lunes, 26 de marzo de 2018

maldita sea mi estampa 6

Llovía profusamente, pero a rachas. La gente había desaparecido de las calles, era un bello espectáculo: El vigoroso y poco frecuente vacío de una bulliciosa ciudad mediterránea barrida sin piedad por la lluvia y el viento. Una imagen espectral de un mediodía inhóspito y malcarado. 
Pensé en todas esas almas solitarias que adivinaba tras los cristales y los balcones vacíos, ese acomodaticio enjambre de hombres y mujeres atrapados sin remedio en hipnóticas y superficiales tormentas de imágenes, soportando un inagotable cascada de productos y servicios inútiles día tras día. Miles y miles de cuerpos confinados por la rutina y el desasosiego que nunca sienten la necesidad de asomarse al mundo que los envuelve; ni los arrastra jamás el imparable impulso animal de sentir y respirar el fresco y salvaje olor de una tormenta. 
Deshabitados y vencidos tras robarles la capacidad -entre otras muchas- de admirar o dejarse llevar por la implacable y áspera belleza de una gran ciudad a merced de los elementos, dormitan y malbaratan gran parte de sus vidas en sus “seguros” cubículos; recordando únicamente la postrera imagen servida por una pequeña pantalla donde no hay lugar para sus sueños.
Como un autómata, salí de mi espejismo en cuanto escampó; gratamente sorprendido por la asombrosa capacidad de maravillarse que aún conservan mis ojos de perro viejo.
Miré el reloj, las dos y media. Desvariaba, estaba a punto de pillar una pulmonía y tenía un hambre de lobo.

sábado, 24 de marzo de 2018

maldita sea mi estampa 5

Salí por Escultors Claperós y giré a la derecha para ir a buscar Flandes de nuevo. Después de caminar un trecho comprendí que alguna cosa no iba bien y me paré junto a un semáforo para orientarme, pero con el pedo que llevaba, más que orientarme me quedé clavado en el sitio incapaz de tomar una decisión. 
Y la lluvia comenzó de nuevo, esta vez sin contemplaciones. Abrí el paraguas a toda prisa, pero no me sirvió de mucho, el agua entraba a sus anchas por aquella tela llena de agujeros. Me miré apenado, parecía un indigente a merced de los elementos intentando recordar dónde está la esquina de su cajero; cuando levanté la cabeza miré hacia atrás convencido de que me había equivocado de mano al salir del parque y Flandes estaba en dirección contraria; entonces la vi bajo un paraguas amarillo, la reconocí sin ninguna duda, aquellos pasos largos y decididos tan suyos son inconfundibles. Llevaba el pelo suelto, un pantalón oscuro, una trenka gris perla que le sentaba divinamente y unas botas negras de media caña.
Me quedé petrificado, caminaba en mi dirección por la otra acera y no tardaría ni veinte segundos en pasar por delante de mis narices. Y yo allí, como un gilipollas, rezumando agua debajo de un paraguas tronado -tal vez improvisando sin querer una patética representación de ducha callejera de corte surrealista, o quizá desplegando una abochornante escena del colmo del desamparo pasado por agua-; sin tener dónde meterme ni tiempo para reaccionar.
- Vaya tela, menudo embolado; solo me falta el cartón de tinto Don Simón -me dije entre dientes.
Estaba tan absorto que no vi venir el coche, iba bastante rápido y atravesó de lleno el charco muy cerca de la acera; levantando a su paso una espesa cortina de agua que, cómo no, me dio de lleno. Chorreando y abochornado volví a mirar a la acera de enfrente, ella acababa pasar justo por delante del semáforo; y juraría que la tía se iba riendo. 
No era para menos, fue un espectáculo tan desolador que en aquel momento me habría pegado un tiro. Hacer un Larra hubiera sido una salida airosa de aquella infernal y acuática mañana. A primera vista puede parecer una contradicción, pero créanme, el averno hidrológico existe; vaya si existe.  
Crucé la calle, y, sin subsanar mi error, avancé sufridamente en la misma dirección unos cincuenta metros más, entonces encontré refugio bajo el voladizo de un edificio contiguo a la esquina con Soler i Rovirosa, cerré con un suspiro de alivio el paraguas y me dispuse a esperar el final del chaparrón dándole matarile mi último porrito.

jueves, 22 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa 4

En los cinco o seis segundos que tardé en reaccionar había dejado de llover como por ensalmo. Una falsa alarma, si no hubiera tenido tanta prisa en ponerme a cubierto ahora estaría sentado cómodamente junto al lago. Me di la vuelta y traté de mover con cuidado los dedos del pie izquierdo. Bien, en principio no tenía nada roto. Me incorporé apoyándome en el brazo izquierdo -el codo derecho había absorbido casi todo el impacto de la caída y no era cuestión de ponerlo a prueba en aquel momento-, me puse de rodillas, y descargando casi todo el peso en la pierna derecha me levanté; después di un tímido primer paso, desensarté el paraguas -estaba clavado en el arbusto como un Cristo de pacotilla-, y, apoyándome en él, caminé lentamente hasta el banco más cercano pensando en lo poco que había faltado para que el ensartado fuera yo.
El tres cuartos chorreando, lo mismo que el pantalón rodillas abajo, la gorra estaba bastante seca, aunque lucía un pegote de hierba en la visera. De mi salvador paraguas sólo puedo decir que palmó en una valerosa acción suicida, como los héroes; pero acabó hecho un colador. La pequeña mochila impermeable junto con su contenido fue lo único que salió indemne de aquel desafortunado accidente. Lo más importante estaba intacto.
Visto el percal, lo más conveniente, si quería salir entero de aquel maquiavélico y verde microcosmos, era planificar con cuidado mis próximos movimientos, así que abrí de nuevo la mochila, saqué un paracetamol, una cocacolita y un petardo y me dispuse a valorar seriamente la situación.
A estas alturas no cabía duda alguna de que mis pretensiones narrativas se habían ido a tomar por culo nada más entrar en el parque, pero el único responsable era yo mismo. No se me había perdido nada en aquel barrio, sólo perseguía un sueño; aunque vaya mojado, cojo, dolorido y bastante pedo y me parezca tan real, Ámbar seguramente ya no existe; quizá nunca existió, sólo fue un sueño.

-¡Uf, no seas gilipollas, claro que existe! Y tiene un abrir y cerrar de ojos que parece un abrir y cerrar de paraguas. No como ese colador que llevas ahora, sino uno nuevo y espléndido. La mañanita te ha dejado hecho polvo ¿Y qué? Anímicamente estás jodido y no ves las cosas claridad; no es el momento de evaluar nada, sino el de salir enteros de esta siniestra emboscada urbana en que nos has metido, julandrón.
-Tienes razón, Grillo. Lo primero es salir de este puto parque antes de que nos parta un rayo. 

lunes, 19 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa 3

No había ido hasta el Clot para despotricar sobre la excéntrica cofradía de la pluma -bastante tenemos cada uno con lo nuestro-, sino para evocar una ausencia; pero la insólita irrupción del tontolaba fumeta me había descolocado. Es una de las servidumbres, o puestos a ser más precisos -ya que estamos en Catalunya-, de los peajes que has de apoquinar si quieres escribir pegado al territorio como una lapa.
Entonces me dije en voz baja: -Un bucólico paisaje con jovencita de uñas al fondo.
Así debería ser esta romántica incursión por los inexplorados caminos de su parnaso, pero, por si alguien todavía no lo sabe, no somos dueños de nuestro destino. Aunque todavía estoy a tiempo de enmendarle un poco la plana.
Y me eché a reír como un poseso...
El origen primigenio de mis deseos insatisfechos menos confesables vivía por allí cerca. Y gracias a nuestros chateos sabía que frecuentaba asiduamente aquel parque, pero nunca por las mañanas -eran sus horas de estudio-. Además, el Donut está tope de lejos. Ningún estudiante asoma el morro por aquí durante la hora de patio. No quería que mi presencia pudiera incomodarla. A saber cómo lo interpretaría.
Busqué con ahínco la luz de su mirada en sus lugares preferidos, los más recónditos del parque; pero fue su tímida y sosegada voz entonando una conocida balada lo que creí oír junto al lago. Aquella cálida y distante melodía sonó tan voluptuosa como el irresistible y fantasmagórico canto de una sirena, y se desvaneció en unos segundos...; sólo fue una resonancia emocional, el eco de su voz orbitando en mi cabeza...
Entonces empezaron a caer unas gotas enormes. ¡Mierda!, señal de chaparrón inminente. Recogí mis cosas rápidamente, abrí el paraguas y, por acortar camino, me dispuse a cruzar a toda prisa por donde no debía; fue una pésima idea. Tropecé con el pequeño bordillo del parterre, sentí un dolor agudo en el tobillo izquierdo y trastabillando me fui directo contra un arbusto espinoso, interpuse el paraguas, me escoré a la derecha y caí de bruces sobre la  hierba.

viernes, 16 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa 2

Volví a la libreta, aunque en vano, pues la sentí lejana y amenazante; en estos casos, ya que mi energía parecía haberse esfumado tan veloz como el brodel, lo mejor es dejarla enfriar. 
Está más que demostrado que birras y canutos se potencian mutuamente, y doy por sentado que escribir en esas condiciones suele requerir espacios reducidos o un clima más apacible. 
Porque en este gremio, como demuestra la historia, los hay que son capaces de escribir en condiciones realmente trágicas; los románticos del diecinueve -por poner sólo un ejemplo- suspiraban por una tuberculosis que los matara lo más lentamente posible, y los supongo imbuidos del noble propósito de disponer de tiempo suficiente para ponerse hasta el culo de opio y/o absenta y de paso escribir una obra lo más extensa y desamparada posible.
Pero los tiempos han cambiado mucho, ahora podemos observar: A un lado la palabra vana y/o servil -vigorosamente empujada por los intereses de la industria-, un insulso y paniaguado rebaño de oportunistas, lameculos y soplapollas más o menos mediáticos; al otro un ejército de jóvenes y refinados filólogos, una hermética y torturada pandilla de sobrados empastillados trabajándose sus sofisticados y tormentosos universos lo mejor que saben. 
Estos últimos se caracterizan -salvo honrosas excepciones- por tratar a los no filólogos como intrusos, meros sin papeles en el exigente mundo de la palabra. Un selecto cosmos donde sólo ellos, la élite facultada por la autoridad académica competente, debería tener derecho a campar a sus anchas. 
Y en tierra de nadie un páramo desolado, donde una ingente y sufrida pléyade de almas insatisfechas persigue, con más voluntad que fortuna, quimeras y adjetivos; escupiendo versos o palabras se van dejando la vida, y, desgraciadamente, en los tiempos que corren, algunos también la libertad; ahí están los rebeldes, los poetas, los raperos y un montón de soñadores como yo.

miércoles, 14 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa 1

Miré la hora, ¡mierda! las once y cuarto pasadas. Terminé de repostar en cuatro ávidos tragos y un par de rotundas caladas y me puse en marcha rumbo al Parque Central del Clot. Si la musa pasa de venir, mi menda, aunque sólo sea simbólicamente, irá hasta ella; y el verde paisaje de aquel parque durante una mañana gris de chubascos mortecinos e intermitentes es la mejor metáfora que me he podido agenciar para intentar recrear el urbano y melancólico parnaso de mi perdida Ámbar. Aunque tiene una pega, está demasiado cerca del Donut -su instituto-. -Pero nada es perfecto. Lo de siempre, habrá que apañárselas con lo que hay -murmuré como si conversara con alguien. 
Volví sobre mis pasos hasta el cruce con Clot y continué por ella bastante achispado, como demostraba el ritmo alegre y decidido de mi caminar mientras sonaba en mi cabeza el “Riders in the storm”. A ratos me dejaba llevar por ella y tarareaba el estribillo por lo bajini para sorpresa del resto de peatones, sobre todo cuando coincidía con alguno en las frecuentes e inevitables esperas semafóricas. En la esquina con Flandes giré a la izquierda, y al instante, un par de calles más abajo, vi asomar el apacible verde del parque anunciando el inminente fin de mi caminata. 

Estaba valorando la utilidad o no de contar un desafortunado incidente que me tocó presenciar justo antes de entrar en el parque, cuando tuve una repentina falta de aire, luego, durante unas décimas de segundo, la profunda oscuridad de la nada seguida por un doloroso flashback que me retrotrajo a la noche más larga y angustiante de mi vida. La ominosa y escalofriante noche en que mi yo acabó estallando en mil pedazos. Después un plácido torrente de bucólicas representaciones mentales secuenciales se puso en marcha, hasta que, súbitamente, los grandes ojos azules de mi desaparecida hermana se solaparon fugazmente con los radiantes ojos castaños de mi perdida musa. Fue un golpe devastador, mis manos comenzaron a temblar incontroladamente y un vértigo espeluznante se apoderó de mí, me levanté con cuidado, y caminado como un zombi me acerqué al parterre más próximo y vomité las entrañas. 
La herida acababa de sangrar, y a partir de ese momento, raudas e implacables, las imágenes se fueron sucediendo vorazmente una tras otra sin darme tiempo material para retenerlas o anotarlas. Escribía todo lo rápido que podía procurando, en la medida de lo posible, no dejarme nada importante en el tintero y que el resultado fuera legible a posteriori sin demasiados esfuerzos.
Aquel simbólico y lúcido torrente de emociones me trasportó durante unos minutos más allá de mi mismo, dando paso a una suerte de extraño desdoblamiento desde el que pude acceder sin ningún temor a una peligrosa e insondable fuente de energía psíquica de la que no supe nada hasta que la experimenté por primera vez con los cuarenta y siete cumplidos. Un lugar tenebroso, deslumbrante, inhóspito, mágico, maravilloso y aterrador; desencadenando una atropellada y febril actividad que no perdió ni gota de pastilla hasta cuarenta minutos después.
Mola un montón si no te quedas unos díitas penchado, pero te deja hecho polvo. Abrí la segunda garimba y le di candela al cuarto garibolo pensando en que, a no tardar mucho, habría que plantearse el plegar velas y papear alguna cosa.
A sabiendas de que en entre ellas -si llegaba a descifrarlas correctamente- casi siempre se enmascara un poquito de oro puro, estaba echándole un atento vistazo a las frenéticas notas que había tomado cuando una voz intempestiva me hizo perder la concentración:  

-Muy buenos días ¿Sería tan amable de invitarme a eso tan rico que fuma, brodel?
Levanté la vista un instante y volví a lo mio como si tal cosa.
- Usted no sabe con quién esta hablando. Haría bien en entregarme la hierba que lleve encima.
- Yo no soy tu brodel, tío primo.
-¿No lo va a hacer? ¡Aténgase a las consecuencias, pues!
Aquello fue demasiado. Definitivamente, no era un buen día para el brodel. Me levanté, y con mucha parsimonia me quité el tres cuartos y lo dejé sobre el banco, abrí el macuto, saqué mi vieja navaja, me la eché ostensiblemente en el bolsillo, salí de detrás de la mesa, dí unos pasos hasta él, y, a la vez que lo invitaba con un enérgico gesto del brazo, le dije en tono animoso: - Venga conmigo, brodel. Vamos a matarnos detrás de esos arbustos.
El brodel desapareció tan rápida y furtivamente como había llegado.

De las cerca de treinta mil personas que viven en el barrio del Clot, tuvo que ser un friquimangui fumeta el primero en abordarme. Éstos imprescindibles lunáticos montapollos patrullan sin descanso por todos los espacios verdes de la ciudad, supongo que huyendo a su manera de la turba de convecinos que lo persigue día y noche; de vez en cuando los ves pasar con un ojo morado o un brazo en cabestrillo, un llamativo efecto secundario que parecen sobrellevar como si fuera consustancial a la ineludible resaca de su última salida de copas.

sábado, 10 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa (final)

Mientras el taxi tomaba la Meridiana rumbo a Concepción Arenal, Pº Valldaura y Artesanía, pensaba en los penosos días que me esperaban, esos interminables días de dolor, sin poder dar un paso sin sentir aquel punzante latigazo que subía como un relámpago desde el tobillo hasta la cadera. ¿Cuántos serían esta vez?
Conforme el taxi me acercaba a casa, el menda comenzó a plantearse su futuro más inmediato, y me felicité porque ahora al menos lo más esencial lo tengo a cien metros de casa: Una farmacia, un bar con máquina de tabaco y conexión a Internet y una panadería donde además puedes comprar cerveza y refrescos. De lo demás estaba surtido, desde hace tiempo soy precavido con estas cosas, el hecho de vivir solo con un tobillo como el mío te hace tener el congelador bastante lleno, incluso procuro tener siempre en palanca unos pocos gramos de hierba para estas paralizantes emergencias; pero si la cosa se alargaba más de siete u ocho días...
El taxi giró y tomó Valldaura arriba, entonces, no sé por qué, temí haberme dejado la libreta en el local de los Castellers, y asaltado por un profundo desasosiego abrí la mochila a toda prisa para comprobar si estaba allí, pero no la encontré y le dije al taxista que parase un momento; que era posible que tuviéramos que volver porque me había dejado una cosa importante. Miré en vano los dos bolsillos grandes del tres cuartos, y cuando ya estaba a punto de decirle que teníamos que regresar a la calle Bilbao recordé el bolsillo interior de la mochila donde siempre guardo los porritos, lo abrí y al instante suspiré aliviado, estaba allí. Aquellas inconexas y prolijas notas eran lo único que tenía en el mundo. 
Me dejó en la esquina con Vía Favencia, andé lastimosamente unos poco metros calle abajo, entré en la farmacia y le pedí a Ramón el espray de siempre, lo guardé en la mochila y salí para meterme inmediatamente en el comercio de al lado, donde compré dos grandes bolsas de pan de molde, después volví sobre mis pasos y al llegar a la esquina entré en el bar a sacar tabaco.
Recorría penosamente el tramo del bar hasta casa cuando comenzó a llover de nuevo, exasperado abrí lo que quedaba del maltrecho paraguas y miré la hora; eran las cinco y media de la tarde. Mierda, menudo día, ese puto barrio está gafado; o quizá no sea cosa del barrio, también cabe la posibilidad de que me estén haciendo vudú o haya meigas en el ajo. 
Tarareando de nuevo el Riders in the storm, calado hasta los huesos, cojeando y medio beodo entré en el portal y encaré los siete escalones que me separaban de mi rellano sin saber a ciencia cierta qué me esperaba ni cuánto tardaría en poder salir de allí. 

miércoles, 7 de marzo de 2018

Apunte

Quizá estaba avergonzada por haberse acostado conmigo. No era para tanto, no es tan raro como parece a primera vista. Todavía conservo en la memoria el recuerdo de una fascinante experiencia veraniega en Blanes cuando tenía diecisiete:
Aquel mes de julio, por primera vez, pude pasar unos días de vacaciones con un amigo. Pascual y yo trabajábamos en el mismo taller de impresión desde que un servidor había entrado en Bruguera un par de años atrás. Y recuerdo, casi como si fuese ayer, cómo se nos ocurrió pegarnos unas vacaciones juntos en lo que entonces era un paraíso estival lleno de extranjeras.
Estábamos limpiando las barcas -unas largas, estrechas y acanaladas bandejas metálicas rematadas por una cuchilla exterior recubierta de caucho que iba de un extremo a otro de la pieza. Se usaban para recoger los restos de tinta y disolventes cuando lavábamos las baterías- uno frente a otro, era uno de los mejores momentos para charlar y fue allí donde, creo que fue él, sacó a colación el tema de escaquearnos de la familia y pasar unos días de marcha en un camping de Blanes.
Bien, playas llenas de tías, mucho sol y noches interminables. De hecho sólo usábamos el camping para dormir y ducharnos. Por las noches -antes de irnos a bailar- solíamos tomarnos un pelotazo en un bar de un bloque de apartamentos próximo.
La segunda noche mi amigo encontró compañía y tuve que regresar solo. Pero la cuarta o quinta noche decidimos ir a la pequeña disco de la manzana de apartamentos donde nos tomábamos el pelotazo de antes de salir. Aquella inolvidable y voraz noche tuve la suerte del principiante.
El garito no era gran cosa, pero sonaba la música que más nos iba -rock de finales de los sesenta y primeros de los setenta- y había bastantes tías; no tantas como en las grandes discos más cercanas al centro, pero no estaba mal. El surtido de jovencitas no era tan amplio como en el de las primeras, pero el ambiente era inmejorable: Una pista central atestada, la barra un constante ir y venir de bronceados femeninos, unos cuantos apartados cuchicheantes y oscuros llenos de ardientes sofás de color salmón, más oscuros y cuchicheantes cuanto más te alejabas de la pista.
Llegó sobre las doce y media, se sentó en una esquina de la barra y pidió una copa, debía ser algún combinado raro, pues lo servían en unas copas muy monas; nada que ver con el vaso de cubata de toda la vida. Llevaba un corto vestido de color amarillo tostado con un estampado salpicado de flores en tonos ocres, de escote insinuante y orgulloso, pero no descarado. Combinaba perfectamente con el castaño claro de su pelo, una melena informal con tendencia a rizarse un poco en las puntas.
Mi amigo era menos tímido que yo y enseguida pegó la hebra con una y se fue a bailar. Entonces no me quedó otra que sentarme en la barra. Esperé a que se acercara el camarero, compré tabaco, encendí un cigarro y miré a mi alrededor. Ella seguía sentada en el taburete de la esquina con su inacabable combinado. Parecía aburrida, no paraba de consultar su dorado reloj de pulsera. Por lo visto había venido sola, o puede que le hubieran dado plantón. Yo la admiraba discretamente de tanto en tanto, pero llegó un momento en que nuestros ojos se cruzaron. Al instante miré azorado hacia la pista, mi amigo ya no estaba allí, o andaba por algún rincón o había ligado y ya no volvería a verlo aquella noche.
Entonces me tocaron el hombro, y al darme la vuelta la tenía delante con un cigarro en la mano.

- ¿Tienes fuego?
- Sí, sí.
- Parece que tu amigo es un chico con suerte -dijo -en un buen castellano con ligero acento francés-, mientras yo sacaba el encendedor-. Ah, lo siento, me llamo Marie.
- Qué casualidad, yo soy Mario.
- Vas a ser un hombre atractivo.
- ¿Sí? Pues es una lástima, porque tú estás que te caes de buena ahora -le respondí, algo picado.
- Gracias. Me gusta tu estilo ¿Te puedo invitar a una copa?
- Desde luego. Que sea un gintonic.
- Pues vamos.
- ¿Adónde vamos?
- A mi apartamento. Con un poco de suerte podrás comprobar si estoy que me caigo de buena o no – me contestó, soltando una risita.

A veces una frase afortunada en el momento oportuno decanta una situación, y aquella vez di en el clavo. Empezamos a meternos mano desesperadamente mientras el ascensor nos subía hasta el octavo piso. Cuando llegamos a la planta estaba de rodillas terminando de quitarle las bragas.
Nada más cerrar la puerta del apartamento me confesó que tenía treinta y nueve, pero puede que fueran algunos más. Sin salir apenas de aquel pequeño estudio, pasamos juntos los ocho días que le quedaban de vacaciones. Fueron gloriosos, de la cama al sofá de la terraza y viceversa, mañana, tarde y noche, y no importó en absoluto la cuestión de la edad; ella se benefició de mi ardor juvenil y yo de su soledad y experiencia. Nunca olvidaré a Marie, era una jungla.