lunes, 23 de noviembre de 2009

Entre olas

Por mis venas soltitarias,
corre el mar y tu mirada,
el niño que fui,
rola entre conchas y olas,
y el hombre que soy,
espera, junto al mar,
un cuerpo con sabor a caracolas,
olas, olas, junto al mar.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Eutimio*

La noche que Eutimio reapareció en mi vida fue una de esas noches tontas y atolondradas, donde se vagabundea sin propósito ni fin, sin orden ni concierto. Noches de espíritu confuso y voluntad torcida.
Caminando por el paseo marítimo de Vinaroz esperaba el amanecer con cierta inquietud, desconfiando de lo que podrían traer consigo las dos horas largas que aún faltaban para que el sol asomara el morro en la ciudad.
La Bustillo acechaba los caminos del delta, pero iba preparado. Con un gesto inconsciente palpé el bolsillo interior de la cazadora, y, al recorrer con los dedos los contornos de mi tarjeta sanitaria suspiré aliviado. No era mucho, pero los deportes de riesgo tienen estas cosas, si no no serían de riesgo. La adrenalina, como el amor, está donde uno la encuentra.
Los locales de ocio iban cerrando sus puertas. Como fantasmas, los últimos solitarios se desperdigaban por las callejas del centro. Los letreros de neón enmudecían, hundiendo en las sombras los portales más próximos.
-¡Un buen día para morir!-. 
Me quedé clavado al oír aquella frase.
Unos metros delante, y parado justo al lado de un semáforo en verde, con los intermitentes de la izquierda parpadeando en la oscuridad, un coche me esperaba.
Desde luego no era la Bustillo. Aquellas palabras las entonamos una vez ocho voces. Nadie más sabía lo que significaban.
Abrí la puerta y me senté junto al conductor.
-¿Matías?-
-Un buen día para morir, Eutimio. ¿Recuerdas cómo seguía? Yo no.
-¡Qué alegría tío! Más de veinticinco años, y tú también la recordabas.
Pensé: Si continua tan campante después de oírla, o no es él, o no la recuerda, que para el caso vendrá a dar lo mismo. No paro y listo. Pero aquí estás.
Te he visto de lejos, caminando, mirando al mar. He reducido la velocidad.
Entonces tu perfil ha encajado con la silueta de un recuerdo. He pensado: se parece a Matías. Los dilemas de Matías. Al mar, siempre al mar.
-Piensas demasiado Eutimio, piensas demasiado. Seguramente por eso estás tan calvo, cabrón.
Arranca. ¡Vámonos de aquí!
-¿A dónde? 
-A Alcanar. A la playa de las Casas de Alcanar.
-Está todo cerrado. Tendré que parar en un puticlub a comprar priva.
-No hace falta Eutimio. Llevo en la bolsa una botella de Jack Daniels mediada.
-Mejor no ir por la nacional. Los picos suelen poner un control de alcoholemia en ese tramo. Tiro para Ulldecona. A mitad de camino hay una carretera local que nos lleva hasta allí. Damos un poco de vuelta, pero es más seguro.
¿Qué lías?
-María de primera, Eutimio. Cosecha propia, nada de mariconadas.
Ando algo alunado. Huyendo de una tía, y con ganas de romperle las bragas a otra.
-¡Cojones Matías! ¡Qué emocionante! Hace siglos que dejé a las mujeres por imposibles. Dos divorcios. Manutención para dos niños…
He acabado sobreviviendo en una pequeña y oscura buhardilla. Más de la mitad del sueldo se evapora nada mas cobrar. No puedo permitirme otra cosa.
Acabé sociología y entré en la academia de policía. Ahora soy inspector. Ya ves ¡quién lo iba a decir!
No pareces sorprendido –continuó, mirándome por el rabillo del ojo y aminorando la velocidad-.
-No, y aunque te parezca raro, ahora mismo me alegro. Quizá tengas que hacerme un favor. Vienes caído del cielo Eutimio. Caído del cielo.
-A pesar de todo no hemos tirado la toalla, Matías. ¡Un buen día para morir!
La frase me ha ayudado a superar muchas cosas.
-A mí también. Tiene la energía suficiente para sacar lo mejor de uno mismo.
A veces hay que detenerse y decirla en voz alta. La vida es un desafío sin fin.
Es un grito de batalla de los indios de las praderas. Creo que de alguna tribu Apache. El guerrero, a pesar de no tener el más mínimo control sobre su destino, lo afronta como un desafío. Pondrá lo mejor de si mismo en la contienda. Eso le quita filo al miedo.
-Ya no recordaba el concepto. Pero si el empuje que da.
-El mar de Alborán. La tormenta. El colocón. El mal rollo. Hasta que el listillo aquél del teletipo soltó la frase y la explicación. Empezamos a corearla en voz baja, y a los pocos minutos el temor se disolvió. Reímos como posesos.
Durante los pocos kilómetros que nos separaban de nuestro destino, observé a mi amigo. Los pequeños y vivos ojos de Eutimio eran, arrugas aparte, los mismos. En cambio, del pelo sólo quedaban los restos de un naufragio, apenas un poco en la nuca y por encima de las orejas que, al igual que la nariz, eran algo más grandes. Un poco más gordo y seguro de sí, más sólido.
Su mirada, aun siendo la misma, había cambiado, donde antes resaltaba un brillo juvenil, ahora reinaba un leve fulgor que daba paso a una, en aquél momento, serena profundidad.
Con los ojos fijos en carretera me iba contando su historia. De cuando en cuando recalcaba una frase o una palabra dando un golpecito en el volante con el dedo índice.
-Sabes Eutimio –le dije con rotundidad, interrumpiendo su largo monólogo-, es la primera vez que me alegro de estar con un inspector de policía. ¡Quién me lo iba decir hace unos años!
-Tú también las has pasado putas –afirmó, apartando un instante los ojos de la carretera y mirándome fijamente.
-Si, Eutimio.
-Entiendo.
Sus ojos asintieron y volvieron a la carretera, que discurría solitaria entre los invernaderos, donde, al ritmo caprichoso de los faros se iban recortando las sombras de nuestra ruta con efímeros y abovedados perfiles.
-Matías –continuó, una vez llegados a nuestro destino-, nunca te he contado el porqué de mi estrambótico nombre.
-No, y mira que llegamos a reírnos de él.
-Mi padre era bipolar. Ya sabes…, esos que, cuando se enamoran la acaban cagando siempre. Pues bien, mi madre se emperró con ese nombre. Pensaba, según me contó cuando tuve la edad suficiente para entenderlo, que quizá me protegería del mal fario de salir a mi padre.
Siempre he tenido un espíritu sereno. Bueno, casi siempre.
El caso, es que mi madre acabó hasta el coño de aquel marido depresivo e irresponsable y terminaron separándose amistosamente siendo yo muy niño.
Amanecía a lo lejos. Eutimio habló y habló. 
Sentados en la arena dábamos tragos, y mi amigo parecía cambiar de piel, de gesto y actitud, a medida que desgranaba una larga historia repleta de sueños perdidos y parejas insatisfechas. Según decía, su oficio comenzó a devorarlo muy pronto, convirtiéndolo en un ser solitario. Un fantasma del amigo alegre que fue. 
-¿Sólo eres un fantasma Eutimio? Pues a mí me pareces bastante real, -pregunté y afirmé sin darle tiempo a responder la pregunta. Yo, a veces parezco seguir buscando al hombre que quiero ser. Ya ves qué pejiguera. Durante una época de mi vida hasta hice de funambulista sin saberlo. Eso es si que estar colgado. Y en lo de funambulista no es tanta la metáfora. No te creas.
Tengo tres semanas por delante y una casa en un lugar pequeño y ventoso. Vamos a tu buhardilla, te llenas una maleta y arreando para Ventalles.
Eutimio tardó dos minutos en hacer la maleta y salir del portal con ánimo clandestino, ojos de fugitivo y la sonrisa del que se aleja de una batalla o de una coloqueta chunga. 
Se había convertido en un furtivo de sí mismo en un entrar y salir de portal.
-La vida nos devora, Matías -me decía, al tiempo que maniobraba para sacar el vehículo-. Nos va devorando como un buitre hambriento.




*Fragmento del cuento "Junto al delta".

lunes, 2 de noviembre de 2009

Móvil*

Móvil ¡la vida es móvil! ¡Me cago en su puta madre oruga! Fui yo el que tuvo la brillante idea, Sonia y Maite me lo regalaron -me ha costado meses agradecérselo-, me amargó la existencia dos o tres meses, el jodido móvil.
Lo necesitaba, gastaba más en llamadas a móviles que otra cosa, todos mis compañeros iban ya con móvil -llamarlos desde el fijo era una ruina-, no obstante, contar que seguramente no fue el mejor momento es ya pura anécdota.
Idiota perdido, temblón, medio ciego, con una lista interminable de números que pasar y sin tener ni idea, con un manual que no podía leer, un cuelgue multimedia pendiente, fiebre alta, un dolor de cabeza insoportable que nada calmaba, dando saltos entre charcos de agua por toda la casa ¡en fin! el listado no salió bien hasta que lo pasó mi hermana tres meses después.
Cli, cli, cli, ese sonido me agobió un tiempo, durante el cual, no me crecieron las uñas de la mano derecha de tanto teclear el diminuto artilugio comunicativo, intentando en vano controlar los siniestros mecanismos que encierra dentro de sí, a cal y canto.
El porcentaje de aciertos no pasó del 25% en los mejores momentos. Un marroquí mosqueado llamó -intentando inútilmente quejarse-, lo mandé a tomar por el culo sin miramientos de ninguna clase, en cambio, el castellano con acento del este, que asomó otra voz, me dejó flipado -no entendí absolutamente nada-, lo primero que pensé, es que, o me estaba quedando sordo, o el castellano había cambiado mucho en poco tiempo, solventé el expediente sin complejos izquierdistas, ni contemplaciones de ninguna clase, le colgué con un "comunista de mierda" bien "apañado", con acento barriobajero y de muy mala leche. Sólo me faltó una llamada en "klingam" para cortarme las venas.
Sms, otro arcano que tuve que desentrañar sobre la marcha, esta vez, antes de amargarme la existencia dos meses más, acudí a mi hermana Sonia, que, ejercía -ya por aquél entonces- el duro papel de Pigmalion tecnológico con voluntad y resignación, esa resignación que se tiene con los moribundos emocionales que necesitan ayuda para mandar su epitafio. Cli, cli, cli, una banda sonora inacabable que me perseguía por donde iba; necesitaba comunicarme, y aquél ruidoso e inabordable artefacto era mi única herramienta disponible.
A punto estuve de estrellarlo contra la pared en varias ocasiones, frustrado, llamándome idiota y con ganas de pillar a algún accionista de Siemens para darle la del pulpo.
Largo recorrido el mío por aquella jungla tecnológica, como un niño curioso que descubre en cada recodo del menú una nueva aplicación y donde pude darme cuenta que las nuevas generaciones me llevaban siglos de ventaja, de ellas, aprendí una rara argucia sensual y sexual ejecutable con el esquivo terminal y, aún hoy, ando flipado con ella: el polvo Vodafone.
Durante mi estancia en la isla, lo perdí y encontré dos veces, la primera, cuando vino Movistar a verme, con una sonrisa y un perro al que quiero como si fuera mío. Vi a Movistar y casi pierdo el Vodafone -cosas de la vida- oruga.
Diabólico y diminuto ingenio electrónico multiusos que, cuando lo necesitas de verdad, o no tiene batería, o no hay saldo.
Las chicas y chicos de 4º de Eso, lo manejaban con una eficacia digna de imitación. Atrapé una conversación entre chicas adolescentes -en el parque de mi isla detrás de un seto, fuera de su vista-, mientras leía a Jung, tumbado en la hierba; no tenían remilgos de ninguna clase para metérselo por el coño a la espera de la tanda de mensajes que les mandaba su compañero sexual; dentro de un condón con el bloqueo puesto y el vibrador conectado pasaban ratos follando a distancia -sexo seguro, oruga- comparaban modelos y prestaciones, su discreción, las bandas sonoras de serie que incorporaban y los costes, al parecer Vodafone era el mas económico. Al levantarme muerto de risa fliparon, les dije: sois un canto a la sensualidad solitaria, pero como el rollo presencial, nada de nada, guapas. Algún pichacorta eyaculador precoz os ha comido el coco, en vez de comeros otra cosa; me partí de risa mientras me marchaba a dar mi rutinario y largo paseo por el parque.
Cuando ¡por fin! pude articular poemas sms, había hecho ya gran parte del vía crucis comunicativo, conseguir desentrañar aquél misterio fue una hazaña considerable para un tipo que todavía temblaba parkinsonianamente y era incapaz de recordar su número e incluso encontrar donde lo había escrito.
Tengo que reconocer que aquél reto tecnológico me llevó sin compasión a los poemas sms, algo que ahora agradezco, pues serenaron mi ánimo y me hicieron centrarme, me sumergieron en un mundo de rimas insospechadas que habitaban en mi corazón.
Pase horas inmerso, horas buscando un esquivo adjetivo -una fugaz rima- la fórmula para darle una bella expresión a mis miedos y pasiones. Fueron en ese instante la demostración que mi trastorno remitía.
Tratar de ajustar mis rimas a formato tan reducido, fue un reto más al que dediqué largas y tranquilas horas, donde, poco a poco, conseguí volver a ser el Mario de siempre, no, el de siempre no, algo cambió en mí después de tan dura experiencia, ahora creo ser algo mas sabio y me parezco bastante más a quien quiero ser.


*Fragmento del libro "Ruido de fondo".