domingo, 25 de agosto de 2013

Llegan las lluvias

Tras varias semanas de silencio, ayer, Estrella, recibí dos cartas juntas desde Manaos. 
Ya han llegado las lluvias, y el Japurá se ha desbordado, las múltiples bocas del río, que forman un intrincado delta en la frontera colombiana, han dado paso a un pantanal de cientos de kilómetros cuadrados que se extiende alrededor del pequeño altiplano del campamento. 
El lodo y los intensos chaparrones le han complicado el trabajo, pero no hay mal que por bien no venga, ya que no le dejan tiempo para pensar en el horrible destino del portugués.
Solo bajan de la canoa cuando se aproximan a una de las trampas. Con el agua hasta la cintura, sacan de la trampa al animal, lo meten en una de las jaulas y vuelven a montar la trampa uno metros más allá. Es un trabajo peligroso y agotador. Hay que estar atento cuando se salta al agua, puede haber caimanes. Están por todas partes. Se dan un festín en la estación de las lluvias con los animales que se han ahogado sorprendidos por la inundación.
Se turnan al timón mientras se quitan las sanguijuelas quemándolas con un cigarrillo; y huele a muerto, a selva y a repelente para mosquitos.
Flotando, desciende por el río una mula hinchada por la descomposición. Es la que perdieron la semana pasada cuando los sorprendió la tormenta junto a un regato insignificante al pie de una pequeña colina. Cuando quisieron darse cuenta el inocente regato se había llevado la mula a tomar por culo. Cuatro gallinazos posados encima de su cadáver, disputan ahora por comerse sus partes más blandas. 
A pesar del potente motor de la canoa, es imposible cruzar el caudal principal del Japurá. El río arrastra multitud de árboles y maleza a una velocidad de vértigo, por lo que sus salidas se han tenido que limitar al área inundada de la margen derecha del río.
Todos los días, al caer la tarde, una lluvia torrencial se apodera de su mundo. La espesa cortina de agua ahoga la banda sonora de la selva y se adueña del paisaje, y el río se alborota y llena de bravura; es el momento de dejarlo hasta la mañana siguiente.

Me desperté temblando y muerto de frío. Alguien llega y me toma la temperatura. No estoy en mi litera. Una habitación blanca con cuatro camas.
El tipo de la cama de enfrente delira. ¡Mierda! La fiebre de los pantanos.
-Veo que por fin ha despertado. Lleva varios días delirando. Anteayer creí que se nos iba…, se puso usted verde oliva; pero entonces me dije: ¡Por mis cojones! ¡Aquí no se le muere nadie a Eliades Santamaría! Le hice tomar una poción de ayahuasca..., y aquí está de nuevo. Cuente, cuente… ¿Cómo le fue la purga? ¿Quién es la muchacha, “la morenita de bote”, como usted la llama?
Los ojos enrojecidos y abiertos como platos, y la mirada inquieta y obsesiva de un neurótico; me dije al ver la jeta del médico justo antes de perder el sentido”. 

Estrella, seguramente te preguntarás qué clase de médico se apunta a trabajar en un agujero inmundo de una selva remota. Sin duda uno muy especial. Hacer lo que hace en aquella puñetera selva es lo que, me parece, da sentido a su vida.
Pero ha sido una suerte para el julandrón de mi amigo. El Dr. Santamaría estudió en Barcelona. Hizo la residencia en el hospital del Valle Hebrón, donde había oído hablar de mi amigo a raíz de que éste fue víctima de un raro efecto secundario durante un largo y peligroso tratamiento médico que coincidió en el tiempo con su residencia.
En fin, han hecho buenas migas, y el doctor se puso pesado con el director de la estación hasta conseguir que mi amigo fuera destinado a la enfermería (al enfermero anterior le dio un yuyu semanas atrás. Salió corriendo dando gritos del campamento y desde entonces está desaparecido).
¿Qué probabilidades hay de que dos personas de mundos tan diferentes, años más tarde vuelvan a encontrarse y reconocerse en un lugar como aquél? Remotas, muy remotas; y sin embargo ha sucedido. Lo que me lleva a pensar en lo inescrutable de la vida y el destino, Estrella.

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