miércoles, 7 de marzo de 2018

Apunte

Quizá estaba avergonzada por haberse acostado conmigo. No era para tanto, no es tan raro como parece a primera vista. Todavía conservo en la memoria el recuerdo de una fascinante experiencia veraniega en Blanes cuando tenía diecisiete:
Aquel mes de julio, por primera vez, pude pasar unos días de vacaciones con un amigo. Pascual y yo trabajábamos en el mismo taller de impresión desde que un servidor había entrado en Bruguera un par de años atrás. Y recuerdo, casi como si fuese ayer, cómo se nos ocurrió pegarnos unas vacaciones juntos en lo que entonces era un paraíso estival lleno de extranjeras.
Estábamos limpiando las barcas -unas largas, estrechas y acanaladas bandejas metálicas rematadas por una cuchilla exterior recubierta de caucho que iba de un extremo a otro de la pieza. Se usaban para recoger los restos de tinta y disolventes cuando lavábamos las baterías- uno frente a otro, era uno de los mejores momentos para charlar y fue allí donde, creo que fue él, sacó a colación el tema de escaquearnos de la familia y pasar unos días de marcha en un camping de Blanes.
Bien, playas llenas de tías, mucho sol y noches interminables. De hecho sólo usábamos el camping para dormir y ducharnos. Por las noches -antes de irnos a bailar- solíamos tomarnos un pelotazo en un bar de un bloque de apartamentos próximo.
La segunda noche mi amigo encontró compañía y tuve que regresar solo. Pero la cuarta o quinta noche decidimos ir a la pequeña disco de la manzana de apartamentos donde nos tomábamos el pelotazo de antes de salir. Aquella inolvidable y voraz noche tuve la suerte del principiante.
El garito no era gran cosa, pero sonaba la música que más nos iba -rock de finales de los sesenta y primeros de los setenta- y había bastantes tías; no tantas como en las grandes discos más cercanas al centro, pero no estaba mal. El surtido de jovencitas no era tan amplio como en el de las primeras, pero el ambiente era inmejorable: Una pista central atestada, la barra un constante ir y venir de bronceados femeninos, unos cuantos apartados cuchicheantes y oscuros llenos de ardientes sofás de color salmón, más oscuros y cuchicheantes cuanto más te alejabas de la pista.
Llegó sobre las doce y media, se sentó en una esquina de la barra y pidió una copa, debía ser algún combinado raro, pues lo servían en unas copas muy monas; nada que ver con el vaso de cubata de toda la vida. Llevaba un corto vestido de color amarillo tostado con un estampado salpicado de flores en tonos ocres, de escote insinuante y orgulloso, pero no descarado. Combinaba perfectamente con el castaño claro de su pelo, una melena informal con tendencia a rizarse un poco en las puntas.
Mi amigo era menos tímido que yo y enseguida pegó la hebra con una y se fue a bailar. Entonces no me quedó otra que sentarme en la barra. Esperé a que se acercara el camarero, compré tabaco, encendí un cigarro y miré a mi alrededor. Ella seguía sentada en el taburete de la esquina con su inacabable combinado. Parecía aburrida, no paraba de consultar su dorado reloj de pulsera. Por lo visto había venido sola, o puede que le hubieran dado plantón. Yo la admiraba discretamente de tanto en tanto, pero llegó un momento en que nuestros ojos se cruzaron. Al instante miré azorado hacia la pista, mi amigo ya no estaba allí, o andaba por algún rincón o había ligado y ya no volvería a verlo aquella noche.
Entonces me tocaron el hombro, y al darme la vuelta la tenía delante con un cigarro en la mano.

- ¿Tienes fuego?
- Sí, sí.
- Parece que tu amigo es un chico con suerte -dijo -en un buen castellano con ligero acento francés-, mientras yo sacaba el encendedor-. Ah, lo siento, me llamo Marie.
- Qué casualidad, yo soy Mario.
- Vas a ser un hombre atractivo.
- ¿Sí? Pues es una lástima, porque tú estás que te caes de buena ahora -le respondí, algo picado.
- Gracias. Me gusta tu estilo ¿Te puedo invitar a una copa?
- Desde luego. Que sea un gintonic.
- Pues vamos.
- ¿Adónde vamos?
- A mi apartamento. Con un poco de suerte podrás comprobar si estoy que me caigo de buena o no – me contestó, soltando una risita.

A veces una frase afortunada en el momento oportuno decanta una situación, y aquella vez di en el clavo. Empezamos a meternos mano desesperadamente mientras el ascensor nos subía hasta el octavo piso. Cuando llegamos a la planta estaba de rodillas terminando de quitarle las bragas.
Nada más cerrar la puerta del apartamento me confesó que tenía treinta y nueve, pero puede que fueran algunos más. Sin salir apenas de aquel pequeño estudio, pasamos juntos los ocho días que le quedaban de vacaciones. Fueron gloriosos, de la cama al sofá de la terraza y viceversa, mañana, tarde y noche, y no importó en absoluto la cuestión de la edad; ella se benefició de mi ardor juvenil y yo de su soledad y experiencia. Nunca olvidaré a Marie, era una jungla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario