lunes, 26 de febrero de 2018

Maldita sea mi estampa

A finales de enero estaba completamente abatido. El desgraciado acontecimiento del día de Navidad, donde perdí a un ser muy querido, seguía pesando como una losa. Aquel desdichado suceso, no por anunciado menos doloroso, me consumía el ánimo cuando estaba solo en casa, y, sin ningún género de duda, me nublaba el buen juicio a la hora de sopesar otros aspectos de mi vida emocional; entonces, sin pensármelo dos veces, tomé la insólita decisión de acercarme al barrio del Clot. Puede que allí, sintiendo más próximos los distantes ojos castaños que tantas horas de sueño me habían robado, recuperara parte de la ecuanimidad perdida.
La mañana del día siguiente, después de desayunar y lavarme un poco, encendí un cigarro y me acerqué a la estantería, cogí el marco de su fotografía, y, con mucho mimo, le quité el polvo, le puse un poco de limpiacristales y le di un repaso con un trapo limpio. 
Iba a dejarlo en su sito cuando, obedeciendo a un extraño impulso, lo sujeté tiernamente con ambas manos, me lo acerqué a los ojos y le susurré: - Por supuesto que eres excepcional, yo no pierdo el tiempo escribiendo sobre la primera que me busca las cosquillas tenga la edad que tenga.
Tras liar unos porritos miré el reloj, acababan de dar las diez. Hora de abrirse, cogí mi pequeña mochila, metí la cartera, las gafas, el bolígrafo y la libreta, me abrigué bien, agarré un paraguas y salí hacia Canyelles en busca del V27.
Tres cuartos de hora más tarde el bus franqueó la Meridiana por Espronceda, dejé pasar la primera parada y bajé en la siguiente. Cogí calle abajo durante un par de minutos, crucé Mallorca y unos pocos metros más adelante me salió al encuentro la calle del Clot, donde giré a la derecha en dirección a Glorias.
No había recorrido ni doscientos metros cuando me tropecé con un badulaque, hice un alto y entré a pillar unas latas bajo la aletargada mirada de un venerable sikh transido de frío y sentado detrás de un mostrador atestado que parecía recién salido de un enigmático y profundo trance, seguramente provocado por el hecho de haber estado viendo durante horas un montón de películas de Bollyvood en una pantalla diminuta. Cargado con un par de cervezas y unas coca-colas me acerqué al mostrador para pagar, entonces vi a su espalda un estante donde quemaba una varita de incienso, las caprichosas volutas de humo desprendían un penetrante olor a jazmín que lo invadía todo. Cuando se acercó de nuevo para darme cambio lo miré a los ojos, al instante me llamó la atención lo diminuto de sus pupilas, además estaban vidriosos y ligeramente entornados, como si estuviera adormecido o quisiera ocultarlas. Estaba contando las monedas cuando llegó hasta mi nariz una sutil vaharada cargada de intensos matices acres, el inconfundible aroma del opio ¿Guardas tu vieja pipa en la trastienda, amigo?
Salir de la tienda y empezar a lloviznar fue todo uno, abrí el paraguas, encendí un porrito y me dispuse a callejear bajo la lluvia por un barrio desconocido. Un paseo faldero y reflexivo, tenía todo el tiempo del mundo; nadie me esperaba en ningún lado, nadie me echaría de menos tardara lo que tardara. Descorazonado pero resuelto pateaba sin prisa entre el estridente y anárquico ir y venir de las furgonetas de reparto mientras las veía sortear, cada una a su manera, los caóticos embrollos cotidianos del tráfico rodado. Es curioso, pero en cuanto comienza a llover la gente camina más rápido y los coches van más despacio, como si la prisa de unos fuera en detrimento del frenesí circulatorio de los otros.
Al llegar al cruce con Aragó había dejado de chispear y un sol desvaído comenzó a dejarse ver tímidamente. Rebasé una de las calzadas, caminé unos metros por su rambla y al poco, bajo una pequeña marquesina, dí con un banco solitario. Me senté, abrí la mochila, saqué una lata de cerveza, cogí un petardo de su bolsillo interior y me dispuse a saltarme alegremente toda la normativa vigente en lo referente a consumo de alcohol y otras sustancias nocivas en la vía pública. Tiré de la anilla de la lata y le metí candela al cacharro mientras me preguntaba qué camino tomaría a partir de aquel momento. 
No había llegado hasta allí empujado por el imperioso deseo de verla -aunque lo tenía, vaya si lo tenía-, sino por la necesidad de recordarla, de intentar evocarla lo más vívidamente que pudiera; y para ver cumplido ese romántico objetivo la herramienta más eficaz, y casi la única a mi alcance, era escuchar el eco de mis pasos justo donde, por fuerza, más resonancias debía haber de los suyos, y, a través de ellas, tratar de sentir el todo peso de aquella desoladora ausencia en los paisajes de su entorno más inmediato.

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