— Abajo están el almacén y los vestuarios. Y en esta planta el vestíbulo, la recepción y un pequeño restaurante. Tiene otra entrada que da a la calle de atrás, pero a esta hora ya estará cerrada –dijo Loti al ver la curiosidad que asomó a los ojos de Matías nada más cruzar el letrero de la entrada donde se podía leer escrito a fuego sobre madera “Bienvenidos a La Casona”. En las dos plantas siguientes están las habitaciones –continuó–, y la última es una planta privada con dos áticos independientes donde vivimos mi sobrina y yo.
— Me gusta el cuadro. Es un paisaje impresionista ¿No?
— Sí. Es mío. Lo pinté expresamente para este vestíbulo. Intenta mostrar la belleza indómita de la sierra azotada por los primeros vientos del otoño. El bosque empieza a perder sus tonos verdes y los tostados y ocres avanzan sierra abajo desde los parajes más altos, al tiempo que la fauna comienza a replegarse buscando un refugio donde pasar el invierno o inicia la migración a lugares menos inhóspitos. Está pintado en Santibáñez. Tengo el estudio allí.
— Es sobrecogedor. Al primer vistazo ya dan ganas de abrigarse.
— Espérame aquí. Cojo algo para cenar y subimos.
Matías seguía parado a cuatro metros del cuadro, atrapado en aquel paisaje agreste y amenazador que parecía querer extenderse más allá de la recepción. La voz de Loti, que lo llamaba desde la puerta del ascensor, lo sacó de su ensueño. Giró la cabeza en dirección a la voz y echó a andar hasta el fondo del vestíbulo.
Ya en albornoz, mientras ella terminaba de ducharse, se acercó al ordenador, abrió el Winamp y puso música. Suena mejor el vinilo, los graves en digital pierden mucho, se dijo mientras caminaba hasta la cocina. Preparó la pequeña mesa, y cuando empezó a sacar la comida de las bandejas, el ruido de un secador de pelo disparó su imaginación y se estremeció exclamando: ¡Maldito chichi naranja! Y a punto estuvo de acabar por los suelos la ternera en salsa.
Mientras cenaban Loti le explicó el motivo de su retraso. Un imprevisto en Los Comuneros –la pequeña finca familiar, una finca rústica junto a la carretera del Guijo, que con muchos esfuerzos las dos mujeres lograron salvar de la debacle familiar-, al parecer, las lluvias torrenciales de la semana anterior habían dejado al descubierto una fosa llena de esqueletos de animales de una especie nunca vista en la sierra. Los agentes del SEPRONA acotaron la zona, hicieron fotografías y levantaron un acta que debían hacer llegar al juez a la mañana siguiente por si creía oportuno abrir diligencias.
Después de cenar; él se puso a fregar los platos y Loti desapareció en el lavabo soltando una risita que Matías conocía muy bien. Estaba terminando de limpiar la mesa cuando una voz profunda y aterciopelada lo reclamó desde el salón. Se secó las manos pensando en que quizá aquella fuera la noche especial que ella le había prometido mientras cenaban.
— Siéntate en el sillón –le dijo.
Matías obedeció sin rechistar. La miró detenidamente y completamente abducido vio como el salón se trasformaba en un pequeño escenario. Loti apagó la luz cenital y encendió un pequeño foco, empujó un sofá de dos plazas tapizado de color salmón hasta la pequeña mesita que había en el centro de la sala, buscó en el ordenador, puso música chill out, orientó la concentrada luz del foco hacía el sofá, y le pidió que desplazara el sillón un poco más lejos de la mesita.
Para entonces el cansancio que traía del largo viaje había desaparecido. Estaba excitado y muerto de curiosidad. Recordó los viejos tiempos, cuando, ocasionalmente, ella hacía de performer en algún espectáculo extravagante y provocador.
— Tardo un minuto, ponte una copa si te apetece –dijo ella desapareciendo en la oscuridad del pasillo. Le hizo caso, buscó entre las botellas que había en la pequeña barra que tenía detrás hasta que encontró whisky de malta. Fue a la cocina y volvió con un vaso largo con un cubito de hielo y una botella de agua mineral fría. Buscó en su pequeño bolso uno de los petardos que traía liados desde Barcelona y no había tenido oportunidad de fumarse durante el viaje. Lo encendió y volvió a sentarse en el sillón. Con el pelotazo en una mano y el canuto en la otra, se dispuso a disfrutar del espectáculo que se avecinaba.
No la oyó llegar, venía descalza y con una corta bata llena de arabescos multicolores, se sentó en el sofá y, con el aplomo que le da a una mujer el saberse una cuarentona follable, dejó sobre la mesita el neceser y el espejo de mano que traía y se abrió la bata de par en par.
— Qué sensual estás, Loti.
— Cierra el pico. Ahora no soy Loti. Esta noche, para ti soy Orange.
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