martes, 29 de octubre de 2013

Compás de espera (fragmento de Niebla)

Los hechos fueron dando la razón a Castellví. Los plazos previstos en su carta se fueron cumpliendo. La tercera semana les tocó el turno a ellos, a las seis de la tarde su barrio se sumergía en las sombras hasta la mañana siguiente. 
Los medios dieron extensas explicaciones acerca del porqué de la declaración de estado de emergencia. Era la comidilla de todos los días.
Barcelona había superado la crisis provocada por un organismo hasta ahora desconocido, pero, con el fin de evitar futuros rebrotes, se la iba a someter a una desinfección preventiva barrio a barrio. 
Para hacer creíble esta versión, por las noches, la zona afectada por el apagón era recorrida por un verdadero ejército de cubas municipales cargadas con agua y un fuerte desinfectante. Los operarios, embozados en máscaras de gas y monos reflectantes de color butano; y equipados con mangueras a presión, recorrían la noche limpiando calle por calle, acera por acera…     
A pesar de  la buena disposición de los ciudadanos, ávidos por creerse cualquier versión tranquilizadora que les ofrecieran por inverosímil que pudiera parecer a primera vista, la ciudad, recelosa, yacía inmersa en un extraño estado de ánimo, ya no era una alegre ciudad mediterránea: las miradas apagadas, las conversaciones lacónicas, el gesto agazapado y furtivo. Caminaban presurosos de una tienda a otra. Una vez hechas las compras imprescindibles volvían a sus casas. Nadie paseando, parques desolados, autobuses vacíos, bares y comercios prácticamente desiertos. La ciudad enmudecía temerosa; y una sutil atmósfera de desaliento, de condenación, se iba adueñando del paisaje conforme el apagón avanzaba hacia el centro.
El enorme despliegue mediático afectó gravemente la credibilidad de los grupos ciudadanos que, no fiándose de las autoridades supuestamente competentes, habían estado recogiendo información por su cuenta. La red bullía de informaciones tendentes a socavar la credibilidad conseguida hasta ese momento, sistemáticamente eran tratados de “conspiranoicos antisistema” en el mejor de los casos.
Gracias a las atribuciones legales que otorgaba al gobierno la declaración de estado de emergencia, algunos de estos grupos fueron identificados y puestos a disposición judicial.


En el ático del Pº Valldaura, Miquel ordenaba y cifraba la información recogida durante los meses anteriores, Inés pasaba su tiempo delante del ordenador intentando relatar la crónica de todo aquello, las imágenes de una ciudad atrapada en un momento decisivo; y Andrés, que acababa de romper con Laura, solía pasear por las cercanas colinas de Collserola. Intentaban estar ocupados, era el único modo de sobrellevar el ominoso compás de espera que se cernía sobre la ciudad.
Eran conscientes del trabajo realizado durante los meses anteriores y de la poca credibilidad que se le estaba dando al mismo. Ésto generaba un cierto grado de frustración entre ellos, así que evitaban hablar del tema. Pero contaban los días como reos que esperan su sentencia. La fatalidad parecía haberse apoderado de ellos mucho antes de producirse -sí es que se producía-, rondaba sus vidas como un buitre acecha a un moribundo.
Por la noche solían salir a la terraza a contemplar la ciudad. El fulgor nocturno de lo que todavía parecía la Barcelona de siempre. Del ensanche hasta el mar todo era luz, el resto era tiniebla. A partir de las once entraba en vigor el toque de queda; y el ruido de la ciudad se apagaba progresivamente hasta convertirse en un leve susurro que solía dejar en las calles próximas alguna brigada de limpieza; y, desde la terraza, si se prestaba atención, de vez en cuando se oía, sordo y lejano, el motor de un FT-ALTEA patrullando las fantasmagóricas noches de aquel invierno.


Eran las dos de la mañana cuando se le acabó la batería al pequeño portátil de Inés. Hizo un mohín de disgusto, se desperezó caminando a oscuras hasta la cocina, sacó un mechero del bolsillo derecho de la bata, encendió la pequeña lámpara de gas, abrió el cajón de los cubiertos para coger una cucharilla, después se acercó a la nevera, abrió la puerta y sacó un yogurt. Volvió sobre sus pasos hasta llegar al perchero del pasillo, de donde cogió su colorido gorro de lana, se lo encasquetó y salió a la terraza.
Sentada en el pequeño banco de madera, la luz que salía de la cocina recortaba su perfil sobre el suelo de la terraza. Dejó el yogurt ya vacío en el banco, suspiró profundo y quedo, rompiendo un instante del silencio de ultratumba de aquella noche. Caminó hasta el pretil de la terraza, apoyó los codos sobre éste y buscó en el bolsillo superior de la bata, de donde extrajo un cigarrillo torpemente liado; lo encendió y dio tres profundas caladas, después miró hacía el cielo. La noche de la ciudad se había llenado de estrellas, justo encima de ella, la constelación de Orión espejeaba como nunca.  
Los, para entonces, traviesos ojos de Inés comenzaron a chispear, volvió hasta la mesa, apagó la colilla del canuto y se sentó de nuevo. Se recostó en el banco, abrió ligeramente las piernas e introdujo la mano izquierda dentro de la bata hasta llegar a las bragas, metió la mano por dentro de éstas y comenzó un suave movimiento giratorio. Tres minutos más tarde ardía como un volcán. Entró en la casa, dejó el gorro en el perchero, apagó la lámpara de la cocina y se abrió paso con el mechero hasta la siguiente puerta, entró, se quitó la bata, el pijama y las bragas…; y se metió en la cama de Andrés.