lunes, 8 de febrero de 2010

Collserola

Hoy, que siento el crujir de mis huesos como nunca, al salir presuroso a por tabaco, me he vuelto a mirar los verdes y altivos perfiles de mi montaña, recortándose en la distancia sobre un cielo encapotado y frío.
Esa imagen invernal y apacible, todavía inasequible a la voracidad de las grúas, que, con los años, fueron devorando todo lo que les salió al paso, me parece una suerte de incomprensible milagro.
He crecido a la sombra de esas breves colinas de Collserola, donde mi niñez suele reaparecer cuando camino por sus senderos. Aquí, me caí de un viejo árbol que desapareció aniquilado por un rayo. Un poco más allá, un día que subimos al entierro de la sardina, sucumbí ante los encantos de una compañera de colegio,
Me pregunto si seré un hombre de rincones.
Mi barrio, al igual que otros barrios que nacieron en las faldas de la sierra, que vivió durante largas décadas de espaldas a la montaña, no se concibe sin ella.
"Cariño, ponme mirando para el castillo", me susurraba Inés, cuando, sabedora de mi soledad, venía a visitarme durante mis años desangelados, y paseábamos en silencio por los estrechos caminos de la sierra.
Era casi lo único que podía hacer por mí, y lo sabía.
Las lunas de mi sierra, donde en más de una ocasión me perdí durante algún viaje de ácido, son maravillosas. Se palpa un silencio entreverado de siluetas sonoras de la metrópoli que, a ratos, zumba como un imposible abejorro nocturno.
A un lado el vallés, lejano y cargado de un industrial y sordo rumor, al otro el mar, próximo y encendido de largos alfileres de plata, que desaparecían devorados al aproximarse a las luces de la ciudad. Y el bosque, rebosante de claroscuros, me poseía, y su aparente silencio daba entonces paso a un animal y sutil caudal sonoro, pletórico de vida nocturna inasequible minutos antes.
Por fortuna, el dorado amanecer me demuestra que la alta burguesía catalana y la clase política no son las únicas aves de rapiña que pueblan la sierra de Collserola. Los pinos y la genista, colorean el incansable vuelo de las rapaces, que, buscando alimento para sus retoños en primavera, visten de cabriolas inverosímiles el aire de la sierra.
Y las noches festivas, como estrellas, refulgen en lo más alto de la sierra las luces del parque de atracciones.

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