miércoles, 30 de septiembre de 2015

Orange 4

El ritmo de unos acordes se fue abriendo paso en su sueño hasta que despertó. Al abrir los ojos la luz lo cegó por un instante y los volvió a cerrar rápidamente cubriéndose la cabeza con la almohada. Poco después estiró los brazos, sacó la cabeza de debajo de la almohada y se dio cuenta de que estaba solo. Para entonces el Sweet Jane de la Velvet estaba en su apogeo, y supo que no era una coincidencia. Loti había programado el despertador especialmente para él. Miró hacia la mesita. Era la una y media.
La habitación era amplia, luminosa y sobria. La piedra de la sierra, una constante en todo el hotel, lo vestía todo, y los escasos pero imponentes muebles de madera de cerezo hacían resaltar el cuadro  que Loti tenía en la habitación. 
La tela -una acuarela de sesenta centímetros de ancho por metro treinta de alto que descansaba en el suelo y subía por la pared junto a un costado del enorme cristal que había sustituido al grueso muro contiguo a la terraza- era sencilla y bella: Una maceta de barro cocido donde un par de frágiles tallos de buganvilla se ramificaban a medida que ascendían hasta estallar en unas cuantas flores escarlata.
Cuando entró en el lavabo encontró un posit pegado al espejo. Después de leerlo, lo arrugó, lo tiró por el inodoro y se metió en la ducha. Cuando regresó a la habitación se quedó mirando el lienzo pensando en que le resultaba familiar, sexy incluso. Se tomó un Alka-Seltzer, se vistió, abrió la puerta de la terraza, volvió a mirar el cuadro lleno de curiosidad y salió de la habitación; cogió unas llaves que había sobre la mesa de la cocina y echó a andar hacia la puerta
Mientras bajaba las escaleras del hotel camino del bar de Jacinto recordó donde había visto por primera vez aquel cuadro. Era una buganvilla de la terraza del caótico ático donde vivió Loti cuando estudiaba en Barcelona y que, desde hacía unos meses, arrancaba también desde los gemelos de su pierna izquierda y trepaba entre pequeñas flores carmesí por la cara posterior del muslo para acabar dispersándose pletórica de color por sus inmarcesibles nalgas.
Al llegar a la puerta del bar se tropezó con unos cuantos parroquianos que salían atropelladamente. Los dejó pasar y, un instante antes de cruzar el umbral, se giró con curiosidad y los vio alejarse apresuradamente en varias direcciones. Iba a preguntarle al camarero por el motivo de aquella fuga, pero Jacinto estaba recogiendo un par de mesas; por lo que se sentó en la barra y esperó a que volviera hojeando el periódico. 
Nada más abrir El País sintió unos toquecitos en la espalda. Se dio la vuelta y se encontró con un tipo de mediana estatura, de rostro renegrido y picado de viruela que exhibía un bigote a lo Sáenz de Santamaría.
— ¿Qué se le ofrece?  –le preguntó, dando un suspiro de empacho. 
— A ver, identifíquese.
— Y usted, ¿piensa hacer lo propio o espera que el bigote cuartelero sea suficiente? 
El hombre estuvo un par de minutos buscando en sus bolsillos hasta que dio un resoplido y le mostró una placa que lo acreditada como miembro de la Benemérita.
Matías le entregó el carnet. El agente sacó una libreta y anotó su filiación. Después, se encaró con el y le espetó: — Así que de Barcelona, eh. Rojo o separatista. O lo que es peor, las dos cosas.
— No sabría decirle. Últimamente el panorama político es tan voluble que ya no sé si voy o vengo.
— ¿Dónde se hospeda? Y no me mienta, porque iré a comprobarlo.
— En La Casona. Estoy en La Casona. Vengo invitado por una vieja amiga y me estaré una temporada  –concluyó, exasperado.
— Tenga, y páselo bien –le dijo, en tono sarcástico. 
Matías cogió el DNI, lo guardó en la cartera y cuando levantó la vista el tipo había desaparecido.
Jacinto volvió a la barra, se puso a fregar unos vasos y le dijo con una risita: — Le presento al sargento Segundo Matamoros, comandante de puesto y azote de la sierra.
— Estupendo. No hay manera de librarse de esta plaga. Cuando hablaba, el tono altisonante y el ritmo atropellado me han recordado a don Manuel.
— Y que lo diga. Igualito que Fraga.
Se echaron a reír. 
Matías pidió un cortado descafeinado y un vaso de agua y, mientras Jacinto le servía el vaso de agua, le preguntó a qué se debía aquella grotesca conducta.
— Cosas de la rumana, que le tiene sorbido el seso…

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