domingo, 30 de julio de 2017

En la red 6 (Ámbar)


Terminado “Sweet Jane” me tomé unos días de relax con la esperanza de mitigar el calentón que me había provocado. Nada de escribir. Caminar, fumar, pensar,  tomar copas... Tenía otro relato erótico por delante y era mucho mejor tomárselo con calma.
Seguíamos charlando de vez en cuando y sin un texto delante de las narices que me distrajera podía poner toda mi atención en la charla. A veces notaba cierto escepticismo en mis palabras, entonces se reivindicaba. “No soy ninguna broma” solía decirme un poco amoscada, y estoy convencido que hablaba en serio, sentía lo que decía.
Un día, reflexionando sobre aquel asunto lo vi claro como el agua. ¡Vaya, así es como lo hace! Resumiendo: A veces, supongo que cuando se sentía profundamente triste, intentaba generarte expectativas con ella para después hundírtelas; y parecía disfrutar con ello. Triste yo, tristes todos.

Desde luego no era una conducta consciente -se parecía más a la puesta en marcha de algún tipo de mecanismo de defensa capaz de activarse de forma autónoma-, pero era real y destructiva. La vida también puede ser una canción triste y decadente, pero no se hacia ningún favor.
Me habría gustado, en una de esas ocasiones, llevarla al cementerio de Sant Andreu, ponerla delante de cualquier lápida y decirle: Amor mio, ésto es lo que suele hacer la vida con los chicos malos.
Otras veces estaba luminosa, se podía intuir entre aquellas líneas llenas de vitalidad, de sueños y esperanzas. Preguntaba y preguntaba, y yo le hacia versos y contestaba y contestaba.
Ámbar es todo un bichito, un bichito encantador; y cuanto antes tomara cartas en el asunto y se trabajase aquel endiablado problema mucho mejor le iría en el futuro.
Sí había algo que realmente me llegó a molestar, fue su insistencia en que me la tomaba a broma, podría haberle dicho, como hizo ella ante mis reticencias a verla a solas por razones debidas a su edad: “Tendrás que confiar en mi”; pero no lo había hecho, por eso lo hago ahora.
A finales de enero comencé a escribir “Good morning little schoogirl”, un apasionado encuentro mañanero en el que, sin darme cuenta, me recreé. Me gustaba avanzar muy despacio para poder imaginarla más y más tiempo tumbadita en mi sofá encendida de amor, con un poquito de lencería y sus perfumados pechos en flor apuntándome sin compasión.
Durante mis frecuentes pausas, marchaba de casa con la apremiante necesidad de oxigenarme; y a mi regreso después de unas horas, generalmente fumado, ella seguía allí. El timbre de su voz, su recurrente imagen, su ausencia; y, como si fuera un encantamiento, el fresco y embriagador aroma de sus bragas siempre flotando en el ambiente.

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