martes, 21 de junio de 2011

En Àger

Los días fueron pasando pausados y pletóricos de paisajes y proyectos, que Alfonso me iba desgranando a medida que visitábamos un predio tras otro: aquí, iría la encina carrasca inoculada con el hongo de la trufa; en otro campo había que podar los olivos; el huerto se tenía que ampliar, extendiéndolo más allá de sus muros; y cuando llegase la temporada de la trufa, en compañía de la Flama -la perrita que creía estar jugando, cuando, en realidad, estaba en clase de FP-, que, para entonces, ya estaría adiestrada en la búsqueda del preciado hongo, entablaría, a la caza de la recóndita trufa, y compitiendo con los jabalís que pueblan la sierra, una dura batalla contra reloj por los campos sin dueño.
Demasiadas vainas para un tipo solo, pensé. Era su primer año en Àger, y todo aquello requería una planificación bien estudiada y un periodo de aprendizaje concienzudo y paciente, donde, además de los caprichos del clima, que no siempre se muestra benévolo con las personas que dependen de él, con toda seguridad, cometería errores que debería tener muy en cuenta en el futuro.
Estábamos a mediados de abril, así que, con las tareas previas a la siembra, era en el huerto donde concentraba la mayoría de sus afanes. Motocultor y azada por un tubo mientras Gemma y yo limpiábamos el cobertizo de largos años de olvido y desidia. Había jiña y rastrojo para aburrir. Rastrojo y jiña que fuimos amontonando en un prado contiguo hasta construir una enorme pirámide que, después de meterle candela, estuvo tres días consumiéndose a fuego lento.
Puse a germinar los cañamones de perejil que traje de Barcelona nada más llegar, y al atardecer, una vez en casa después de una jornada de huerto, tomando unos quintos y fumando algún que otro petardo, lo fui instruyendo en los cuidados que debería procurarles en las delicadas primeras fases de su desarrollo.
El atardecer del viernes coincidimos con Jandri en la tasca que hay junto a la comarcal. Tomaba cerveza y esperaba al Pestes, que venía del prepirineo de Huesca a pasar el fin de semana en Corçà. Las últimas lluvias habían tirado abajo uno de los muros del cobertizo de su casa, y el Pestes venía a echarle una mano.
Desde la terraza del bar observaba las evoluciones de los que saltaban, siempre  al atardecer, desde los despeñaderos más occidentales de la sierra. Como las rapaces, parapentes y alguna que otra ala delta ascendían y daban vueltas al compás de las térmicas. Giraban y giraban sin cesar en el cielo del valle hasta que acababan por tomar tierra en la explanada que hay frente al camping, justo unos cientos de metros delante de nosotros.
Tres tipos de Verdún y una chiquita de Sants, sentados en la terraza de un bar de Àger, esperaban a un fulano de Prosperitat que, en cuanto llegó, se tomó dos cervezas, se lió un canuto, y encendió atmósfera de la mesa mientras hablaba de una pata de jabalí atropellao y unas setas de primavera que había pillado en algún sombrío barranco de Huesca, todo a un tiempo y a toda pastilla.
-Son colmenillas, Alfonso –aseguró, cogiendo del brazo a éste, y mirando de reojo a una niñata que, embutida en un diminuto pantaloncito, paseaba el muslamen por entre la mesas de la terraza -. Hay que prepararlas antes de que se las tapiñen los gusanos –continuó, entre trago y trago-. Le irán de puta madre al estofado de jabalí. Ha pasado por el veterinario –añadió rápidamente al ver el semblante de duda que asomó en nuestras jetas.
¿Cómo anda el barrio? -me preguntó.
-Como siempre, pero l'Asosi cerró las puertas el mes pasado, y no hay perspectivas de que reaparezca a corto plazo. No les han renovado el contrato de alquiler, y últimamente íbamos cuatro gatos. Así que no sé qué pasará –le contesté. 
Me miró consternado al oír la noticia. Realmente era una putada. Sobre todo para mí, que pasaba por allí con Luís (el grower) casi todos los días. Un par de quintos y un petardito de rama. Una horita como mucho, pero bien aprovechada.
Poco después, dio un largo trago de Voll-Dam, y girando la cabeza hacia donde yo estaba e interrumpiendo la historia del atropello del desdichado jabalí, que había comenzado a contar tres minutos antes, volvió a preguntar: ¿Y a ti cómo te va?
-Escribiendo. La verdad es que nunca me da por hacer algo que dé dinero. En un país como el nuestro, donde lo más leído es el catálogo del Ikea, no hay ninguna posibilidad de comerse una rosca con cuentos cortos. Calderilla. Un articulito de higos a brevas y algún bolo literario de vez en cuando –respondí, con acento resignado.
Apuramos las últimas cervezas mientras el perfil de la sierra, devorado por las sombras a medida que la luz desaparecía tras sus estribaciones oscenses, se fue desdibujando hasta desaparecer.
Arrebatado de estrellas, el negro firmamento se fue adueñando lentamente del paisaje al tiempo que encarábamos el carrer de la Font haciendo planes para el día siguiente.

jueves, 9 de junio de 2011

Aniversario

Este mes cumple cuatro años el día que nos conocimos. No sé si lo recuerdas, pero fue viéndote bailar una danza triste que llamaste mi atención: ¿Qué se escondía tras ese círculo sin fin de muerte y resurrección?  ¿Tras esos bonitos y cambiantes ojos?  ¿Tras el corto e intermitente vuelo del ave malherida? 
Yo, de convaleciente en franca y lenta recuperación, y tú en una noria sin fin. Andaba entonces perplejo ante mi incapacidad de corregir mi primer y caótico libro. Gramática y ortografía se habían dispersado en los recovecos más profundos de lo inconsciente, y solo el tiempo y el esfuerzo llegarían a corregir esta disfunción emocional. Escribía ya otras cosas, y observaba de soslayo cómo mi aterradora experiencia iba quedándose atrás, y otras luces, otras emociones, iban sustituyendo a las aterradoras imágenes de “Ruido de Fondo”, que fueron perdiendo intensidad a medida que ¡vete a saber por qué! emborronaba folios con cuentos cortos para amores imposibles y escenas barriobajeras de mi juventud. 
Y a veces te preguntas por qué sigo queriendo verte. Mi menda también lo hace, y siempre busca razones; sinceramente, creo que no las hay. También en el corazón anida un pedacito de la sinrazón humana.
Recuerdo tus dos caras: la víctima permanente asustada de sí misma que intenta alejar sus sentimientos de culpa haciendo responsables a los demás del resultado de sus acciones; y la de madura adolescente, que, temerosa y ardiente, viene a por caricias de hombre. 
Supongo que es tu fuego adolescente lo que me enrolla. Ese fin de semana donde todo gira en torno a una cama. La niña mala a la que hay que dar una lección que olvidará en cuanto salga por la puerta. Mi chica del revés, bella y partida en dos… Ese contradictorio paisaje donde, a qué engañarnos, pesa más la hembra inacabable de noches desenfrenadas, de amor sin fin, que la brujita perversa que alimentas. 
Tengo catalogados tus improperios telefónicos. Casi todos son clásicos latinoamericanos, ni asomo de arte en ellos; aunque, todo hay que decirlo, han enriquecido mi vocabulario cotidiano. 
Radiante y fugaz, como los fuegos de artificio, te contemplo y te disfruto, te lamo y te penetro, me muero y resucito; así te tengo, te gozo y delimito.
Olvidada en un rincón te imagino. Me subleva esa imagen que no puedo romper, ese callejón oscuro, ese pozo  profundo y solitario que tanto habitas, y, a veces, pienso en trenzar una bella cuerda de palabras, lanzarla a lo más profundo de tu corazón y regresarte. Construir un bello hilo de Ariadna que te rescate del Minotauro que todo todos llevamos dentro, y poder así, verte sonreír al aire de mi mirada. Pero solo construyo hilos frágiles que acaban por devolverte a lo profundo. Incapaz de trenzar un resistente cabo marinero, donde pudieras asirte para siempre, me siento; y solo puedo entregarte un deshilvanado y frágil filamento, a todas luces insuficiente para rescatar al escalador de su destino.
Y un montón de hojas arrugadas llenan la papelera.

miércoles, 1 de junio de 2011

Postales del Montsec

El culo del mundo. La antesala de la nada.
Tres bares restaurante, dos pequeños colmados (uno con estanco), dos escuelas de vuelo, una pequeña oficina bancaria, y la residencia de ancianos frente al balcón, donde han tenido el fino detalle de, justo en la planta baja, debajo de sus pies literalmente, construirles el tanatorio. Y al otro lado de la comarcal, a medio camino de los enormes despeñaderos de la sierra, un camping, ahora desolado por la ausencia de campistas.
Unos cientos de habitantes los fines de semana, y en verano verdaderas invasiones de adictos a la adrenalina en busca de deportes de riesgo.
En todo eso pensaba la primera noche, asomado en el balcón, desde donde, iluminada levemente por el cuarto creciente, se veía casi toda la sierra. Entonces lo sentí por primera vez. El hondo silencio del valle llegó desde el este y absorbió Àger.

Alfonso pertenece al colectivo de personas inquietas, hiperactivas. Esas personas que andan constantemente de aquí para allá, hasta que, de golpe, se les agotan las pilas y caen desplomadas en el sofá. Es de pila alcalina. Yo soy de pila convencional, tengo menos energía y, aunque procuro administrarla bien, voy siempre con menos de media carga.

A Gemma apenas si la había visto de refilón un par de veces cuando vivían en Barna. Habíamos cruzado saludos y poco más. Animalista y vegetariana, morena, bien parecida, de ojos oscuros, mirada tímida y curiosa, gesto juvenil y felino, suave y pausado el caminar, y, como a casi todas las de su género, le encanta refunfuñar de vez en cuando.

Dos momentos impagables desde el balcón: el cigarro solitario avanzada la noche. El silencio acariciador del valle, profundo y sólido como una roca. Un silencio sepulcral que rompía cada pocos minutos el intermitente croar de una rana que, frente al balcón, cien metros más abajo, junto al pequeño arroyo que manaba de la fuente de Áger, parecía estar buscando rollo; y el del amanecer, cuando el silencio comienza a replegarse hacía lo más alto de sierra, y el sol, dándome en el rostro, despunta en el horizonte mientras un lejano taconeo femenino, bajando rítmicamente por el carrer de la Font, acaba con el silencio. Y una mujer vestida blanco llega solitaria hasta la puerta de la residencia de ancianos y se detiene justo delante de la entrada. Parece buscar algo en un pequeño bolso negro… hasta que saca una llave y abre la puerta principal.

En la ladera sur de la colina de Àger el huerto -ocho por doce metros de buena tierra-, que abierto por el sur -donde se acaba la terraza-, y rodeado de un muro de piedra el resto del perímetro, soleado y fértil parecía reclamar su rescate del olvido.

En la rambla: cafeterías, tiendas, tenderetes, plantel, mossos d'escuadra y montones de  bragas de mercadillo caminando de puesto en puesto. Siempre me han gustado las bragas de mercadillo, sobre todo si se mueven. Tremp a media mañana.