lunes, 29 de enero de 2018

A sotavento 1

Cuando levanté la vista, un sol desvaído presidía la ciudad; y la espesa boina de contaminación que solía flotar sobre ella se disipaba a todo trapo. Por mi derecha, un brisa cortante transportaba un sólido manto de cúmulos grises que avanzaba rápidamente por detrás del Tibidabo. Me iba a mojar. Últimamente, no sé el porqué, las dudas siempre me las como a remojo.
Cogí  la mochila, subí de nuevo hasta la cima, me senté sobre una roca, saqué los prismáticos y me puse a observar el mar. Me gustaba ver las evoluciones de los barcos que entraban y salían del puerto: Unos esperaban su turno de desestiba a unos cables de las dársenas, otros zarpaban decididos después de que el remolcador lo dejara delante de una bocana y la pequeña lancha del práctico abandonara su costado y pusiera rumbo a su base, las pequeñas golondrinas cargadas de turistas yendo y viniendo del Forum, el interminable trajín de los estibadores dentro de aquellas enormes grúas que a mis ojos aparecían como gigantescos e inquietos cangrejos rojos alimentándose entre las rocas de un espigón, el largo desfile de trailers...
La llovizna me sacó de mi ensueño. Entonces busqué el singular rascacielos de Las Glorias y fui desplazando lentamente la mirada hacia la izquierda hasta la parte vieja del barrio del Clot; en aquel preciso momento creí sentir su mirada en la nuca. Me levanté, hice una pregunta en voz alta y miré a mi alrededor... Era tiempo de irse. Si me demoraba más el calabobos me pondría chorreando.
Me colgué la mochila y tomé el sendero que baja como una flecha hasta el camino de la Fuente de Santa Eulalia, el refugio más próximo. A los diez minutos estaba sentado en un banco de piedra bajo un tejadillo de plástico ondulado adosado a un costado de la caseta por donde mana la fuente.
No había nadie, ningún otro caminante sorprendido por la lluvia, ningún ciclista, ni siquiera el grupito de jubilados de siempre; gracias a ellos, lo que antaño fue rincón árido y polvoriento con una ruinosa caseta de ladrillos incrustada en un talud de la montaña, ahora es un jardín plácido y acogedor lleno de mesas y bancos bajo la gratificante sombra de los árboles. 
Ahora mismo, bien podría estar cabreadísima y observándome emboscada entre la maleza, o de verde y encapuchada moviéndose subrepticiamente entre la tupida malla trabada por los troncos del espeso bosquecillo circundante. Recuerda que podría dejarte pajarito de un solo golpe. Aunque para qué, ya lo hizo con un beso.
Cuando dejó de lloviznar me levanté y miré al cielo. El gris plomizo estaba virando velozmente a negro tormenta. Cogí mis cosas y comencé a bajar lo más rápido que pude por un incómodo y pedregoso sendero salpicado de impenetrables setos de zarzamora que me llevaría en unos pocos minutos hasta la carretera. No es el mejor camino para bajar sobre mojado, pero si el más corto para salir de allí. Va a caer la del pulpo.

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