Seguíamos charlando de vez en cuando y sin un texto delante de las narices que me distrajera podía poner toda mi atención en la charla. A veces notaba cierto escepticismo en mis palabras, entonces se reivindicaba. “No soy ninguna broma” solía decirme un poco amoscada, y estoy convencido que hablaba en serio, sentía lo que decía.
Un día, reflexionando sobre aquel asunto lo vi claro como el agua. ¡Vaya, así es como lo hace! Resumiendo: A veces, supongo que cuando se sentía profundamente triste, intentaba generarte expectativas con ella para después hundírtelas; y parecía disfrutar con ello. Triste yo, tristes todos.
Desde luego no era una conducta consciente -se parecía más a la puesta en marcha de algún tipo de mecanismo de defensa capaz de activarse de forma autónoma-, pero era real y destructiva. La vida también puede ser una canción triste y decadente, pero no se hacia ningún favor.
Me habría gustado, en una de esas ocasiones, llevarla al cementerio de Sant Andreu, ponerla delante de cualquier lápida y decirle: Amor mio, ésto es lo que suele hacer la vida con los chicos malos.
Otras veces estaba luminosa, se podía intuir entre aquellas líneas llenas de vitalidad, de sueños y esperanzas. Preguntaba y preguntaba, y yo le hacia versos y contestaba y contestaba.
Ámbar es todo un bichito, un bichito encantador; y cuanto antes tomara cartas en el asunto y se trabajase aquel endiablado problema mucho mejor le iría en el futuro.
Sí había algo que realmente me llegó a molestar, fue su insistencia en que me la tomaba a broma, podría haberle dicho, como hizo ella ante mis reticencias a verla a solas por razones debidas a su edad: “Tendrás que confiar en mi”; pero no lo había hecho, por eso lo hago ahora.
A finales de enero comencé a escribir “Good morning little schoogirl”, un apasionado encuentro mañanero en el que, sin darme cuenta, me recreé. Me gustaba avanzar muy despacio para poder imaginarla más y más tiempo tumbadita en mi sofá encendida de amor, con un poquito de lencería y sus perfumados pechos en flor apuntándome sin compasión.
Durante mis frecuentes pausas, marchaba de casa con la apremiante necesidad de oxigenarme; y a mi regreso después de unas horas, generalmente fumado, ella seguía allí. El timbre de su voz, su recurrente imagen, su ausencia; y, como si fuera un encantamiento, el fresco y embriagador aroma de sus bragas siempre flotando en el ambiente.
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