viernes, 16 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa 2

Volví a la libreta, aunque en vano, pues la sentí lejana y amenazante; en estos casos, ya que mi energía parecía haberse esfumado tan veloz como el brodel, lo mejor es dejarla enfriar. 
Está más que demostrado que birras y canutos se potencian mutuamente, y doy por sentado que escribir en esas condiciones suele requerir espacios reducidos o un clima más apacible. 
Porque en este gremio, como demuestra la historia, los hay que son capaces de escribir en condiciones realmente trágicas; los románticos del diecinueve -por poner sólo un ejemplo- suspiraban por una tuberculosis que los matara lo más lentamente posible, y los supongo imbuidos del noble propósito de disponer de tiempo suficiente para ponerse hasta el culo de opio y/o absenta y de paso escribir una obra lo más extensa y desamparada posible.
Pero los tiempos han cambiado mucho, ahora podemos observar: A un lado la palabra vana y/o servil -vigorosamente empujada por los intereses de la industria-, un insulso y paniaguado rebaño de oportunistas, lameculos y soplapollas más o menos mediáticos; al otro un ejército de jóvenes y refinados filólogos, una hermética y torturada pandilla de sobrados empastillados trabajándose sus sofisticados y tormentosos universos lo mejor que saben. 
Estos últimos se caracterizan -salvo honrosas excepciones- por tratar a los no filólogos como intrusos, meros sin papeles en el exigente mundo de la palabra. Un selecto cosmos donde sólo ellos, la élite facultada por la autoridad académica competente, debería tener derecho a campar a sus anchas. 
Y en tierra de nadie un páramo desolado, donde una ingente y sufrida pléyade de almas insatisfechas persigue, con más voluntad que fortuna, quimeras y adjetivos; escupiendo versos o palabras se van dejando la vida, y, desgraciadamente, en los tiempos que corren, algunos también la libertad; ahí están los rebeldes, los poetas, los raperos y un montón de soñadores como yo.

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