miércoles, 14 de marzo de 2018

Maldita sea mi estampa 1

Miré la hora, ¡mierda! las once y cuarto pasadas. Terminé de repostar en cuatro ávidos tragos y un par de rotundas caladas y me puse en marcha rumbo al Parque Central del Clot. Si la musa pasa de venir, mi menda, aunque sólo sea simbólicamente, irá hasta ella; y el verde paisaje de aquel parque durante una mañana gris de chubascos mortecinos e intermitentes es la mejor metáfora que me he podido agenciar para intentar recrear el urbano y melancólico parnaso de mi perdida Ámbar. Aunque tiene una pega, está demasiado cerca del Donut -su instituto-. -Pero nada es perfecto. Lo de siempre, habrá que apañárselas con lo que hay -murmuré como si conversara con alguien. 
Volví sobre mis pasos hasta el cruce con Clot y continué por ella bastante achispado, como demostraba el ritmo alegre y decidido de mi caminar mientras sonaba en mi cabeza el “Riders in the storm”. A ratos me dejaba llevar por ella y tarareaba el estribillo por lo bajini para sorpresa del resto de peatones, sobre todo cuando coincidía con alguno en las frecuentes e inevitables esperas semafóricas. En la esquina con Flandes giré a la izquierda, y al instante, un par de calles más abajo, vi asomar el apacible verde del parque anunciando el inminente fin de mi caminata. 

Estaba valorando la utilidad o no de contar un desafortunado incidente que me tocó presenciar justo antes de entrar en el parque, cuando tuve una repentina falta de aire, luego, durante unas décimas de segundo, la profunda oscuridad de la nada seguida por un doloroso flashback que me retrotrajo a la noche más larga y angustiante de mi vida. La ominosa y escalofriante noche en que mi yo acabó estallando en mil pedazos. Después un plácido torrente de bucólicas representaciones mentales secuenciales se puso en marcha, hasta que, súbitamente, los grandes ojos azules de mi desaparecida hermana se solaparon fugazmente con los radiantes ojos castaños de mi perdida musa. Fue un golpe devastador, mis manos comenzaron a temblar incontroladamente y un vértigo espeluznante se apoderó de mí, me levanté con cuidado, y caminado como un zombi me acerqué al parterre más próximo y vomité las entrañas. 
La herida acababa de sangrar, y a partir de ese momento, raudas e implacables, las imágenes se fueron sucediendo vorazmente una tras otra sin darme tiempo material para retenerlas o anotarlas. Escribía todo lo rápido que podía procurando, en la medida de lo posible, no dejarme nada importante en el tintero y que el resultado fuera legible a posteriori sin demasiados esfuerzos.
Aquel simbólico y lúcido torrente de emociones me trasportó durante unos minutos más allá de mi mismo, dando paso a una suerte de extraño desdoblamiento desde el que pude acceder sin ningún temor a una peligrosa e insondable fuente de energía psíquica de la que no supe nada hasta que la experimenté por primera vez con los cuarenta y siete cumplidos. Un lugar tenebroso, deslumbrante, inhóspito, mágico, maravilloso y aterrador; desencadenando una atropellada y febril actividad que no perdió ni gota de pastilla hasta cuarenta minutos después.
Mola un montón si no te quedas unos díitas penchado, pero te deja hecho polvo. Abrí la segunda garimba y le di candela al cuarto garibolo pensando en que, a no tardar mucho, habría que plantearse el plegar velas y papear alguna cosa.
A sabiendas de que en entre ellas -si llegaba a descifrarlas correctamente- casi siempre se enmascara un poquito de oro puro, estaba echándole un atento vistazo a las frenéticas notas que había tomado cuando una voz intempestiva me hizo perder la concentración:  

-Muy buenos días ¿Sería tan amable de invitarme a eso tan rico que fuma, brodel?
Levanté la vista un instante y volví a lo mio como si tal cosa.
- Usted no sabe con quién esta hablando. Haría bien en entregarme la hierba que lleve encima.
- Yo no soy tu brodel, tío primo.
-¿No lo va a hacer? ¡Aténgase a las consecuencias, pues!
Aquello fue demasiado. Definitivamente, no era un buen día para el brodel. Me levanté, y con mucha parsimonia me quité el tres cuartos y lo dejé sobre el banco, abrí el macuto, saqué mi vieja navaja, me la eché ostensiblemente en el bolsillo, salí de detrás de la mesa, dí unos pasos hasta él, y, a la vez que lo invitaba con un enérgico gesto del brazo, le dije en tono animoso: - Venga conmigo, brodel. Vamos a matarnos detrás de esos arbustos.
El brodel desapareció tan rápida y furtivamente como había llegado.

De las cerca de treinta mil personas que viven en el barrio del Clot, tuvo que ser un friquimangui fumeta el primero en abordarme. Éstos imprescindibles lunáticos montapollos patrullan sin descanso por todos los espacios verdes de la ciudad, supongo que huyendo a su manera de la turba de convecinos que lo persigue día y noche; de vez en cuando los ves pasar con un ojo morado o un brazo en cabestrillo, un llamativo efecto secundario que parecen sobrellevar como si fuera consustancial a la ineludible resaca de su última salida de copas.

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