió.
-Este local es únicamente para los socios. Así que si no eres socia ni te ha invitado alguien que lo sea…
-Eso lo vas a tener que hacer tú –contestó, sin dejarme terminar.
-Guapa, soy socio “honoris causa”. Está hecho desde que me senté contigo.
-Mario, eres un cabrón. Deja de tomarme el pelo, la libreta te ha delatado.
-Noni, la foto que me enviaste no te hace justicia, y desde lejos este rincón yace en la más absoluta de las tinieblas. No te he reconocido hasta que me he acercado. Lo siento, no he podido resistirme.
Juraría que habíamos quedado mañana.
-Sí, pero…
-¿Has venido ha reconocer el terreno? –atajé.
Luego, sin venir a cuento, le dije: No tengo nada en contra de los abogados, pero dos colegas míos lo son; y si los hubieras conocido hace veinticinco años no te dejarías defender por ellos por nada del mundo.
-Empiezo a pensar que no ha sido buena idea venir a Barcelona –comentó, con aíre de desencanto.
-Nada de eso –respondí-. Es una ciudad de rincones preciosos. Aunque las rutas turísticas son un muermo lleno de tópicos. Hasta tienen una ácrata.
Muy cerca de aquí está la pequeña plaza de “Las Madres de la Plaza de Mayo”. Allí, entre la fuente y la acera, hay una tapa de alcantarilla con una inscripción donde se nos recuerda que “Face”, el penúltimo día de agosto del 57, cayó muerto en una emboscada de la Guardia Civil.
Los hay que vienen fascinados por pasear por que la fue la calle más revolucionaria del mundo y se meten en un caudaloso río humano donde son capaces de robarte las bragas sin quitarte los pantys… (Volvió a sonreír)
Barcelona se ha convertido en una ciudad escaparate, con decirte que, desde hace un año, en las zonas turísticas los feos se ven obligados a hacer los recados de noche para no estropear la idílica imagen que tanto dinero le ha costado a la administración, está dicho todo. Ni el alcalde, un gangoso con cara de cangrejo, se atreve a desafiar la estricta normativa. Siempre que tiene algún acto público en esa circunscripción manda a alguna agraciada representante del consistorio para que lo sustituya.
Afortunadamente, a nosotros no nos afecta ese precepto. Coge el bolso que nos largamos a dar una vuelta por ahí antes de que llegue la tribu canabica y esto se convierta en una psicodélica cámara de gas.
Salimos del metro en Urquinaona, a escasos metros del Palau…
En el primer semáforo me quedé un momento detrás de ella.
-¿Me estás mirando el culo?
-Pues sí –reconocí-. Es lo más parecido a la felicidad que he visto nunca.
Soltó una sonora carcajada… Un momento delicado. La diferencia entre un baboso y un hombre apasionado la define su capricho o sus intereses.
Delante de la puerta del Palau comenzó a hacer preguntas y más preguntas sobre el singular edificio. No me pilló desprevenido, había preparado aquella visita durante semanas. Atendiendo a sus preguntas, mientras tomábamos una copa en la cafetería le solté un rollo sobre el modernismo que había sacado de la enciclopedia Espasa.
Esta picapleitos seguro que trabaja para un oscuro grupo de inversores de la Costa del Sol, así que un gatillazo esta noche podría tener consecuencias imprevisibles, me repetía mientras salíamos del Palau y encarábamos Vía Layetana.
Cuando llegamos a la altura de la comisaría me paré empujado por un viejo  resorte… Le hablé de su negra historia, del asqueroso sótano donde se hacinaba  a los detenidos en tenebrosas celdas llenas de roña, del rancio olor de las mugrientas colchonetas, de mantas pringosas que no se habían lavado nunca, de aquella peste asfixiante que no te dejaba dormir…
Por zanjar el tema, le dije: Tenían que haber dinamitado el edificio cuando acabó la dictadura; pero ahí sigue este símbolo de la iniquidad, imperturbable y ajeno al dolor causado a tantos barceloneses que lucharon por la libertad.
Noni, con la complicidad de los medios de comunicación, estamos atrapados entre el cinismo político, la codicia insaciable de banqueros y mercados y la paniaguada desidia crónica de un par sindicatos eternamente claudicantes.
Camino de las Ramblas, que quería ver sin falta, no quedó más remedio que pasar por la catedral y las laberínticas calles del Call. Las románticas callejas del viejo barrio judío fueron cómplices de mi pasión y testigos de nuestros primeros besos.
Guapa mujer la picapleitos, y uno, que es vagabundo de profesión, romántico y apasionado sin remedio, cuentista de vocación y disidente por elección, comprende, mientras pasean abrazados por la C/ Ferrán camino de las Ramblas, que pertenecen a mundos muy diferentes, que nada de lo que haga cambiará eso. Pero me dejo llevar por el brillo de sus ojos, borracho de vida la aprieto contra mí, dejando atrás el escalofrío provocado por la desolada imagen de una futura derrota.
Cuando llegamos a las Ramblas había oscurecido, y la bullanguera fauna de fin de semana, bastante más tempranera que los bohemios de toda la vida a quienes pretendían emular, aprovechaban que era víspera de festivo para tirarse al ruedo de la noche barcelonesa, mezclándose con las reatas de turistas que, cumpliendo una suerte de ritual leído en alguna guía, subían y bajaban por la rambla como autómatas.
A los rambleros de toda vida parecía habérselos tragado la incesante marea de visitantes, y los eventos culturales asociados a este colectivo habían dado paso a un monótono desfile entre estatuas humanas, que, con más o menos acierto, salpican el paseo a todas horas; ni asomo de la agitación cultural y festiva de antaño.
La creatividad de las Ramblas se había institucionalizado años atrás. Lo inesperado había dejado de serlo, yacía desde mucho antes en el cajón de las subvenciones de algún estamento municipal o gubernativo. Dejó de ser una fiesta para convertirse en un negocio turístico.
La atmósfera transgresora, vitalista y tolerante de otros tiempos, devorada por los estereotipos culturales de la administración, había desaparecido o se había dispersado en las catacumbas de las calles adyacentes y los barrios periféricos.
Los empobrecidos barceloneses ya no somos dueños de nuestras calles ni protagonistas de nuestra cultura; como figurantes o convidados de piedra, presenciamos impotentes un interminable espectáculo diseñado para turistas y tontos del culo, que, salvo en contadas ocasiones, poco o nada tienen que ver con nosotros.
Caminamos Ramblas arriba sorteando transeúntes. Esta concurrida arteria de la ciudad tiene flujos y reflujos, como el mar. Hay horas que la marea humana ascendente es muy superior a la descendente y viceversa. Debíamos ir con el paso cambiado, porque ahora los turistas bajaban a mansalva rumbo al puerto.
Las putas, al amparo de la noche, empezaban a llenar las aceras laterales. Desde el quicio de un portal acechan una mirada masculina. “¡Ven p´aquí guapo, que te voy a hacer un ocho!”, se oye al pasar junto a la boca de metro del Liceo. Y huele a sexo, a mar y perfume barato hasta que, sonrientes y amartelados rebasamos el Palau de la Virreina camino del Zurich.
Tomando una copa en la concurrida terraza del establecimiento de la Plaza de Cataluña, contemplábamos en silencio el inacabable tránsito de los turistas a su paso por la fuente de Canaletas. La fauna foránea no tiene desperdicio, y Trini parecía disfrutar del espectáculo; pero…, de pronto me miró fijamente por un instante, y, dejando caer las pestañas lentamente, en tono de ruego, me dijo: Cuéntame un cuento.
-¿Ahora? –pregunté, con la esperanza de que interpretase la pregunta como un no.
-Sí. Ahora mismo –me contestó, a la par que sus ojos se clavaron en los míos.
Contra la retadora mirada de aquellos ojazos oscuros no había nada que rascar…
-El del enano maricón. Te voy a contar el de Carlitos.
Verás Noni…:

La historia del enano se remonta hasta mi tierna infancia. Carlitos, el enano, vivía entonces en un bloque contiguo al mío. Mis recuerdos comienzan con un enanito bullanguero ocho años mayor que yo, que por entonces contaba con seis o siete.
Mi barrio, un pequeño polígono de bloques de cuatro plantas situado en la zona norte de la ciudad, estaba lleno de vida, es decir, de niños correteando por calles y patios interiores, pues el tráfico rodado era inexistente a mediados de los sesenta. Las colinas del Parc de Collserola, que amurallan el barrio y la ciudad, comenzaban entonces cien metros más arriba de mi calle.
Las mujeres, cuando marchaban de compras al centro decían que iban a Barcelona, y la vida de la ciudad se desarrollaba a nuestros pies. La urbe estaba allí abajo, entre el puerto, las fábricas y empresas logísticas del Poble Nou y el centro administrativo y comercial que, durante siglos, había ido creciendo en espiral desde el barrio gótico.
Carlitos no llegaba al metro ni de puntillas, era cabezón, de pelo ralo, corto, rubio y ensortijado; barbilampiño de ojos claros, gafas de concha de culo de vaso y más boca que el tío del Netol. Patizambo y marchoso lo veía caminar con su vieja guitarra española al hombro. Calle arriba, calle abajo.
Durante las vacaciones veraniegas el enano caminaba con paso alegre y decidido por entre los patios interiores con su guitarra a cuestas. Todas las tardes se sentaba en un bordillo o un escalón, colocaba boca arriba la guitarra sobre sus cortas piernas y tocaba y cantaba canciones infantiles y populares con una técnica parecida a la de la guitarra hawaiana antecesora del estilo “slide”.
Y los niños lo escuchábamos embelesados hasta que, media hora después, la caza de lagartijas volvía a ser una novedad. Entonces se levantaba sonriente y se perdía con paso vivo por los entresijos de los patios del polígono en busca de otros ojos infantiles que lo mirasen arrobados durante unos minutos.
Esta bucólica imagen de Carlitos se fue desdibujando a medida que yo dejaba atrás la tierna infancia, hasta que, justo cuando el Tío Paco entró en capilla, comenzaron los rumores…
El lado oscuro de Carlitos se nos hizo evidente cuando éste se acercaba a los treinta años. Según corroboraron unos amigos, que se dejaron caer por el bar en cuestión, los rumores eran fundados. Al enano le gustaba chupar pollas por debajo de las mesas del bar de una conocida sala billares de Horta.
Sus padres, escandalizados por el asunto, lo facturaron con un tío suyo, abogado y representante de una pequeña compañía de enanos saltimbanquis que solía trabajar largas temporadas en un conocido circo italiano.


A partir de aquí, encanto, la historia del enano da un vuelco; y ya no es un testimonio de primera mano, sino un relato compuesto por lo leído en los papeles y algunas habladurías de testigos no demasiado fiables, que, en sus constantes entradas y salidas del trullo, iban dando retazos de información cuando alguien les preguntaba por el enano. Las noticias corrían, se contradecían y exageraban de bar en bar.

La banda cayó a mediados de los ochenta. Una organización delictiva compuesta por un tipo desgarbado de pelo blanco y unos cuantos enanos dio mucho juego a la prensa del momento; y no se limitó a las páginas de sucesos, bastantes columnistas le dedicaron su espacio en los rotativos. Carlitos ya no era el enanito cantarín, sino “El Nano”, un tipo duro de los bajos fondos.
El asunto pasó a anales del crimen como “El Caso Blancanieves”. Su tío, era sin duda la Blancanieves de aquella historia, pues los otros siete eran enanos y él lucía barba y cabellos blancos; que recogía en una coleta al estilo Radovan Karadzic en el esperpéntico papel de médico alternativo de sus años furtivos. Vamos, que se lo pusieron a huevo a los periodistas.
Robo con escalo, contrabando y tráfico de diamantes, asociación de malhechores y evasión de impuestos, fueron los delitos por los que se les juzgó y condenó según su grado de implicación, pues no todos estaban al corriente del contrabando de diamantes de sangre que “Blancanieves” y “El Nano” llevaban a cabo aprovechando las giras circenses y los contactos del primero con un temido grupo mafioso francés.
Los robos de joyas y obras de arte se organizaban a partir de la información proporcionada por una peligrosa organización de los bajos fondos de Lyón, algo que no se pudo probar fehacientemente pero estuvo en boca de todos los investigadores y periodistas próximos al caso.
Los más pringados fueron: “Blancanieves”, dieciocho años y un día, y “El Nano” y su novio Manué -el acróbata canastero-, doce años y un día.
El resto salió mejor parado: Rafi y Rufi -los gemelos funambulistas-, ocho años y un día; Jean Pierre -el trapecista- y Nené -contorsionista punkarra y amante del anterior-, seis años y un día; Jorgito -el llorón as del monociclo- fue el que salió mejor librado. Gracias al informe presentado por el psiquiatra forense no tuvo que cumplir los cuatro años, dos meses y un día que le cayeron; pues la condena le fue conmutada al acceder éste a su ingreso en una institución mental por un periodo no inferior a dos años.
Lejos de amilanarse por la larga pena que debía cumplir, Carlitos empleó el tiempo de su condena en estudiar y dar clases de guitarra a otros presos. Debido a su aprovechamiento en los estudios y su buena conducta, ocho años más tarde, una desapacible mañana de febrero del 1994, “El Nano” salía de la prisión de Lleida con un proyecto, una licenciatura en administración de empresas de la UNED y la boca llena de pupas de tanto chupársela a los funcionarios.
Cuando, pasados dos años, derrotado y enfermo del pecho, Manué era excarcelado, lo primero que hizo fue cruzar a toda prisa la calle Entenza. Después se metió en el bar que hay justo enfrente de la puerta principal de La Modelo, donde, a pesar de sus achaques, nada mas entrar pegó un acrobático salto que lo dejó sentado en un taburete de la barra y, ante el estupor general, a continuación pidió su primer café como hombre libre. Café, al que, a modo de bienvenida, tiene a gala invitar el dueño del establecimiento a todos los presos cuando les dan bola.
Al servirle el café, el camarero hizo un gesto con la cabeza para que mirase a su espalda…
-Buen salto, Manué –escuchó, segundos antes de darse la vuelta-. “El Nano” viene ahora mismo. Ha ido al estanco de la esquina a por unos puritos –gimoteó la voz.
En la mesa del rincón, sentado delante de una cerveza y medio bocata de anchoas, Jorgito lloraba como una Magdalena.


Trini, esto último te ha podido parecer inverosímil. En realidad a mí también me lo pareció. La fuente de información no es demasiado fiable, pero, de las historias que escuché, es la menos surrealista. “El Chino” -vecino de mi barrio y delincuente habitual-, fue el que me contó el desenlace del “Caso Blancanieves”:

Bajo los soportales de la ya desaparecida plaza de Verdum, mientras compartíamos unas chuletas a la brasa con alioli y una botella de priorato de granel en el bar de “El Patas Cortas”, “El Chino” me largó esta historia:
La mañana que Manué salió de la trena, “El Chino” aguardaba en el mismo bar que Jorgito; “El Chupas”, un viejo compinche suyo, debía salir en bola aquella misma mañana.
Almorzó con los enanos, pues había vivido en la misma escalera que “El Nano” durante muchos años y, además, habían compartido galería en alguna de las frecuentes entradas de “El Chino” en el talego.
Durante aquél almuerzo, los enanos le contaron que fue del resto de la banda:
A los pocos meses de su puesta en libertad, Rafi y Rufi -los más jóvenes del grupo- cruzaron el charco contratados por un circo norteamericano; Jean Pierre y Nené se casaron estando en prisión, y, en cuanto los liberaron, se marcharon a un tranquilo pueblecito del pirineo vasco-francés, donde Nené tenía un viejo caserón heredado de su abuela paterna; “Blancanieves” no sobrevivió a su cautiverio, murió de cáncer en la prisión provincial de Tarragona meses después de salir su sobrino de Lleida 1.
Los pasos de “El Nano”, según contó éste a “El Chino”, fueron discretamente vigilados durante meses; y el fulano que se asoció con él y puso el parné para montar su primer negocio -una sauna de ambiente gay en la Travessera de Gràcia- fue investigado por hacienda e interrogado en varias ocasiones por la policía.
Con Manué en libertad nada los retenía en la ciudad. Para cuando éste estuviera recuperado ya habrían ganado suficiente guita y se largarían a Madrid. Entre los tres pensaban montar un negocio en el barrio de Chueca.
El relato de “El Chino” termina aquí, y, como era de esperar, los enanos no dijeron ni una palabra sobre el suculento botín que la policía les suponía. Aunque “El Tiri” -disc-jockey y traficante de perico-, otra de las fuentes consultadas, me aseguró que, cuando él estaba en Tarragona cumpliendo su último año de condena, “Blancanieves” recibió dos visitas de un extranjero. Un abogado holandés muy elegante, según supo por boca de un funcionario con el que hacía negocios. Todo un currante “El Tiri”, no se tomaba vacaciones ni estando preso.
Las sospechas de la policía y las insinuaciones de la prensa sobre las conexiones internacionales de “Blancanieves” se quedaron en éso, meras sospechas que no habían sido capaces de demostrar y especulaciones periodísticas difundidas con ánimo de vender más periódicos.
El botín, si es que lo hubo alguna vez, se había esfumado sin dejar rastro.


Después de la última frase se hizo un largo silencio…
-Qué quieres que te diga. Guapa, el cuento termina así. Alargarlo más sería un desperdicio. Créeme, sé lo que me digo.
-Pues parece que le falte algo –contestó.
-En éso llevas razón. Falta el pastón. ¿Había o no había pastón? Nunca lo sabremos a ciencia cierta, Noni.
-Voy un momento al lavabo –dijo, levantándose bruscamente al tiempo que miraba la hora.
Saqué la libreta y me puse a emborronar.
Daba vueltas y más vueltas alrededor de una idea cuando la voz del camarero me devolvió a la realidad:
-La señorita ha pagado y me ha pedido que le diera la nota –dijo, dejando sobre la mesa la nota con el importe de la cuenta.
La malagueña fetén se acababa de largar a la francesa por la puerta lateral del Zurich.
Al menos ha pagado la cuenta, me dije, en un vano intento de salvar lo que pudiera en aquel naufragio de autoestima.
Quizá no le ha gustado el rollo del enano. Demasiado barriobajero para ella.
El ambiente delictivo de la historia lo elegí con la intención de acercarme un poco a su vida cotidiana. Pero no ha servido de mucho. Me habrá tomado por un cuentista canalla y marginal.
En eso estaba cuando me fijé en la nota. En el reverso había unas palabras escritas con tinta azul: Lo siento. Trini.
Inmediatamente, me levanté de la silla y miré el reloj de la plaza. Acababan de dar las doce…
Empujado de nuevo por aquel impulso bajé la vista y me concentré en el suelo. Junto a la silla ocupada minutos antes por la picapleitos había un abanico.
Al abrirlo apareció una estampa marinera luciendo un letrero, donde, con una tipografía marcadamente flamenca, se podía leer: “No al derribo de Los Baños del Carmen”.
Una tipa lista. Yo le he contado el de Blancanieves; pero ella, sin palabras, me está contando el de La Cenicienta.
Sin duda desvariaba. Los gin-tonic, cuando ya se ha perdido la costumbre, por lo visto son capaces de producir efectos psicotrópicos…; pero la noche era joven y, por más reivindicativo y malagueño que fuera, no estaba dispuesto a malgastarla en lamentarme mirando a un abanico.
Veinticinco minutos después, descompuesto y sin malagueña desembarcaba en la estación de metro de La Torrasa. Ya en la calle, andé un par de metros, miré unos segundos a mi alrededor… y volví sobre mis pasos para consultar el mapa del vestíbulo.
La calle que buscaba estaba allí mismo. Discurría paralela a la línea férrea, pero, entre la oscuridad del gran entramado de vías que salen del sur de la ciudad, la mísera iluminación de las obras de las calles adyacentes y el pedo que llevaba, era incapaz de reconocerla.
Apenas me separaban trescientos metros de mi objetivo, pero en la telaraña urbana, la conjugación de infraestructuras y obras públicas puede convertir el trayecto más sencillo en todo un deporte de aventura. Respiré hondo y salí de nuevo a la calle…
Giré a la derecha, bajé unas escaleras, crucé las vías por un paso subterráneo, subí escaleras, rodeé una alta valla metálica, superé un muro de hormigón, subí un terraplén, salté dos zanjas, bajé el terraplén, me di de morros con un barril lleno de agua, superé otro muro, volví a rodear una valla metálica y, a punto de sucumbir en aquella nocturna pista de obstáculos, trepé al techo de una pequeña escavadora; desde allí conseguí alcanzar el borde de la tapia que me cerraba el paso y, descolgándome por el otro lado, fui a caer a tres metros escasos de la puerta de la estación que había dejado atrás veinte minutos antes.
En todos los habitats de la selva urbana existen laberintos como éste, son el endemismo más común en el ecosistema de las grandes ciudades modernas.
El galimatías nocturno de las obras de La Torrasa era un enemigo a tener en cuenta, pero yo era un tipo bregado en asuntos de esa índole.
Durante siete ú ocho años, delante del portal tuve una zanja, qué digo una zanja, un canal de remo a medio construir, de un kilómetro de largo por cuarenta metros de ancho y ocho de profundidad.
Meses y meses sacando tierra y más tierra. Desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde, camiones y más camiones entraban y salían constantemente.
Los días sin viento, el polvo se estancaba formando tenues nubes de arcilla roja pulverizada, que las generosas brisas nocturnas se encargaban luego de repartir entre los bloques más próximos.
Cuando por fin se fueron las excavadoras y los camiones de tierra y   comenzaron a llegar los camiones de hormigón, empezamos a quitarnos la costra de barro y polvo que aquella obra de los cojones había pegado a nuestras vidas; regalándonos, con ese desprendido gesto, una apariencia de nativos de las praderas norteamericanas que, con el paso de los meses, acabó por aburrir hasta a los niños más recalcitrantes.
Hicieron los enormes muros de contención, un par de puentes y se largaron para no volver en mucho tiempo. Dejando tras de si una infraestructura faraónica a medio hacer, donde, durante años, prosperaron las ratas más hermosas que haya conocido urbe alguna; y de las que las futuras generaciones de barceloneses podrán presumir por mucho tiempo, pues su excepcionalidad llamó la atención de los especialistas en fauna urbana del National Geographic, que le dedicaron un celebrado documental de cuarenta y cinco minutos.
Después de superar aquella maquiavélica experiencia me considero un experto en desatinos urbanos, perfectamente capacitado para sortear designios arquitectónicos por más mastodonticos, delirantes y retorcidos que éstos puedan llegar a ser. Si me lo proponía, ninguna manzana en obras de La Torrasa me apartaría de mi camino. Aunque, teniendo en cuenta que aquella no era precisamente mi mejor noche y mi grado de lucidez rozaba mínimos históricos, salir de aquella ratonera no era moco de pavo.
El principal problema era el desconocimiento del terreno.
En mi imaginario, La Torrasa formaba parte de un extrarradio inexpugnable, es decir, salvo dos o tres rápidas visitas con motivo de alguna lectura, nunca me había movido por l´Hospitalet; y La Torrasa solo era aquella estación y un montón de vías entre viejas naves industriales abandonadas, que, poco a poco se iban desmoronando al compás del trepidante paso de los años y los trenes.
Sentado en los escalones de la boca del metro, mientras me abanicaba enérgicamente intentando recuperar el resuello, me pregunté: ¿Qué estará haciendo Noni ahora?
Era una de esas noches de mierda en que los sucesivos fracasos invitan a la retirada estratégica, ya sea en ordenado repliegue, o, como la malagueña una hora antes, en fuga audaz y sigilosa.
Sin duda el abanico es partidario de esta opción, me dije, mirándolo de reojo. Desplegado y en movimiento, los vivos azules y verdes se contraían y dilataban, solapándose alternativamente con gran plasticidad; reclamando para sí toda mi atención, algo a lo que no estaba dispuesto. Lo cerré de un golpe contra la rodilla, cortando en seco el subyugante rollo psicodélico que se traía el muy cabrón.
Había que ponerse en marcha antes de que el abanico desplegara toda la energía del diabólico sortilegio que se emboscaba entre sus pliegues.
La opción más razonable era irse a dormir y dejar atrás cuanto antes aquella desdichada noche, sin embargo, tenía ganas de ver a “El Monstruo”.
“El Monstruo”, licenciado en historia y destacado friki de La Llagosta, es un tipo tenaz y jovial, de rostro redondo y risueño, y el único miembro aún en activo del tridente fundador del programa “Todo es mentira”. “El Lisérgico”, un tipo alto con perilla, delgadito y vivaz como una mosca veraniega, y “El Muscario”, el más bajito, un greñas de verbo fácil, inteligente, de profundos contrastes y gran sensibilidad, habían dejado el programa tiempo atrás…
“El Monstruo” era el motivo que me había traído hasta aquella estación, y largarme sin alcanzar mi objetivo añadiría un fracaso más a la lista del día; y esa noche, mi amigo y Karol celebraban el decimosexto aniversario de su programa de radio en un conocido C.S.O. de l`Hospitalet. Era una ocasión inmejorable para volver a vernos y la única manera que tenía de conjurar el mal fario que llevaba a cuestas.
Me levanté al tiempo que guardaba el abanico en la bolsa y, con gesto decidido, salí de nuevo de la estación. Esta vez no cometería el mismo error, fui caminado al hilo fragmentado y tenue que proporcionaban las farolas cercanas a la estación hasta que llegué a una calle digna de ese nombre. Tres minutos y cinco pavos menos después, cerraba la puerta de un taxi frente al C.S.O. L´Astilla.
Una estrecha calzada de adoquines, amurallada a ambos lados por sendas tapias de ladrillo, se interna unos metros en el interior de la manzana hasta una pequeña plazoleta presidida por el viejo y maltrecho muelle de carga y descarga de una fábrica abandonada; a la derecha, junto al muelle, una pequeña puerta acristalada y de un verde raído lleno de desconchones esconde una destartalada oficina y el lugar donde viven sus habitantes; a su lado y pegada al muro, una maltrecha escalera con barandilla de hierro forjado facilitaba el acceso a la planta superior, dando paso a las gafitas y la sorprendida sonrisa de Klara, que dispensaba las entradas desde un pequeño mostrador.
A partir de ese momento, el estruendo del punk de garaje se apoderó de la noche…



lunes, 23 de abril de 2012

El Club 400*

-Damián, ¿se puede vivir con cuatrocientos pavos al mes?
Me miró de arriba abajo, volvió a levantar despacio la cabeza, sonrió socarrón y me dijo: Si y no, pero no se debería.
Damián llevaba ya cinco años en el, cada vez menos exclusivo, Club 400.
Hacía tiempo que no lo veía y parecían irle bien las cosas.
-Verás Matías –continuó-, depende de muchos factores. No todos los agraciados con esa limosna del estado tienen la misma edad ni circunstancias. El sexo también cuenta en la lucha por la supervivencia; asimismo, el entorno puede ser propicio u hostil…
Mientras Damián estrenaba conmigo su conferencia, poniendo el énfasis en que las diferentes circunstancias sociológicas del entorno de cada cual eran el elemento clave, el que con más frecuencia decantaba el resultado, comencé a repasar su historia:
Los seis primeros meses de Damián en el Club 400 fueron un desastre, los días diez ya no tenía un duro, perdió quince de sus ochenta kilos, la poca barriga que tenía y las ganas de vivir.
Pero no todo fue infortunio, pues fue entonces cuando conoció a Rosita, una de esas solitarias madres Teresa ateas que van por la vida intentando salvar hombres descarriados a toda costa.
Se llevó a Damián a su casa. Y en tres semanas, con tres comidas por día, un par de tubos de pastillas efervescentes polivitamínicas, y unos cuantos polvos, Damián dio un cambio radical, y comenzó la planificación de su futuro. Al calor de las tetas de Rosita tomó la decisión que cambiaría el rumbo de su vida.
Al comenzar su periplo, Damián era un tipo tímido, respetuoso con las leyes y temeroso de Dios; pero los innumerables días de arroz a la cubana a mediodía y bocata de chopped a la hora de cenar, que casi acaban con él, lo convirtieron en otro hombre.
Lo primero que hizo al llegar de nuevo a casa fue llamar a un amigo para que le pinchara la luz; después habló con Carmen (la vecina cajera de un supermercado próximo).
Al poco, todos los jueves Damián iba al súper a una hora previamente convenida y llenaba el carro de delicatessen pagando por ello un precio irrisorio. Viandas que luego revendía a medias con la cajera.
Aprendió a cambiar las etiquetas de las prendas caras en el Decatlon, lo que renovó su vestuario y le hacía ganar un dinerillo extra con los excedentes de alta calidad que no necesitaba.
A pesar de que se movía bastante, gastaba un promedio de dos tarjetas multiviaje al año, algo que, de facto, lo convertía en uno de tipos que más sabía sobre transportes públicos de la ciudad.
Dejó de beber y de fumar, y hasta perdió la pinta de pagafantas que siempre había tenido.
Disfrutaba orgulloso de una cubertería que había ido sustrayendo poco a poco del Casal de Barri. Tres años había tardado en procurársela; tres años de una hábil y paciente labor de zapa fueron necesarios para hacerse con ella sin que nadie se enterara. Un trabajo expuesto y muy sutil, que le sirvió para afinar sus dotes de superviviente en medios densamente poblados.
Nunca más compró un periódico o un libro, el diario lo leía en el bar; y de libros se proveía en las bibliotecas públicas, salvo las novedades, de las que, todos los Sant Jordi, aprovechando el barullo de los tenderetes, se despistaba una docenita el año que venía malo y unos cuantos más los años afortunados.
Se convirtió en un manitas de las chapuzas caseras; y reciclaba muebles, electrodomésticos, ordenadores, lámparas… ¡en fin! todo lo que se terciara.
Experto también en ofertas, promociones y productos low cost, sus gastos fueron disminuyendo en picado, un hecho que causó un enorme impacto entre los socios del club, que lo nombraron presidente honorario el año pasado.
A partir de ahí, Damián complementa sus ingresos con sus celebrados seminarios sobre supervivencia urbana, que imparte los fines de semana por toda la geografía catalana y que dieron pie a que la facultad de sociología de la UAB lo invitara a dar una conferencia.
-¡Qué te ha parecido? –preguntó, cuando acabó la perorata que no había oído.
-¿Cómo piensas llamarla?
-“La influencia de los factores socioeconómicos del entorno más próximo en la planificación y desarrollo de estrategias de supervivencia urbana” –afirmó, con rotundidad-, y, a continuación, me espetó: Hay quién dice que se está desmantelando el estado del bienestar, pero no es cierto; no nos pueden arrebatar lo que nunca hemos tenido.


*Para la revista anual La Prosperitat



jueves, 19 de enero de 2012

Fragmento (mientras tanto)

Veinticinco minutos después, descompuesto y sin malagueña desembarcaba en la estación de metro de La Torrasa. Ya en la calle, andé un par de metros, miré unos segundos a mi alrededor… y volví sobre mis pasos para consultar el mapa del vestíbulo. 
La calle que buscaba estaba allí mismo. Discurría paralela a la línea férrea, pero, entre la oscuridad del gran entramado de vías que salen del sur de la ciudad, la mísera iluminación de las obras de las calles adyacentes y el pedo que llevaba, era incapaz de reconocerla.
Apenas me separaban trescientos metros de mi objetivo, pero en la telaraña urbana, la conjugación de infraestructuras y obras públicas puede convertir el trayecto más sencillo en todo un deporte de aventura. Respiré hondo y salí de nuevo a la calle…
Giré a la derecha, bajé unas escaleras, crucé las vías por un paso subterráneo, subí escaleras, rodeé una alta valla metálica, superé un muro de hormigón, subí un terraplén, salté dos zanjas, bajé el terraplén, me di de morros con un barril lleno de agua, superé otro muro, volví a rodear una valla metálica y, a punto de sucumbir en aquella nocturna pista de obstáculos, trepé al techo de una pequeña escavadora; desde allí conseguí alcanzar el borde de la tapia que me cerraba el paso y, descolgándome por el otro lado, fui a caer a tres metros escasos de la puerta de la estación que había dejado atrás veinte minutos antes.
En todos los habitats de la selva urbana existen laberintos como éste, son el endemismo más común en las grandes ciudades modernas.
El galimatías nocturno de las obras de La Torrasa era un enemigo a tener en cuenta, pero yo era un tipo bregado en asuntos de esa índole. 
Durante siete ú ocho años, delante del portal tuve una zanja, qué digo una zanja, un canal de remo a medio construir, de un kilómetro de largo por cuarenta metros de ancho y ocho de profundidad. 
Meses y meses sacando tierra y más tierra. Desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde, camiones y más camiones entraban y salían constantemente. 
Los días sin viento, el polvo se estancaba formando tenues nubes de arcilla roja pulverizada, que las generosas brisas nocturnas se encargaban luego de repartir entre los bloques más próximos.
Cuando por fin se fueron las excavadoras y los camiones de tierra y   comenzaron a llegar los camiones de hormigón, empezamos a quitarnos la costra de barro y polvo que aquella obra de los cojones había pegado a nuestras vidas; regalándonos, con ese desprendido gesto, una apariencia de nativos de las praderas norteamericanas que, con el paso de los meses, acabó por aburrir hasta a los niños más recalcitrantes.
Hicieron los enormes muros de contención, un par de puentes y se largaron para no volver en mucho tiempo. Dejando tras de si una infraestructura faraónica a medio hacer, donde, durante años, prosperaron las ratas más hermosas que haya conocido urbe alguna; y de las que las futuras generaciones de barceloneses podrán presumir por mucho tiempo, pues su excepcionalidad llamó la atención de los especialistas en fauna urbana del National Geographic, que le dedicaron un celebrado documental de cuarenta y cinco minutos.
Después de superar aquella maquiavélica experiencia me considero un experto en desatinos urbanos, perfectamente capacitado para sortear designios urbanísticos por más mastodonticos, delirantes y retorcidos que éstos puedan llegar a ser. Si me lo proponía, ninguna manzana en obras de La Torrasa me apartaría de mi camino. Aunque, teniendo en cuenta que aquella no era precisamente mi mejor noche y mi grado de lucidez rozaba mínimos históricos, salir de aquella ratonera no era moco de pavo. 
El principal problema era el desconocimiento del terreno. 
En mi imaginario, La Torrasa formaba parte de un extrarradio inexpugnable, es decir, salvo dos o tres rápidas visitas con motivo de alguna lectura, nunca me había movido por l`Hospitalet, y La Torrasa solo era aquella estación y un montón de vías entre viejas naves industriales abandonadas, que, poco a poco se iban desmoronando al compás del trepidante paso de los trenes.
Sentado en los escalones de la boca del metro, mientras me abanicaba enérgicamente intentando recuperar el resuello, me pregunté: ¿Qué estará haciendo Noni ahora?
Era una de esas noches de mierda en que los sucesivos fracasos invitan a la retirada estratégica, ya sea en ordenado repliegue, o, como la malagueña una hora antes, en fuga audaz y sigilosa. 
Sin duda el abanico es partidario de ésta opción, me dije, mirándolo de reojo. Desplegado y en movimiento, los vivos azules y verdes se contraían y dilataban, solapándose alternativamente con gran plasticidad; reclamando para sí toda mi atención, algo a lo que no estaba dispuesto. Lo cerré de un golpe contra la rodilla, cortando en seco el subyugante rollo psicodélico que se traía el muy cabrón.
Había que ponerse en marcha antes de que el abanico desplegara toda la energía del diabólico sortilegio que se emboscaba entre sus pliegues.