miércoles, 9 de junio de 2010

La casa encantada 2 (enero 05)*

Cuando empujé la puerta noté que algo había cambiado. Era la dueña lo diferente, porque a la gata, como pasó de mí olímpicamente, no la vi, o a lo mejor, fui yo, el que paso de ella, no sé.
En lugar de Agustina de Aragón, había una chica insegura y algo confusa. Me pareció que ella misma alimentaba su tristeza, y que el alcohol, era la llave que le daba cuerda a esa estúpida ruleta imaginaria y trágica -atrapada en su propia telaraña-.
Llevaba un pijama que le sentaba muy bien, parecía cansada y, por supuesto, como casi siempre, triste y con aspecto de no haber roto nunca un plato. Después de la tempestad viene la calma, pensé.
Cuando nuestros ojos se volvieron a encontrar, no tenía aquella mirada orgullosa y feroz, en su lugar, había una suave luz que contenía todos los atardeceres del mundo.
También la estancia era diferente, no había el voltaje de la última noche. El ecosistema, si no de armonía, si tranquilo -con cierta frialdad o desconfianza-.
Se palpa un ambiente adolescente, los miedos e inseguridades por delante. Somos muy precavidos. Yo prefería, desde luego, que no saltaran chispas como la noche anterior, cuando cruzábamos miradas cómplices.
Tenía un montón de preguntas y aclaraciones que hacerse y hacerme. Llevaba el pelo recogido, y no me di cuenta de cuando se lo soltó hasta que note sus efectos, y eso que estábamos a dos metros uno de otro -si en aquel momento caen del cielo dos paletas de ping pong, hubiéramos podido jugar unas partidas- ¡cuántas precauciones! Mal empezamos, me decía en aquel instante.
Dos metros entre los dos, y en medio, una estera, dos o tres cojines y un cenicero, ¡terreno abonado vaya! -me pareció un terreno de entrenamiento o un campo de minas, poco más o menos-. Había demasiados frentes en aquella batalla para un tipo como yo.
En realidad, no sé si quiere verme para rematar la faena -me digo, algo acojonado-. Entonces, hice algo que me costó mucho aprender, a pesar de ser tan sencillo: escucharla, con la mirada que tengo en palanca para casos difíciles y que no había tenido que usar en mucho tiempo -cada uno tiene sus recursos-, una mirada, limpia, clara y profunda.
Mientras hablaba me observaba de soslayo, dándose cuenta de que yo no perdía detalle de su voz y sus palabras, ni de los gestos que hacia con los brazos, sentada en la estera con el pelo suelto, algo más segura de sí misma -dueña ya de todo lo que había a su alrededor-. Entonces sonrió tímidamente agachando un poco la cabeza -parecía complacida-.
Mis reflejos a la hora de tratar con mujeres tan especiales están en baja forma, a pesar de no haber hecho otra cosa en mi puñetera vida.
No comprendo -o quizá si- por qué, cuando está furiosa o disgustada levanta la cabeza y, en cambio, si sonríe, se esconde entre el pelo. De todas maneras, no vi esa sonrisa hasta el final.
Esta mujer siempre se las apaña de alguna manera para dejarme indefenso.



*Fragmanto del libro "Ruido de fondo".

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