sábado, 10 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa (final)

Mientras el taxi tomaba la Meridiana rumbo a Concepción Arenal, Pº Valldaura y Artesanía, pensaba en los penosos días que me esperaban, esos interminables días de dolor, sin poder dar un paso sin sentir aquel punzante latigazo que subía como un relámpago desde el tobillo hasta la cadera. ¿Cuántos serían esta vez?
Conforme el taxi me acercaba a casa, el menda comenzó a plantearse su futuro más inmediato, y me felicité porque ahora al menos lo más esencial lo tengo a cien metros de casa: Una farmacia, un bar con máquina de tabaco y conexión a Internet y una panadería donde además puedes comprar cerveza y refrescos. De lo demás estaba surtido, desde hace tiempo soy precavido con estas cosas, el hecho de vivir solo con un tobillo como el mío te hace tener el congelador bastante lleno, incluso procuro tener siempre en palanca unos pocos gramos de hierba para estas paralizantes emergencias; pero si la cosa se alargaba más de siete u ocho días...
El taxi giró y tomó Valldaura arriba, entonces, no sé por qué, temí haberme dejado la libreta en el local de los Castellers, y asaltado por un profundo desasosiego abrí la mochila a toda prisa para comprobar si estaba allí, pero no la encontré y le dije al taxista que parase un momento; que era posible que tuviéramos que volver porque me había dejado una cosa importante. Miré en vano los dos bolsillos grandes del tres cuartos, y cuando ya estaba a punto de decirle que teníamos que regresar a la calle Bilbao recordé el bolsillo interior de la mochila donde siempre guardo los porritos, lo abrí y al instante suspiré aliviado, estaba allí. Aquellas inconexas y prolijas notas eran lo único que tenía en el mundo. 
Me dejó en la esquina con Vía Favencia, andé lastimosamente unos poco metros calle abajo, entré en la farmacia y le pedí a Ramón el espray de siempre, lo guardé en la mochila y salí para meterme inmediatamente en el comercio de al lado, donde compré dos grandes bolsas de pan de molde, después volví sobre mis pasos y al llegar a la esquina entré en el bar a sacar tabaco.
Recorría penosamente el tramo del bar hasta casa cuando comenzó a llover de nuevo, exasperado abrí lo que quedaba del maltrecho paraguas y miré la hora; eran las cinco y media de la tarde. Mierda, menudo día, ese puto barrio está gafado; o quizá no sea cosa del barrio, también cabe la posibilidad de que me estén haciendo vudú o haya meigas en el ajo. 
Tarareando de nuevo el Riders in the storm, calado hasta los huesos, cojeando y medio beodo entré en el portal y encaré los siete escalones que me separaban de mi rellano sin saber a ciencia cierta qué me esperaba ni cuánto tardaría en poder salir de allí. 

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