jueves, 19 de enero de 2012

Fragmento (mientras tanto)

Veinticinco minutos después, descompuesto y sin malagueña desembarcaba en la estación de metro de La Torrasa. Ya en la calle, andé un par de metros, miré unos segundos a mi alrededor… y volví sobre mis pasos para consultar el mapa del vestíbulo. 
La calle que buscaba estaba allí mismo. Discurría paralela a la línea férrea, pero, entre la oscuridad del gran entramado de vías que salen del sur de la ciudad, la mísera iluminación de las obras de las calles adyacentes y el pedo que llevaba, era incapaz de reconocerla.
Apenas me separaban trescientos metros de mi objetivo, pero en la telaraña urbana, la conjugación de infraestructuras y obras públicas puede convertir el trayecto más sencillo en todo un deporte de aventura. Respiré hondo y salí de nuevo a la calle…
Giré a la derecha, bajé unas escaleras, crucé las vías por un paso subterráneo, subí escaleras, rodeé una alta valla metálica, superé un muro de hormigón, subí un terraplén, salté dos zanjas, bajé el terraplén, me di de morros con un barril lleno de agua, superé otro muro, volví a rodear una valla metálica y, a punto de sucumbir en aquella nocturna pista de obstáculos, trepé al techo de una pequeña escavadora; desde allí conseguí alcanzar el borde de la tapia que me cerraba el paso y, descolgándome por el otro lado, fui a caer a tres metros escasos de la puerta de la estación que había dejado atrás veinte minutos antes.
En todos los habitats de la selva urbana existen laberintos como éste, son el endemismo más común en las grandes ciudades modernas.
El galimatías nocturno de las obras de La Torrasa era un enemigo a tener en cuenta, pero yo era un tipo bregado en asuntos de esa índole. 
Durante siete ú ocho años, delante del portal tuve una zanja, qué digo una zanja, un canal de remo a medio construir, de un kilómetro de largo por cuarenta metros de ancho y ocho de profundidad. 
Meses y meses sacando tierra y más tierra. Desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde, camiones y más camiones entraban y salían constantemente. 
Los días sin viento, el polvo se estancaba formando tenues nubes de arcilla roja pulverizada, que las generosas brisas nocturnas se encargaban luego de repartir entre los bloques más próximos.
Cuando por fin se fueron las excavadoras y los camiones de tierra y   comenzaron a llegar los camiones de hormigón, empezamos a quitarnos la costra de barro y polvo que aquella obra de los cojones había pegado a nuestras vidas; regalándonos, con ese desprendido gesto, una apariencia de nativos de las praderas norteamericanas que, con el paso de los meses, acabó por aburrir hasta a los niños más recalcitrantes.
Hicieron los enormes muros de contención, un par de puentes y se largaron para no volver en mucho tiempo. Dejando tras de si una infraestructura faraónica a medio hacer, donde, durante años, prosperaron las ratas más hermosas que haya conocido urbe alguna; y de las que las futuras generaciones de barceloneses podrán presumir por mucho tiempo, pues su excepcionalidad llamó la atención de los especialistas en fauna urbana del National Geographic, que le dedicaron un celebrado documental de cuarenta y cinco minutos.
Después de superar aquella maquiavélica experiencia me considero un experto en desatinos urbanos, perfectamente capacitado para sortear designios urbanísticos por más mastodonticos, delirantes y retorcidos que éstos puedan llegar a ser. Si me lo proponía, ninguna manzana en obras de La Torrasa me apartaría de mi camino. Aunque, teniendo en cuenta que aquella no era precisamente mi mejor noche y mi grado de lucidez rozaba mínimos históricos, salir de aquella ratonera no era moco de pavo. 
El principal problema era el desconocimiento del terreno. 
En mi imaginario, La Torrasa formaba parte de un extrarradio inexpugnable, es decir, salvo dos o tres rápidas visitas con motivo de alguna lectura, nunca me había movido por l`Hospitalet, y La Torrasa solo era aquella estación y un montón de vías entre viejas naves industriales abandonadas, que, poco a poco se iban desmoronando al compás del trepidante paso de los trenes.
Sentado en los escalones de la boca del metro, mientras me abanicaba enérgicamente intentando recuperar el resuello, me pregunté: ¿Qué estará haciendo Noni ahora?
Era una de esas noches de mierda en que los sucesivos fracasos invitan a la retirada estratégica, ya sea en ordenado repliegue, o, como la malagueña una hora antes, en fuga audaz y sigilosa. 
Sin duda el abanico es partidario de ésta opción, me dije, mirándolo de reojo. Desplegado y en movimiento, los vivos azules y verdes se contraían y dilataban, solapándose alternativamente con gran plasticidad; reclamando para sí toda mi atención, algo a lo que no estaba dispuesto. Lo cerré de un golpe contra la rodilla, cortando en seco el subyugante rollo psicodélico que se traía el muy cabrón.
Había que ponerse en marcha antes de que el abanico desplegara toda la energía del diabólico sortilegio que se emboscaba entre sus pliegues.