martes, 28 de abril de 2015

Días de escuela*

Corría el año 1967 cuando, temeroso, subí por primera vez las escaleras que llevan al coro de la iglesia de Sta Engracia. No me detuve allí y, junto con otros niños, continuamos dos tramos de escalones hasta llegar a una pequeña puerta. Tras ella la pequeña clase de grades ventanales y, al fondo, otra puerta que daba acceso a la clase del piso superior.
Nada que ver con el siniestro colegio estatal de donde venía.
Los deslavazados y viejos, viejísimos pupitres, tantas veces barnizados. La luz que entraba a raudales por las ventanas, la gran pizarra y la mesa del señor Font -quizá el mejor maestro que tuve nunca-, el hombre que, con aquella pasión que ponía en su trabajo, viendo mis notas, me aguijoneó sin tregua hasta convertirme un enamorado de la lectura.
Dos cursos más tarde las cosas cambiaron: Niños y niñas juntos en dos pequeñas clases encima de la secretaría, donde me aburría, enredaba y sacaba estupendas notas.
— ¡Mario, vete a la biblioteca!
La pequeña biblioteca, donde, a falta de otra cosa, leí y leí sin descanso; al principio sin pautas, y después con una lista de lecturas interminable. Allí se fraguó mi pasión por los libros, por los intangibles mundos escondidos tras aquellos lomos redondeados de letras doradas.
El recuerdo de Julia, una rubita de ojos claros que vivía en la calle Sta Engracia, y nuestras no demasiado inocentes citas, mis primeras citas. De Julián, mi compañero de pupitre y de risas contagiosas. O las obligatorias misas de los jueves por la tarde, que acabaron como el rosario de la aurora, tras un zafarrancho de risa colectiva que terminó con aquella puñetera costumbre para siempre.
Aún hoy, cuando paso por delante del viejo edificio, me parece ver al niño inquieto y aplicado que fui, asomando una mirada traviesa y furtiva tras los grandes ventanales; hasta que la voz profunda del señor Font amonestándome me devuelve de nuevo a la realidad.


*Para la revista anual La Prosperitat









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