jueves, 27 de julio de 2017

En la red 4 (Ámbar)

En noviembre estaba animado y ocurrente, la narración volvió a coger vigor y comencé a escribir casi todos los días. Quería hacer un trabajo que estuviera a la altura de las excepcionales circunstancias que ella me había proporcionado.
Y no sé por qué, acabé seleccionando la banda sonora de “Ruido de fondo” y la añadí a la lista de reproducción del Winamp, por lo que deduje que todo marcharía bien y acabaría resolviendo cualquier problema que se me presentara.
De ninguna manera estaba dispuesto a dejar que la atmósfera sombría del entonces pequeño y fatal universo de Ámbar acabase por devorarme el ánimo; y nada mejor que aquella banda sonora, concebida a base de coraje y pensada como un largo mantra emocional con la intención de evitar que un vórtice de desesperación acabara con lo poco que quedaba de mi cuando la elaboré; y mi cuerpo terminara por dejarse caer desde lo más alto de un puente. Todavía retengo en la memoria la aterradora imagen de aquel cadáver inerte y sanguinoliento hecho trizas contra el asfalto de la autopista de la costa.
Me fui a ver el mar, ese espacio infinito rebosante de preguntas sin respuesta, como entonces, sólo que esta vez iba sereno y decidido; y mi pequeña libreta roja era otra, y  los ojos que parecían ocupar todo el horizonte, esta vez eran los de una bella jovencita triste y desolada.
En aquel momento sentí la urgente necesidad de contarle algunas cosas, pero no estaba; nunca pasearía con ella por la playa, ni nos sentaríamos en un espigón a contemplar la furia del mar estrellándose contra la costa.
Esta vez no hizo falta tomar notas, las cosas eran como eran y yo nada más que un hombre, un hombre que no podía cambiar ningún destino; salvo quizá tener la oportunidad de intentar pulir alguna arista del suyo.
El viento se puso duro en cuestión de segundos y una ola de más tres metros golpeó con fuerza contra las rocas. Me dejó chorreando y se me hubiera llevado por delante de no ser porque el pequeño muro que circunvala todo el perímetro del espigón se lo impidió. Quizá fue su manera de darme una respuesta. Ni se te ocurra despistarte, pamplinas.
El baño de agua fría me provocó un intenso escalofrío, y, chorreando como estaba, me eche a reír como un poseso durante algunos minutos.
Cuando recuperé el resuello, dije en voz alta como si hubiera un interlocutor emboscado en algún sitio: -Qué hijoputa eres, cabrón. Llevas tragándote todas las tragedias y todos los rollos patateros de la humanidad desde que el mundo es mundo y aquí sigues, tan campante.
Por una vez, sentí que había obtenido una buena respuesta.

 - Tío, por mi madre que esto último, pues no sé, atufa a melodrama culébronico que no veas.
- O a fragmento de cuento de hadas postmoderno perdido en el sentido de otra historia, nunca se sabe...
- ¿No echas de menos la pantalla de “La oruga”?
- ¿A ti qué te parece? Se piró de madrugada, dejando tirado a todo su hardware periférico; así, en plan fulana.

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