jueves, 15 de agosto de 2013

Infierno verde

Como te decía en mi anterior carta, mi colega se ha pirado a la selva. Así que me encuentro ligeramente melancólico y francamente decepcionado de mí, del mundo o de la vida ¡vete a saber!
El único aliciente que suele tener la semana, es la carta que me llega cada viernes. Está sellada en Manaos. El sello es un flipe: Hay un mono subido a una palmera comiéndose un plátano mientras a sus pies discurre un río tumultuoso. En él de la carta anterior era un caimán el protagonista, y la precedente llevaba uno de pirañas nadando en un meandro. Todo un derroche de imaginación por parte del servicio de correos.
Ni que decir tiene, que el espíritu festivo y bullanguero que tenía en las semanas previas a su partida ha desaparecido por completo. El muy primo se siente atrapado, y sus ideas románticas y aventureras sobre la naturaleza salvaje, por no hablar de la de los duros y robustos trotamundos que recorren sus más profundos senderos, se han disipado entre el calor, la bruma; y el desasosiego continuo que le produce la tribu de los Pai Pai.
Para muestra bien vale un botón:

Sí tío, sí. Todas las tardes, después de cruzar el río, mientras cargamos en las mulas las jaulas con los monos que hemos capturado; y la noche comienza a enseñarnos sus garras, los presiento. Están ahí, entre la maleza. Siento sus ojos clavados en la nuca. Un escalofrío me recorre el cuerpo, y, por un instante, dejo de oír los desesperados chillidos de los monos enjaulados que tanto inquietan a las mulas.”

Uno no se da cuenta del daño que hacen los idílicos documentales sobre la selva y la vida salvaje hasta que, como el julai de mi amigo, se lanzan a la aventura teniendo como principal referencia ese tipo de documentos, donde se soslayan o minimizan los riesgos inherentes a toda naturaleza exuberante y salvaje.
Fue Joseph Conrad uno de los primeros aventureros que, en su novela “El corazón de las tinieblas”, dio cuenta de los trastornos psíquicos que suelen padecer algunos occidentales a causa de una larga exposición al implacable sol de los trópicos. “La tarumba del equinoccio”, así la llamaban los conquistadores españoles que exploraron el río Amazonas buscando una quimérica ciudad de oro, como nos cuenta Ramón J. Sender en su novela “La aventura equinoccial de Lope de Aguirre”.
La Estación nº 5, próxima a la frontera colombiana, cerca de una de la innumerables cascadas de uno de los muchos afluentes del río Japurá, es la estación más remota y peligrosa de la Compañía; y está considerada la más rica en el recurso que explotan.
La Estación, como él la llama, es una explanada de casi tres hectáreas junto al hangar de una pista de aterrizaje. Una alta empalizada, rematada por una valla metálica, rodea todo el perímetro; y en medio, la torre de vigilancia y comunicaciones, que también hace las veces de torre de control para facilitar en aterrizaje de los aviones.
Mucho me temo, Estrella, que mi amigo, visto el ánimo decreciente que va mostrando en sus cartas, acabe por sucumbir psíquicamente en aquel infierno verde. Doce horas de selva diarias de lunes a sábado pueden acabar con cualquiera. Los jaguares, los caimanes, los mosquitos, las pirañas y los constantes chillidos de los monos; o los abruptos silencios, que no suelen auspiciar nada bueno, pueden hacerte polvo los nervios. 
Por no hablar de los Pai Pai y su proverbial puntería, que acechan desde las orillas con sus temidas cerbatanas. Sin duda, son los indígenas los que lo tienen sobrecogido, pues en su última carta, me cuenta cómo salió ileso de una emboscada:

Acabábamos de llegar a la orilla, donde nos esperaba un equipo con las mulas, cuando un enorme griterío procedente de la espesura me heló la sangre en las venas.  Me pareció ver que el denso follaje de los alrededores se agitaba, entonces, entre la muralla verde aparecieron las puntas de las cerbatanas. Salté rápidamente de la canoa y busqué refugio entre las mulas. No me dio tiempo a llegar hasta ellas. Un picotazo en el hombro me hizo caer de bruces. Mientras sacaba de su estuche la jeringuilla de atropina (el curare, al paralizar los músculos pectorales, mata por asfixia, así que una inyección a tiempo de este estimulante cardiaco suele salvarte la vida), ví al portugués tirarse al agua. 
No pude hacer nada por él, yacía inerme junto a la orilla a la espera de que la atropina hiciera todo su efecto, cuando un caimán cerró sus enormes mandíbulas sobre una de sus piernas y lo arrastro hacía el centro del río.
Una vez pude ponerme en pie, lo oí gritar por última vez mientras el agua hervía alrededor del caimán; lo que indicaba que las pirañas lo estaban devorando vivo…”


Sus fantasías románticas sobre la selva desaparecieron por completo aquella trágica tarde, desde entonces, va tachando los días en el pequeño almanaque que tiene clavado con chinchetas en la pared que hay junto a su litera.


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