jueves, 10 de agosto de 2017

Buenos días, primavera 1 (Ámbar)

El día anterior, vía chat, me advirtió de que quizá vendría, pero no la creí y me despedí con un lacónico “hasta otra”. Pero allí estaba en nuevo. Venía de empalmada y había dejado a sus amigas durmiendo en casa de alguna de ellas, desde luego no era la mejor manera de venir, seguro que estaría agotada y las cosas tendrían un cariz muy diferente a tenerla descansada y con ganas de lío.
Estaba muy cambiada, se la veía más mujer, y el lejano fantasma de sus dieciséis era como una vieja historia donde el inexorable paso del tiempo, atendiendo a una de sus inevitables funciones, me la devolvía un poco más madura; fue entonces cuando tuve la extraña y desconcertante sensación que de la chica que me visitó el año pasado apenas quedada ningún rastro.
Había ganado algo de peso -sólo hizo falta echarle el primer vistazo a sus tetas para darse cuenta- y cometí el error de decírselo, aunque un poco después le comenté lo desafortunado de mis palabras. No es precisamente el mejor momento para hacerle a una chica semejante comentario. No sería el único error que cometería aquella tórrida mañana de finales de invierno.
Tardamos un suspiro y dos apretones en estar manoseándonos bajo los vivos colores de mi nórdico nuevo. Y ahora, echando la vista atrás desde mi soledad, he recordado aquellos mágicos primeros minutos de intimidad tan vivídamente que me he estremecido. Esos ávidos minutos de reencuentro donde manos, besos y piel, se buscan desesperadamente y son los primeros en reconocerse y en tratar de descargar el inquietante peso del lacerante vacío acumulado tras una larga ausencia.
- Tienes un coñito precioso -le dije, después de chupar el par de dedos que le había metido  bruscamente con un enérgico vaivén que pretendía despertar sus fluidos más íntimos sin apenas preliminares-. Quería averiguar si le iba un poco de caña, y me pareció que sí; gimió un poquito y su sexo se inundó en unos segundos. El sabor de su cuerpo me dejó transido, tanto, que salí de la cama y tuve que sentarme en el sofá a fumar un cigarrillo para recuperarme de la impresión.
Al cruzar la puerta de la habitación volví la cabeza para mirarla. Allí estaba, bien tapadita con el nórdico, mirándome con una sonrisa de oreja a oreja y los ojos brillando como luciérnagas.
Aquel intenso y agradable impacto acabó por levantarme dolor de cabeza y tuve que tirar de paracetamol y hacer un poco de tiempo fumándome un porrito. A los dos minutos, había salido de la cama, puesto la camiseta naranja y sentado frente a mí en el sofá enseñándome descaradamente su hermoso y rasuradito coño.

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